—Así es —contestó el ingeniero—. Ahora la nave debe estar dirigiéndose hacia el robot y disminuirá de velocidad hasta quedarse en unas quinientas millas por hora con respecto al aire que la rodea. Al frenar se producirán sacudidas; la nave tiene frenos de velocidad que se irán desprendiendo al pasar la barrera de calor. Permanezca atada.
—Muy bien. ¿Cuánto tiempo emplearemos?
—Un par de horas. Podrá soportarlo perfectamente.
Rich le interrumpió en ese momento.
—¿Supone usted, mister Sakiiro, que la máquina pasará por encima del robot antes de haber perdido velocidad? ¿Cómo funcionará el piloto automático? ¿Tratará de que caiga en picado en ese punto?
—Por supuesto que no. Es un vehículo, no un misil. Circundará el punto a una distancia que no requiera más de media G extra para mantener el círculo. Si fuera necesario, la nave aterrizaría, pero posiblemente seremos capaces de impedirlo.
—¿Cómo? ¿No esperará que Easy lo conduzca?
—No en el sentido usual. Sin embargó, cuando esté descendiendo hasta lo que llamamos velocidad de «vuelo», los tanques ascensionales del batiscafo se habrán llenado de la atmósfera local. Luego le explicaré a Easy lo que tiene que hacer para poner en marcha los electrolizadores; así se llenarán de oxígeno y la nave flotará, cuando estén llenos, a una altitud en la que puedan utilizarse los cohetes. De esa forma ella y su joven amigo serán capaces de orientar la nave hacia arriba y podrá encenderse el resto de los cohetes.
—Pero ¿no dijo que los cohetes todavía no habían sido conectados al panel de control?
—Tiene razón; me había olvidado de eso. Entonces el problema se complica.
—¿Quiere decir que mi hija está atrapada allí abajo?
—No necesariamente. Va a necesitar hacer alguna maniobra difícil, pero creo que podremos unir los cohetes a esta nave y ser capaces de alcanzar el batiscafo cuando esté flotando a su altura máxima. Recuerde que la finalidad del diseño era que flotase a una altura suficiente para que funcionasen los cohetes de hidroferron; si funcionan en una estructura no tienen por qué no funcionar en otra.
—Entonces podrá rescatarla.
Aquello era más que una simple pregunta. Sakiiro era un hombre honesto y le resultó difícil responder. Lo hizo, sin embargo, tras unos momentos de duda en los que miró el rostro del hombre de mediana edad que, incluso a través de la pantalla, mostraba una expresión agónica.
—Deberíamos ser capaces de salvarlos a los dos. No le oculto que será difícil y peligroso; el transferir un ingeniero al exterior del batiscafo para que termine las conexiones cuando éste está flotando como un globo desde un cohete sostenido por chorros de gases presentará, lógicamente, dificultades.
—¿Y por qué no transferir a los niños a la nave de rescate?
—Porque estoy seguro de que sus trajes espaciales no resistirán la presión a la altura de flotación del batiscafo —replicó Sakiiro—. No conozco los diseños drommianos, pero sí los nuestros.
—Mister Sakiiro —la voz de Easy interrumpió la conversación.
—Sí, Easy.
—¿Puedo hacer algo más? El permanecer aquí sentada sin más no me parece correcto y… me asusta un poco.
Rich miró suplicante al ingeniero. En tanto que el diplomático, era buen psicólogo, y además conocía a su hija. No era histérica por naturaleza, pero pocas veces en sus doce años había sido sometida a esa tensión. Él no estaba cualificado para sugerir una ocupación razonable que ocupara su atención, pero afortunadamente Sakiiro comprendió su necesidad.
—A su izquierda tiene contadores de presión —le dijo—. Nos servirá de ayuda el que nos dé un informe de sus lecturas y que su amigo esté atento para detectar los primeros signos de oscurecimiento en las estrellas. Háganlo así a menos que se encuentren muy pesados para ver con facilidad; no puede durar mucho tiempo.
Rich le expresó su agradecimiento con una mirada; nadie podía darse cuenta de si Aminadabarlee estaba haciendo lo mismo. Durante varios minutos el silencio sólo fue roto por las voces de los niños que leían los números y describían las estrellas.
Luego Easy informó que la nave se estaba ladeando de nuevo.
—Muy bien —dijo Sakiiro—. Eso significa que os dirigís al robot. A partir de ahora vuestra velocidad desaparece y vais a tener que soportar unas tres gravedades y media. Su sillón se replegará sobre sus resortes automáticamente para que se mantenga en mejor posición para soportarlo, pero de todas forma no se va a sentir cómoda. Su amigo se encontrará sin duda bien, pero adviértale que no debe moverse. La nave se acelerará en la atmósfera y al pasar de una corriente de aire a otra a unos cuantos miles de millas producirá alguna sacudida.
—De acuerdo.
—Las estrellas están oscureciéndose —dijo Aminadorneldo.
—Gracias. ¿Puede darme otra lectura de la presión?
La niña se la dio, pero en su voz se detectaba la tensión. El batiscafo había caído de forma relativamente libre hasta que se inició el último giro; pero la situación era diferente cuándo las rudimentarias alas golpearon la escasa atmósfera en un esfuerzo por mantener el giro. Ningún ingeniero pudo entender por qué no se producían una serie de detenciones; el giro se había iniciado a una velocidad mucho mayor de la anticipada por los constructores de la máquina. Tal como ocurrió, todo el proceso era increíblemente uniforme… al menos de momento.
Sakiiro, careciendo de datos objetivos para continuar, sacó la conclusión de que la nave había descendido a la velocidad de deslizamiento y se disponía a describir a Easy el lugar en el que se encontraban los controles de la electrólisis cuando el movimiento cambió. Una serie de estremecimientos repentinos sacudieron la nave. El cuerpo de la chica quedó sujeto a la silla por la correas de seguridad, pero la cabeza y los miembros flamearon como los de un espantapájaros sometido a fuertes vientos; por primera vez el joven drommiano no pudo sostenerse. La sacudida continuó y los ruidos generales eran salpicados por los sollozos de la niña y por un quejido agudo casi inaudible de Aminadorneldo. El drommiano más viejo se puso de nuevo sobre sus pies y miró a la pantalla con ansiedad.
Los ingenieros estaban sorprendidos; estaban demasiado aterrorizados por los niños para poder tener ideas constructivas; pero Raeker creyó tener la respuesta.
—¡Están chocando con gotas de lluvia! —gritó.
Más tarde se pensó que tenía razón, pero la información no sirvió entonces de ayuda. El batiscafo siguió sacudiéndose. El piloto automático hizo todo lo que pudo por mantener un vuelo uniforme, pero los controles aerodinámicos eran muy inadecuados para esa tarea. Por lo menos en dos ocasiones la nave dio un vuelco total, por lo que Racker pudo colegir de la forma en que el drommiano fue catapultado por la habitación. Sólo la suerte le mantuvo fuera de contacto con los conmutadores del panel de mando. Durante un tiempo los controles fueron inútiles porque sus esfuerzos quedaban invalidados por fuerzas ajenas… un desesperado intento de forzar un giro a la izquierda no servía de nada si el ala derecha chocaba con una esfera de agua de cincuenta pies, incluso aunque el agua no fuera mucho más densa que el aire. Además resultaban inútiles porque carecían del necesario asimiento con la atmósfera; la nave había perdido energía cinética ante las gotas de lluvia y caía por debajo de la velocidad mínima de sustentación. Los controles, como ya dije, eran ineficaces a tan baja altura en una atmósfera siete u ocho veces más densa que la de la Tierra al nivel del mar. En ese momento la nave estaba cayendo, en el más viejo y simple sentido de la palabra. El movimiento era todavía irregular, pues de vez en cuando chocaba con alguna gota; pero ya no eran choques violentos.
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