Greg Bear - La fragua de Dios

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La fragua de Dios: краткое содержание, описание и аннотация

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26 de junio de 1996: Europa, la sexta luna de Júpiter, desaparece repentinamente de los cielos, sin dejar tras de sí la menor huella de su existencia. 28 de septiembre de 1996: en el Valle de la Muerte, en California, en pleno corazón de los Estados Unidos, aparece un cono de escoria volcánica que no se halla registrado en ningún mapa geológico de la zona, y a su lado es hallada una criatura alienígena que transmite un inquietante mensaje: “Traigo malas noticias: la Tierra va a ser destruida…”
1 de octubre de 1996: el gobierno australiano anuncia que una enorme montaña de granito, un duplicado casi perfecto de Ayers Rock, ha aparecido de pronto en el Gran Desierto Victoria; junto a ella, tres resplandecientes robots de acero traen consigo un mensaje de paz y amistad…
Así se inicia una de las más apasionantes novelas de ciencia ficción de los últimos tiempos, que combina sabiamente el interés científico, la alta política internacional y la amenaza de una invasión alienígena, para ofrecernos una obra apasionante con una profundidad temática raras veces alcanzada, que se lee de un tirón hasta la última página.

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Catorce minutos.

El primer golpe de nuestro lado. Yo estoy a cargo de él.

Se sentó al lado de la maza, tendió la mano para recoger la chaqueta antirradiación y colocarla sobre sus rodillas. Vaya dilema.

El silencio dentro de la cámara era absoluto.

—Si me estás escuchando, maldita sea, háblame —dijo—. Cuéntame cosas de ti. —Rió quedamente, y aquel sonido le aterró más que cualquier otra cosa, porque le dijo lo cerca que estaba realmente de accionar el interruptor. Podría ver de nuevo a su esposa y a su hijo si lo accionaba; no tendrían que recibir y leer la carta que había dejado en su gaveta de mensajes. Pudo ver el rostro de Clare, toda vestida de luto, y le dolió el pecho.

El rostro de William, pura picardía de cinco años de edad.

¿Qué pensaría de sí mismo si desactivaba la bomba?

Su carrera estaría igualmente acabada. Habría fracasado en su acción contra el enemigo y puesto en peligro todo el esfuerzo de defensa. Otros habían arriesgado sus carreras, quizás incluso sus vidas. Rogers no deseaba, en estos momentos, analizar cuánta gente, arriba en la línea de mando, había ayudado para conseguir aquella arma, y cómo debían sentirse en aquellos momentos, posibles traidores que habían quebrantado la ley, corriendo un terrible riesgo. Desafiando al presidente. Amotinados, rebeldes.

—Maldita sea, nos conoces tan bien —le dijo a la oscuridad—. Nos has engañado en todos sentidos, y ahora piensas que nos has engañado de nuevo. —Ninguna respuesta.

El silencio del espacio profundo. Eternidades.

Doce minutos.

¿Cuántas veces había tendido la mano, todo su cuerpo suplicante, y cuántas veces algo indefinido le había obligado a echarse atrás?

—No voy a tocar ese botón. Sal y desactívalo tú mismo. Quizá no luche contigo. ¡Quizá tengamos ahora algo en común!

Estaba respirando demasiado ansiosamente. Se cubrió la boca con las manos e intentó detener cada bocanada de aire y frenar sus frenéticos pulmones. El juicio del valor de uno, ¿requería la apariencia de la nobleza, o era suficiente un solo acto? Si al final de los —comprobó— once minutos, no era más que un sollozante y gimoteante despojo tirado en el suelo, capaz tan sólo de mantener su dedo alejado del botón, ¿seguiría yendo al Valhalla de los señores de la guerra para alinearse junto a todos los héroes muertos? ¿O sería echado de allí, enviado a las duchas? Lávate todo este hedor de miedo, soldado.

No quería el Valhalla. Quería a Clare y William. Quería decir adiós con más palabras de las que había puesto en la carta. En persona.

—Por favor, Dios mío, déjame que mantenga la calma —dijo roncamente. Aplastó las manos una contra otra en un gesto de oración, sujetando la punta de su nariz entre los dedos índices y cerrando los ojos. Quizá todo hubiera sido mejor si hubiera traído consigo una pistola—. Jesús Jesús Jesucristo.

No permitas que lo estropee. Buen Dios, mantén mi mano lejos de ese botón. Golpéales, golpéales en pleno rostro. Dios, sé que tú no tomas partido, pero soy un soldado , Dios, y esto es lo que tengo que hacer. Cuida de este planeta, Señor de todos nosotros, ayúdanos a salvar nuestro mundo natal. Haz que esto signifique algo, por favor, Dios.

Nueve minutos. Se arrastró de vuelta por el túnel horizontal y vio que la obstrucción estaba todavía en su lugar. Para asegurarse de que era sólida y no sólo una ilusión, saltó los tres metros y aterrizó de pie sobre el plano grisor, flexionando las rodillas para amortiguar el choque, golpeando con los codos y los antebrazos las paredes de la chimenea. Sólido. Dio varias furiosas patadas. Nada. Hizo una mueca cuando el dolor de los talones ascendió por sus piernas, y volvió a subir el pozo y regresó a la antecámara.

Se negó a acercarse a más de dos metros de la maza.

Otra salida.

No era probable.

Golpe por golpe.

—¿Qué estás haciendo, aprendiendo más sobre nosotros, preparando otro experimento? ¿Lo haré o no lo haré? —Se puso en pie al borde de la antecámara, agitando el haz de su linterna por las facetas catedralicias—. No puedo hallarle sentido a nada de esto. ¿Por qué viniste aquí? ¿Por qué no puedes simplemente dejarlo estar, permitirme volver con mi esposa y mi familia?

Demasiada charla, se dijo. No servía de nada hablar. No más palabras, se juró a sí mismo. Pero rompió inmediatamente su juramento. Romper los pequeños juramentos le serviría para mantener el grande.

—¿Por qué no hablamos? No voy a pulsar ese botón. No podré decirle a nadie lo que hablemos. Así que dime algo, muéstrame qué sois exactamente.

Cinco minutos.

—He oído decir que puede que hayas cruzado toda esta galaxia, yendo de estrella en estrella. Formas parte de una máquina devora-dora de planetas. Eso es lo que dicen los periódicos. Hay mucha gente especulando. ¿No sientes curiosidad acerca de lo que pensamos, acerca de lo que pensaría yo si supiera la verdad? Así que háblame. —Dame algo a lo que poder aferrarme. Alguna razón—. ¡No voy a tocar ese botón! La bomba va a estallar.

¿Y si no estallaba?

¿Y si se veía obligado a pasar las próximas semanas ahí dentro, muriendo de sed, todo para nada, porque los alienígenas habían hallado alguna forma de desactivar el arma? ¿Y si su idea era mantenerlo allí dentro hasta que muriera de hambre, como castigo por haberlo intentado?

Tres minutos.

—Soy hombre muerto —dijo, y se dio cuenta de la verdad de aquello. Ya era un soldado muerto. No había escapatoria, ninguna salida entre sus convicciones y su deber. Aquel pensamiento lo tranquilizó considerablemente, y se sentó en el borde de la antecámara, como se había sentado en una ocasión antes, las piernas colgando en la oscuridad—. Así que, ¿dónde está tu luz? —preguntó—. Muéstrame tu pequeña luz roja.

Ni siquiera sabría cuándo ocurriría. No oiría nada, no vería nada.

Un minuto.

Los hombres congelados se calientan de nuevo

y los conejos se drogan a sí mismos en las fauces del lobo

Dios nos da una salida

aún estoy pensando

pero ahora no duele.

Sé lo muy pequeño e inconsecuentemente

que yo

A diez kilómetros de distancia, el senador Gilmonn se puso las gafas ahumadas grises que le dio el teniente y miró hacia el desierto, al distante montículo negro que era el aparecido. Los cultistas se habían diseminado por todo el desierto, la mayoría fuera de la zona, más lejos que su pequeño grupo, pero algunos permanecían escondidos detrás de montones de rocas y otros conos de escoria. No tenía ni idea de cuántos de los más recalcitrantes iban a sobrevivir.

—No ha salido —dijo el teniente, quitándose unos auriculares de radio. Los observadores en las montañas no habían visto a Rogers abandonar el aparecido.

—Me pregunto qué puede haberle ocurrido —murmuró Gilmonn—. ¿Cree que la… puso?

Rayos de brillante luz roja brotaron bruscamente del falso cono de escoria, y el suelo del desierto se vio iluminado por un pequeño sol. Enormes fragmentos negros volaron retorciéndose hacia arriba, en silueta contra la bola de fuego, desintegrándose, con los fragmentos más pequeños volviendo a caer en humeantes arcos. El sonido fue un muro palpable, más sólido y doloroso que fuerte, y un violento estallido de pulverulento viento avanzó visiblemente sobre los matorrales y la arena y las rocas. Cuando les golpeó, tuvieron dificultades en mantenerse en pie.

El polvo se aclaró momentáneamente, y vieron alzarse una alta y esbelta columna de humo, de un feo y fascinante amarillo verdoso, manchado con rosas pastel y púrpuras y rojos.

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