Greg Bear - La fragua de Dios

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26 de junio de 1996: Europa, la sexta luna de Júpiter, desaparece repentinamente de los cielos, sin dejar tras de sí la menor huella de su existencia. 28 de septiembre de 1996: en el Valle de la Muerte, en California, en pleno corazón de los Estados Unidos, aparece un cono de escoria volcánica que no se halla registrado en ningún mapa geológico de la zona, y a su lado es hallada una criatura alienígena que transmite un inquietante mensaje: “Traigo malas noticias: la Tierra va a ser destruida…”
1 de octubre de 1996: el gobierno australiano anuncia que una enorme montaña de granito, un duplicado casi perfecto de Ayers Rock, ha aparecido de pronto en el Gran Desierto Victoria; junto a ella, tres resplandecientes robots de acero traen consigo un mensaje de paz y amistad…
Así se inicia una de las más apasionantes novelas de ciencia ficción de los últimos tiempos, que combina sabiamente el interés científico, la alta política internacional y la amenaza de una invasión alienígena, para ofrecernos una obra apasionante con una profundidad temática raras veces alcanzada, que se lee de un tirón hasta la última página.

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El teniente estaba sollozando.

—Dios mío, no salió. Querido Jesús. ¡Vaya explosión! Como una maldita prueba subterránea.

El senador Gilmonn, demasiado aturdido para reaccionar, decidió simplemente no comprender. El teniente comprendió, y su rostro brilló con las lágrimas.

Fragmentos de roca y cristal y metal cayeron esparcidos en quince kilómetros a la redonda durante los siguientes diez minutos. En un radio de diez kilómetros, ninguno de los fragmentos excedía de un centímetro de diámetro.

Buscaron refugio en los remolques y aguardaron fuera del alcance de la lluvia, y luego se alejaron del lugar en dirección al centro de descontaminación de Shoshone.

49

6 de enero

La red entre los Poseídos estaba empezando a conectarse y unirse. Arthur podía sentir sus progresos. Esto le excitaba y le entristecía a la vez; el tiempo que pasaba con Francine y Marty podía estar llegando a su final.

Si ella no podía aceptar lo que había ocurrido, tendría que continuar sin ellos.

Arthur no supo exactamente cómo se estaba tomando ella su revelación hasta que, por la mañana, la oyó hablar con Marty en la cocina. Acababa de terminar una minuciosa comprobación de la camioneta familiar y se estaba secando las manos con una toalla de papel antes de cruzar la puerta oscilante.

—Papá va a tener un montón de trabajo muy pronto —estaba diciendo Francine. Arthur se detuvo detrás de la puerta, con la arrugada toalla de papel en una mano, agitando la mandíbula.

—¿Podrá quedarse con nosotros? —preguntó Marty.

No podía verles, pero estaba seguro de que Francine estaba junto a la fregadera, mirando hacia el centro de la cocina, donde estaba de pie el niño.

—Lo que está haciendo es importante —dijo ella, sin responder a la pregunta de Marty. No sabía la respuesta.

—Pero ahora no está trabajando para el presidente. Él me lo dijo.

—Correcto —admitió Francine.

—Me gustaría que pudiera quedarse en casa.

—A mí también.

—¿Va a ir a alguna parte sin nosotros?

—No entiendo lo que preguntas, Marty.

—Si va a dejarnos solos aquí cuando estalle la Tierra.

Arthur cerró los ojos. La toalla era ahora una apretada pelota en su puño.

—No va a dejarnos en ninguna parte. Simplemente… tiene que trabajar.

—¿Pero por qué trabajar si todo va a pararse?

—Todo el mundo tiene que trabajar. No sabemos si todo va a pararse. Además, está trabajando para que quizá las cosas… no se paren. —El tono de su voz le hizo alzar la cabeza para impedir que las lágrimas resbalaran por sus mejillas.

—El señor Perkins dice que no hay mucho que podamos hacer.

—El señor Perkins debería limitarse a su aritmética —dijo Francine secamente.

—¿Está asostado papá?

—Asustado.

—Sí, pero, ¿lo está?

—No más que yo —dijo ella.

—¿Qué puede hacer para que las cosas no se paren?

—Ya es hora de llevarte a la escuela. ¿Dónde está tu padre?

—¡Maaaamá! ¿Puede?

—Está trabajando con… cierta gente. Creen que quizá puedan hacer algo.

—Se lo diré al señor Perkins.

—No le digas al señor Perkins nada, Marty. Por favor.

Arthur retrocedió unos pasos para hacer un poco de ruido, cruzó la puerta, y tiró la apretada pelota de la toalla de papel al cubo de la basura debajo de la fregadera. Marty le miró con los ojos muy abiertos, los labios apretados, conteniendo la respiración.

—¿Todos listos?

Asintieron.

—¿Has estado llorando, papá? —preguntó Marty.

Arthur no dijo nada, se limitó a mirar fijamente a un punto indeterminado entre ellos.

—Somos un equipo, ¿no es así, cariño? —dijo Francine, abrazándole y haciendo un gesto a Marty para que se acercara también. El muchacho no estaba en edad para mostrar mucho entusiasmo con el afecto físico, pero se acercó y Arthur se arrodilló, un brazo en torno a la cintura de Francine, el otro rodeando a su hijo.

—Claro que lo somos —dijo.

Lo que recibió, por vía de los mensajes, fue una especie de taquigrafía distinta a cualquier otra cosa que hubiera experimentado antes. El flujo de información llegó como imágenes visuales truncadas, fragmentos de conversaciones habladas (a veces pronunciadas por voces separadas e identificables, a veces monótonas o completamente ininteligibles), y muy a menudo simplemente como recuerdos. No podía recordar haber recibido los recuerdos, pero estaban allí, e informaban de sus planes y acciones.

Aquella noche, mientras permanecía tendido en la cama al lado de su esposa, y la lluvia seguía golpeando suavemente el techo y las ventanas, supo que:

Lehrman, McClennan y Rotterjack habían formado una delegación para informar al presidente de la destrucción del aparecido de la Caldera. (Lehrman era uno de los Poseídos.)

El presidente había escuchado la información, proporcionada en su mayor parte por Rotterjack, y no había dicho nada, se había limitado a sacudir la cabeza y hacer un gesto de que se fueran.

Vio:

Un veraneante soviético de Samarcanda (Arthur no sabía si hombre o mujer) contemplando arder un bosque de coníferas en las montañas de Zeravashán, enviando densos muros de humo blanco sobre las recortadas cordilleras alpinas.

Grandes secciones de Nueva York (Queens y el Bronx), Chicago y Nueva Orleans incendiadas, sin ninguna señal de que se intentara dominar los incendios. Gran parte de Tokio había sido arrasada por cuatro grandes incendios la semana pasada. La mitad de Beijing había sido consumida por el fuego a consecuencia de un terremoto al parecer natural.

Tendido despierto, sin saber si Francine estaba dormida o simplemente tendida allí inmóvil, despierta también, Arthur recibió aquellos recuerdos que no eran suyos, y tomó decisiones acerca del futuro inmediato de su familia.

Fuera donde fuese, ellos irían con él; su unidad era mucho más importante que cualquier hogar o seguridad. Dentro de aproximadamente un mes, sacarían a Marty de la escuela y viajarían juntos.

Pronto sería llamado a Seattle. Desde allí, descendería la costa del Pacífico hasta San Francisco, realizando su tarea a lo largo del camino. Al parecer, la mayor parte de su trabajo consistiría en reunir registros culturales: documentos, música, filmes, todo lo que estuviera en una lista que le sería transmitida de sección en sección. Las decisiones acerca de lo que contendría aquella lista estaban siendo tomadas por otros componentes de la red. ¿Y quién hace la elección?

De nuevo le vino aquel pensamiento de pesadilla:

Los Poseídos están siendo simplemente utilizados. Ellos, sean quienes sean, no son salvadores. Sólo son saqueadores, y nos utilizan como esclavos para despojar a la Tierra de todo el botín que puedan llevarse.

¿Cuántos eran los Poseídos ahora?

Diez mil.

Un número redondo, que crecía cada día.

Y en las arcas sólo había sitio para dos mil.

Si él era elegido, decidió, y Marty y Francine no, se quedaría. Podía negarse. ¿Puedo? Y ésa fue la peor pesadilla de todas. Arthur no podía estar seguro de que, cuando llegara el momento, si se les negaba la oportunidad a su esposa e hijo, él no les abandonara.

Puedo quedarme. Me quedaré.

—¿Te están hablando? —Francine se volvió en la oscuridad y le miró. Él le sonrió, y ella se le acercó más.

—No —dijo—. No en este momento.

—¿Dónde están las arañas?

—En su caja. —Había tomado una caja de madera y había proporcionado a las arañas un hogar en el estante superior del armario de su despacho. Ninguna de las dos arañas se había movido desde hacía días.

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