Charles Sheffield - La telaraña entre los mundos

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La telaraña entre los mundos: краткое содержание, описание и аннотация

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Charles Sheffield es uno de esos escritores de ciencia ficción que hace que el resto de nosotros piense seriamente en hacer carrera como vendedores de saldos. De hecho, la única razón por la que le permitimos vivir es que también somos lectores de ciencia ficción. Tiene la base científica de un Clarke, la capacidad narrativa de un Heinlein, la aguda ironía de un Pohl o un Kornbluth y la habilidad como constructor de universos de un Niven.
Spider Robinson

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Anson escuchaba a Rob sin ninguna expresión marcada en su cara de delicados rasgos.

—Ajá —dijo al fin—. No nos andamos con rodeos esta noche. Después de esas palabras no sé si debo decirte lo que he estado haciendo en tu ausencia.

—No es necesario que digas nada. Estuviste investigando. Y por tu expresión deduzco que has averiguado algo.

—Puede ser. —Anson se restregó el mentón—. Rob, eliminas el placer a las cosas. Merezco ser admirado por esto. Ha sido muy difícil; dudo que nadie en todo el Sistema lo hubiera hecho ni la mitad de bien que yo. Sí, he estado investigando. El rastro que seguimos es viejo, y para colmo de males alguien ha intentado ocultarlo. Estoy acercándome a algo, pero no con la rapidez que quisiera, ni con los detalles que necesitamos.

A Rob le había desaparecido el cansancio por completo. Se había inclinado hacia adelante, con intensidad en la mirada.

—¿Has averiguado algo sobre los Duendes? Nunca hubiera esperado tanto.

—Un momento, para. —Anson levantó la mano—. No te entusiasmes demasiado. En primer lugar, no he encontrado nada nuevo sobre los Duendes en los que trabajaban tus padres en los Laboratorios Antigeria de Christchurch. Lo he intentado, pero desaparecieron sin dejar rastro. Uno desapareció en el incendio y sospecho que el otro cayó al Océano Antártico cuando el accidente del avión. Olvídate de ésos y veamos qué más hay. He hecho investigar cada informe que tuviera que ver, siquiera remotamente, con los Duendes. —Sacudió la cabeza—. Ni te imaginas lo difícil que fue. Absolutamente todos los informes sobre monstruos que había en los archivos. Una vez revisados todos, nos quedaron dos casos que me parecieron prometedores. Los investigué más que a cualquier otra cosa en toda mi vida. Sin embargo, no hay pruebas directas, apenas informes de segunda mano de personas que estuvieron accidentalmente involucradas y que no fueron creídas cuando hablaron del tema por primera vez. Todos los personajes principales han muerto, o desaparecido, o por alguna razón se niegan a hablar. A estas alturas de la investigación este hecho también me pareció sospechoso. ¿Quieres que te dé ahora todos los detalles de cada incidente?

Rob negó con la cabeza. Howard Anson parecía a punto de comenzar a vomitar hechos durante algunas horas hurgando en esa prodigiosa memoria suya.

—Sólo lo esencial, si puedes. Saldré para Atlantis dentro de unas horas, y lo único que necesito es lo imprescindible para saber qué debo buscar allí. ¿Cuál es la base?

—No hay ninguna base. Estamos manejando una masa informe de conjeturas, pero intentaré estructurarlas con lógica. En primer lugar, no hay ningún informe sobre Duendes vivos. Nada. En los casos que he encontrado, como en los casos en los que tuvieron que ver tus padres, los Duendes habían muerto antes de ser vistos por nadie. Hay algunas descripciones que dan una idea de lo que son, pero no muy coherente. Al parecer hay dos tipos diferentes de Duendes. He intentado que me hicieran dibujos, pero en vano. Todo ha sido muy arduo. Uno de mis supuestos testigos está senil, otro estaba en las últimas etapas de un colapso de taliza, y otro era tonto. Esto es lo que tengo una vez lo he juntado todo; he escrito un resumen por si quieres grabarlo ahí.

Anson sostuvo una hoja hacia la pantalla y esperó unos segundos mientras Rob activaba el mecanismo de grabación.

—Hay tres cosas interesantes —prosiguió Anson cuando el resumen ya había sido grabado en el comunicador en L-4—. Primero, fíjate en el tamaño. En altura son la cuarta parte de un ser humano, pero más anchos, en proporción. Pesarán unos cinco o seis kilos, según mis cálculos. Eso explica que pudieran llegar a tus padres en una caja de medicinas. Son pequeños como bebés. Pero no son niños, según este informe. Las hembras tienen senos, y uno de los machos tenía barba. Al parecer todos están de acuerdo en ese punto, todos los testigos lo vieron. De pasada eso muestra qué es lo que la gente mira primero. Aunque no estoy seguro de que se pueda llamar «testigos» a mis fuentes, lo que nos contaron fue bastante vago.

—Espera un momento —Rob garabateaba una nota en una hoja—. ¿Tienes alguna información sobre qué llevaban puesto? Podría tratarse de enanos humanos o de una forma completamente diferente.

—Pensé en eso. Los Duendes estaban desnudos, aunque el hombre senil con el que hablamos murmuraba algo de una pulsera o un collar que todos tenían. Ésa fue mi segunda suposición. No podían ser enanos humanos, a juzgar por su aspecto. Un par de ellos podían pasar por enanos, eran normales de apariencia, pero me describieron a los otros como desagradables y deformes. Cuidado, el adicto a la taliza con el que hablamos veía árboles llenos de serpientes la última vez que lo entrevisté, de modo que puedes tomar su evidencia como gustes. Pero no hay duda de que eran adultos, por los senos en las hembras y porque todos tenían vello púbico, según todos los testigos. Estoy seguro de que hay dos tipos diferentes de Duendes.

Hizo una pausa. Rob miró la pantalla, a la expectativa.

—¿Eso es todo? —dijo, transcurridos algunos segundos.

—¡Todo! —Anson miró la pantalla con los ojos muy abiertos—. ¿Tienes idea de cuánto trabajo nos dio averiguar lo que acabo de contarte? Revisamos más de cuatrocientos mil informes, desde las secciones de sucesos de la prensa hasta los archivos de los hospitales psiquiátricos. A lo mejor no te parece mucho, pero tendrías que ver con qué empezamos.

—No te quito méritos, Howard, pero me has señalado al principio que había tres cosas importantes. De momento, sólo has mencionado dos.

—Iba a pasar a la tercera, si me hubieras dejado hablar. Lo otro no se refiere a los Duendes en sí mismos, sino a mi opinión sobre la calidad de la información. Es terrible. Ya te he explicado cómo eran mis fuentes de información. No te he hablado de la antigüedad de los informes. Uno de ellos es de hace diecisiete años, el otro de hace cinco. La única razón por la que me siento dispuesto a darles credibilidad es que son coherentes entre sí. No hay manera de que los dos grupos involucrados hayan sabido el uno de la existencia del otro. Ambos grupos de Duendes aparecieron en la Tierra, pero en continentes diferentes. Uno apareció en una caja de medicamentos, el otro en un depósito de libros.

—¿Alguno de los dos lugares estaba cerca de un puerto espacial?

—Ya he pensado en eso —dijo Anson—. Si están relacionados con Morel, y si Morel ha estado en Atlantis durante todos estos años, entonces los Duendes debieron venir desde fuera de la Tierra. Pero no nos sirve. Los lugares quedaban bastante cerca de puertos espaciales, pero no hemos podido establecer ninguna relación. No hemos encontrado nada sobre ellos anterior al lugar y el momento en que fueron hallados, en ninguno de los dos casos.

Rob estaba sentado con los hombros encogidos, estudiando la hoja que le había transmitido Howard Anson.

—Esperaba que hubieras averiguado algo sobre la causa de la muerte. Algo tuvo que matarlos.

—Nada nuevo. Oíste lo que dijo Senta sobre falta de aire en la cápsula de medicamentos. Pudo haber sido falta de oxígeno en los dos casos. Supongo que no había señales evidentes de violencia, de lo contrario habría aparecido en alguno de los informes.

—Sigo sin poder dejar de lado mi pregunta básica, Howard. ¿Estamos hablando de algo que es humano? Tengo una idea muy extraña que me ronda la cabeza.

—Desde luego parecían más humanos que otra cosa, según los informes. ¿Adónde quieres llegar? ¿Piensas que pueden ser alguna especie animal?

—Tampoco eso. No sé de dónde vienes, Howard, pero donde yo me crié no había personas barbudas de cuarenta centímetros de altura. No había vuelto a oír cosas así desde que mi tía dejó de contarme cuentos de hadas. Pero no paro de pensar en algunas de las cosas que me contaste de Morel, de cuando estudiaba. Incluso antes de tener a Caliban ya trabajaba con grandes cefalópodos, ¿no?

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