Charles Sheffield - La telaraña entre los mundos

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La telaraña entre los mundos: краткое содержание, описание и аннотация

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Charles Sheffield es uno de esos escritores de ciencia ficción que hace que el resto de nosotros piense seriamente en hacer carrera como vendedores de saldos. De hecho, la única razón por la que le permitimos vivir es que también somos lectores de ciencia ficción. Tiene la base científica de un Clarke, la capacidad narrativa de un Heinlein, la aguda ironía de un Pohl o un Kornbluth y la habilidad como constructor de universos de un Niven.
Spider Robinson

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El último pensamiento le causó remordimientos. Hacía tiempo que Rob le debía una llamada a Anson. Cuando el Tallo lo exigía, todo lo demás en su vida pasaba a un segundo plano hasta que los problemas se solucionaban. Y los problemas habían venido a granel en las últimas semanas. Pero aún así, sería mejor llamar desde allí y no esperar a estar en Atlantis. Con Regulo y Morel en condiciones de interferir todas las llamadas, no podía garantizarse la intimidad de una conversación.

Olvidándose de su fatiga, Rob volvió a enfrentarse al comunicador.

11

¿QUÉ MÁS VEIS EN EL OSCURO ABISMO DEL TIEMPO?

—¿Qué has estado haciendo? —Howard Anson miraba preocupado la imagen en la pantalla holográfica, donde aparecía la cara ojerosa y cansada de Rob—. Tienes muy mal aspecto.

—Trabajando —dijo Rob—, trabajando y preocupándome en demasía. —Reparó en los detalles del extraño traje de Anson y su rostro se aflojó en una sonrisa.

Anson asintió.

—Ahora me gusta más, Rob. Ya te pareces en algo al hombre que conocí en Camino Abajo. No es necesario que te lo diga, pero tienes muy mal aspecto, en serio. Creo que deberías hallar la manera de descansar un poco. Pareces diez años mayor que cuando te conocí.

—Y así me siento —Rob movió los hombros, tratando de aflojar las tensiones—. He envejecido más de diez años por dentro. No puedo dejar de pensar en el Tallo, y cuando lo consigo, me pongo a pensar en mis padres. Hace un año me sentía todo un ingeniero. Ahora me siento un mamarracho. —Volvió a mirar el traje de Anson—. Aunque menos que tú, claro.

Howard Anson se miró sin disimular la irritación.

—No fue idea mía. Un par de clientes dicen que esto es el último grito de la moda. Si quiero conservar mis clientes, debo seguirles la corriente. —Agarró la solapa de su túnica floreada con asco—. ¿Sabes lo que es esto, no? Se supone que todos debemos vestirnos como «jóvenes cosmopolitas» de hace ciento cuarenta años.

Tomó un pequeño cilindro negro de la mesa que estaba frente a él y lo miró con gesto adusto.

—Creo saber qué te ha pasado —prosiguió—. No sé si te consolará, pero hasta hace un año eras un huérfano de verdad. Tal vez nunca lo hayas considerado una ventaja, pero hay algo de positivo en la ausencia de lazos. No tienes ningún ejemplo que emular cuando empiezas a hacer cosas por ti mismo ni responsabilidades familiares. Pero has empezado a pensar en tus padres como seres reales, no como nombres abstractos, sino como individuos con vida y muerte. Eso te está haciendo daño, Rob. Me siento culpable en parte y lo lamento.

Olisqueó el cilindro que tenía en la mano, mientras Rob lo miraba con curiosidad.

—Puede que tengas razón, Howard. Todo esto me ha puesto sobre la pista y ya no puedo ignorarlo. Pero, ¿qué tienes en la mano?

—¿Esto? —Anson levantó el cilindro—. Una boquilla. Otra de las cosas que debía tener un joven cosmopolita, allá por 1925. Un fuego en un extremo y un tonto en el otro. Ha sido idea de Senta, hoy pensábamos ir a una fiesta llamada Albores de la Humanidad vestidos con esta ropa. Pero no sé si podremos, ojalá no. —Dejó la boquilla—. Vayamos al grano. ¿Cómo va el Tallo?

—Ya hemos fabricado más de setenta mil kilómetros de cable. Cuatro meses más y lo tendremos listo para el aterrizaje. ¿Te gustaría venir al Centro de Control para verlo?

—¿En el espacio?

—No —Rob sonrió ante la mezcla de desdén y miedo en el rostro de Anson—. El Centro de Control estará en la Tierra, cerca de Santiago. Pero te convendría salir al espacio. Eres un reptante gusano de Tierra, ¿lo sabías? «¿Qué pueden saber de Terra, aquellos que sólo a Terra conocen?»

—Es cierto —Anson levantó las cejas—. Hace un año tú sentías lo mismo que yo por el espacio. Cuando nos conocimos no habrías utilizado esa cita, que por cierto, está mal. Te están educando. Continúa, tal vez llegues a humanizarte. Yo seguiré fiel a mi opinión sobre los viajes espaciales. El que quiera sentarse sobre un montón de explosivos y que se los enciendan que se quede con mi porción de espacio. Yo me quedaré en terra firma , y cuanto más firme, menos miedo. Pero acepto tu otro ofrecimiento, iré al Centro de Control. ¿Podrás hacer entrar a Senta también?

—Claro. ¿Dónde está?

—Ha ido a charlar con los Perion. No sé si los recuerdas. Los que estaban con nosotros cuando nos conocimos. Fue una de las pocas parejas que pudieron salvarse y Senta pensó que seguramente tendrían ganas de contárselo a alguien.

—¿De qué se salvaron?

Rob esperó con impaciencia durante los tres segundos que tardaba en hacer su recorrido la señal de radio entre el centro de comunicaciones de L-4 y la superficie de la Tierra. Ese retraso obligaba a que la conversación se conformara de parlamentos más bien largos, pues un texto de una sola palabra hacía la espera más irritante.

—¿No te molestas en escuchar las noticias, mientras estás ahí? —fue por fin la respuesta de Anson—. Pensaba que te habrías enterado, no se ha hablado de otra cosa en todas las emisoras de noticias. Fue hace dos días. Camino Abajo ha desaparecido. Se cegó del todo en el peor momento, por la noche, cuando estaba lleno. Los Perion habían estado por la tarde, pero Lucetta tenía migraña, como siempre antes de las tormentas. Subieron a la superficie y despegaron a eso de las seis. Dos horas más tarde hubo un pequeño terremoto en México. Los sismógrafos apenas se movieron. Pero después del terremoto, Camino Abajo había desaparecido.

—Dios. ¿Cuántas víctimas hubo?

—Dos mil doscientas. A veinte kilómetros de profundidad, sin la más mínima posibilidad de llegar a ellos.

Se hizo un largo silencio. Rob había tenido siempre la bendición (o la maldición) de contar con mucha imaginación visual. Se representó todo el cuadro: las paredes de basalto de Camino Abajo cerrándose inexorablemente sobre la caverna central, la oscuridad súbita al cortarse el suministro de energía eléctrica desde la superficie. Luego el pánico, la gente moviéndose sin saber adónde ir y por fin la rápida muerte en esa profunda tumba común, a muchos kilómetros de la superficie.

—¿Nadie pudo escapar? —preguntó por fin.

—Sólo la otra pareja que estaba con los Perion, porque los Perion les convencieron de que les acompañaran —Howard Anson rió y volvió a mirarse la bata floreada que llevaba puesta—. Sin duda debería bendecir esta ropa, en lugar de maldecirla. Senta se había quedado aquí para probarse el vestido, de no haberlo hecho habríamos estado allá. ¿Sabes? Siempre que iba creía que podía ocurrir un accidente. Quizá le pasara a todo el mundo, y quizá fuera parte del atractivo del lugar.

Rob negó con la cabeza, con una mirada sombría en los ojos oscuros.

—Para mí no. Nunca estuve a gusto, y no veía la hora de salir. Ya hay suficiente peligro en la construcción de puentes, jamás necesité buscarme nada extra. Debe de ser espantoso estar tan aburrido de la vida que necesites buscarte peligros artificiales. Pero tienes razón, para algunos ése era parte del atractivo de Camino Abajo. —Miró pensativo la bata de brocado que mostraba sus múltiples colores en la pantalla.

—Para mí no —se apresuró a decir Anson—. No pienses eso, Rob. Yo hago esto por negocios, no porque me divierta. —Volvió a mirarse la colorida bata y suspiró—. No sabes la suerte que tienes. Tu trabajo no te exige ninguna pose, pero el mío sí.

—Tonterías —la palabra tardó mucho en llegar—. ¿Cuánto dinero tienes, Howard? Ni te molestes en contestar. No tendrías que trabajar si no quisieras, lo sé, tu Servicio de Informaciones te estará bombeando dinero sin parar. Disfrutas consiguiendo la información que otros no han podido obtener. Lo que te ocurre es que tienes un interés antinatural por los asuntos de los demás.

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