Charles Sheffield - La telaraña entre los mundos

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Charles Sheffield es uno de esos escritores de ciencia ficción que hace que el resto de nosotros piense seriamente en hacer carrera como vendedores de saldos. De hecho, la única razón por la que le permitimos vivir es que también somos lectores de ciencia ficción. Tiene la base científica de un Clarke, la capacidad narrativa de un Heinlein, la aguda ironía de un Pohl o un Kornbluth y la habilidad como constructor de universos de un Niven.
Spider Robinson

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Después de ochenta y cinco horas comenzó a tener alucinaciones. Alex y Nita flotaban allí, cerca de él, sin trajes. Sus ojos vacíos estaban llenos de reproches, y volaban hacia la luz dorada del Sol y lo saludaban y le hacían señas de que los siguiera, que dejara las sombras muertas.

Poco después de haber pasado las cien horas, se quedó dormido. La inundación de oro derretido lo despertó, estallándole en la cara. Se había salido de la sombra protectora del asteroide, y aunque el visor se había oscurecido al máximo, era inútil contra la luz asesina. Apretó los ojos con fuerza. La esfera seguía siendo visible, quemándolo con un espantoso rojo sangriento a través de los párpados.

Debía de estar cerca del perihelio. El Sol rodeado de inmensas llamaradas de hidrógeno se había convertido en una antorcha gigante. El asteroide se había metido de lleno dentro de la corona solar, lanzado hacia el punto de máxima aproximación. La luz llenaba el mundo. Regulo se retorció en la trampa, se volvió desesperado para buscar el refugio de la roca. El asteroide, las estrellas, la nave, todo era invisible, insignificante ante el poder tirano del gran crisol solar.

Instintivamente, Regulo comenzó a avanzar hacia adelante y hacia atrás, moviendo los propulsores al azar, en una búsqueda desesperada de la sombra. Al fin la encontró por casualidad, era un semicírculo oscuro como un mordisco en el disco fulgurante. Se movió hacia ella. Una vez más en la bendita oscuridad, quedó exhausto y jadeante dentro de su traje con sobrecarga.

—No —la voz le salió ronca y sofocada—. Esta vez no, maldito hijo de puta. Esta vez no. —Miró con ojos inyectados en sangre a la superficie del asteroide, como si viera a través de él la ardiente esfera más allá—. No me atraparás. Nunca. Te crees que eres el dueño de todo, pero te demostraré que no. Te venceré. Sobreviviré.

Mientras hablaba, un helado hilo de rabia le atravesaba la cabeza, limpiando la fatiga y el terror. Sabía que la cara se le había empezado a ajar y ampollar por la radiación recibida, pero alejó ese pensamiento. Lo único que le importaba era la batalla inminente. Miró a su alrededor.

A cada lado del asteroide pasaba una corriente de gases ionizados, que salían de la hirviente superficie que daba al Sol y eran arrastrados por la ligera presión. El halo que formaban desparramaba los rayos del Sol, formando una fantasmal funda de azul, verde y blanco que revoloteaba a su alrededor. Cien metros más abajo, la superficie oscura de la roca comenzaba a burbujear y humear al volverse lentamente, asándose al resplandor del Sol como una pierna de cordero en un asador. La observó con mirada fría. Debía mantenerse apartado de ella, ahora y en las próximas setenta horas. No importaba. Era una razón más por la que no podía permitirse dormirse otra vez. No volvería a hacerlo.

—Nunca encontraron ni rastro de Alexis Galley y el otro miembro de la tripulación estaba muerto, por supuesto. El veredicto fue que se trataba de un desafortunado accidente, sin culpables. Cuando trajeron el asteroide a la órbita terrestre, Regulo era el único dueño, pues los supervivientes de los equipos mineros siempre se legaban los hallazgos entre ellos por si alguno moría. Y Regulo se había quedado con la roca, de lo contrario el valor habría sido compartido con los que rescataron al Alberich.

Corrie permaneció en silencio unos minutos mientras miraba la pantalla con las últimas instrucciones para el aterrizaje en el campo de Camino Abajo.

—Eso le sirvió para financiar su primera compañía de transportes —continuó—. Fue un pionero en las técnicas de órbita hiperbólica, y redujo el tiempo de tránsito en un factor dos, pero él nunca volvió a volar en una hiperbólica. Desde entonces, lo más cerca del Sol que ha estado ha sido la órbita de la Tierra. Y no tolera ninguna forma de luz intensa. Le trastorna, le desequilibra. Es lo único que le afecta.

—No me extraña, después de lo que le sucedió —dijo Rob—. Se encontraría en un estado espantoso cuando lo encontraron.

—No tanto como podría suponerse. Una vez pasado el perihelio, lo hizo todo bien. La bitácora de ese viaje aún está en su oficina. Es interesante escucharla; yo lo he hecho. Regulo tuvo el buen sentido de olvidarse de todo lo que tuviera que ver con el Alberich hasta después de haberse tratado las quemaduras y haberse drogado para dormir veinticuatro horas seguidas. Había que tener coraje para ponerse a dormir cuando el Sol aún estaba grande y ardiente, y además, él no sabía si lo recogerían o no.

—Pero, ¿por qué no pudieron arreglarle la cara? —preguntó Rob—. Es decir, fueran como fuesen las quemaduras, podrían haber intentado injertos o regeneración para repararla. Nunca vi cicatrices como ésas, y he visto muchos accidentes muy feos en la construcción.

Corrie no respondió. Miró hacia adelante con una extraña expresión en la cara. Salieron de la nave y comenzaron a caminar juntos hacia la entrada de Camino Abajo. Rob esperó una respuesta. Al no recibirla, se volvió a ella y la observó. Corrie había palidecido, y el bronceado se había vuelto como marfil viejo, frío y sin sangre.

—¿Te sientes bien? —preguntó él—. No me he acordado de preguntártelo, pero espero que no sufras de claustrofobia.

Ella se estremeció y esbozó una sonrisa forzada.

—Un poquito. Pero estoy bien. Sé cómo es Camino Abajo y no me hará nada. Vamos, comencemos a bajar.

Caminó aprisa delante de Rob hacia los cuatro grandes ascensores parados a la entrada de Camino Abajo. Se detuvo ante el primer ascensor, el expreso rápido que descendía los treinta kilómetros hasta Camino Abajo en menos de dos minutos, como una ráfaga a través del pozo.

—No. Por ése no —Rob se aproximó a ella y la cogió del brazo cuando ella iba a oprimir el botón—. Ése no para. Vamos a tomar uno que pueda detenerse a mitad de camino. Ése del final, pasados los ascensores de carga pesada.

—¿A mitad de camino? No hay nada que ver —protestó Corrie, pero se dejó llevar por el amplio corredor hacia un ascensor más pequeño y miró en silencio a Rob manipulando el selector de profundidad. Él lo programó para que se detuviera a poco más de dos kilómetros.

—Espera y verás —contestó Rob. Se le veía satisfecho y ansioso—. Hay cosas en Camino Abajo que el cliente ordinario desconoce. Cualquiera puede utilizar este ascensor, pero no interesa a casi nadie. ¿Preparada?

Corrie asintió. Comenzó el descenso. El coche se sostenía y aceleraba mediante motores lineares sincrónicos dispuestos a intervalos regulares a lo largo del pozo. A medida que Rob ajustaba la polarización del campo circundante, las paredes del coche se volvían transparentes. Amortiguó las luces internas y encendió un iluminador externo situado en el techo. Se hicieron visibles las paredes del pozo, pasando junto a ellos como una exhalación. Al descender a mayor profundidad, Rob aminoró la velocidad. Avanzaban pasando por estratos multicolores de roca: óxidos férricos rojos y plateados, el profundo azul de la malaquita, gris pizarra y el intenso verde de la esmeralda. Las capas de roca pasaban de largo a medida que caían más y más despacio. El coche se detuvo finalmente junto a una gruesa grieta de brillante roca negra. Formaba una pared continua, excepto en un punto, donde habían hecho una abertura circular de casi un metro de ancho.

—Es aquí —dijo Rob. Miró el reloj y asintió—. En cualquier momento puede aparecer. Mira por la abertura y no dejes de observar el corredo.r.

La ventana circular daba a una grieta horizontal de poco más de un metro de altura que se alejaba hacia las profundidades de la roca negra. Las luces del coche arrojaban sus reflejos algunos metros por el oscuro túnel. Corrie, ansiosa sin saber por qué, miró hacia la oscuridad. De pronto vio un leve movimiento en el límite de la visibilidad, en lo más profundo del corredor. Se esforzó por ver mejor. Una forma oscura pareció salir de una grieta lateral que daba al túnel principal. La forma era larga y chata, de una altura de alrededor de un metro. Corrie vio una cabeza ciega, regordeta, y cuando se le acostumbraron los ojos a la oscuridad pudo tener idea del tamaño. El cuerpo parecía infinito, y se acercaba a ellos en silencio apoyándose sobre pies planos y negros. Se acercaba más y más, arrastrándose por el túnel. Al fin Corrie pudo ver bien al animal. Se apoyaba sobre ocho pares de cortas patas y tenía la forma de un cilindro largo, con piel negra. Al final, el animal no tenía una cola sino cinco, como largos y fuertes tentáculos terminados todos en un orificio. Corrie calculó que en total mediría unos treinta metros. Como seguía avanzando, ella se apartó de la ventana.

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