Charles Sheffield - La telaraña entre los mundos

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Charles Sheffield es uno de esos escritores de ciencia ficción que hace que el resto de nosotros piense seriamente en hacer carrera como vendedores de saldos. De hecho, la única razón por la que le permitimos vivir es que también somos lectores de ciencia ficción. Tiene la base científica de un Clarke, la capacidad narrativa de un Heinlein, la aguda ironía de un Pohl o un Kornbluth y la habilidad como constructor de universos de un Niven.
Spider Robinson

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Hacía girar con cuidado el último acople cuando se produjo el temblor. Toda su atención se fijaba en la abrazadera, y no vio nada, pero de pronto la superficie de la roca se estremecía bajo sus pies. A pesar de estar sintiendo la vibración, sabía que era imposible. Sencillamente no hay terremotos en fragmentos tan pequeños de roca, de sólo un par de kilómetros de largo.

Se incorporó, y en ese momento oyó un chirrido largo y metálico en el teléfono de su traje. El Sol, que un momento antes estaba brillando con fiereza, se oscureció de pronto por una nube negra. Miró hacia el Alberich pero la nave también había desaparecido dentro de una resplandeciente nube blanca.

—¡Alexis! ¿Qué pasa?

Esperó. No hubo respuesta por su teléfono. Pocos segundos después vio la forma de la nave, que aparecía misteriosamente a través de la niebla. ¡Niebla! No podía haber niebla en ese lugar, de ninguna manera. Automáticamente Regulo enfiló hacia la nave, usando los propulsores como le había enseñado Alexis Galley. Mientras avanzaba, sus ojos escudriñaban la superficie de la roca, buscando a Galley. Debía estar en algún lugar del asteroide. No había señales de él, pero antes de llegar a la mitad del camino hacia el punto de amarre de la nave, Regulo comenzó a ver un leve cambio en la forma conocida de la superficie. En el lugar donde había visto a Galley por última vez ahora había un profundo pozo, abierto en la roca misma. Un gas iluminado de pleno por los restallantes rayos del inmenso Sol salía de su interior.

El Alberich seguía amarrado a la roca. Regulo se propulsó hasta la nave y miró desolado el estado de ésta. Las placas delanteras de la nave estaban destrozadas y había un gran pedazo de roca oscura metido en la pared de la cabina principal. Miró por una ventana rota y vio el cuerpo de Nita Lubin, sin traje, flotando contra un tabique interior.

Mientras su mente luchaba por aceptar la realidad de una serie imposible de hechos, una íntima facultad tomaba nota de lo que veía y buscaba explicaciones. Miró por un instante la cara del Sol. La placa fotocromática del traje se oscureció de inmediato, de modo que no pudo ver nada en todo el universo que no fuera esa cara ancha y ardiente. El Alberich y su carga seguían cayendo hacia el Sol, a casi cincuenta kilómetros por segundo.

¿Cuáles habían sido las últimas palabras que oyó decir a Alexis Galley? …Más de quinientos Kelvin, y sube por momentos . Ésa debía ser la clave. Ciento treinta grados por encima del punto de ebullición del agua, casi cuatrocientos grados por encima del que necesita el metano. La superficie del asteroide se había estado calentando más y más bajo el cruel Sol, vaporizando los volátiles. La presión de los gases atrapados que se formaban había aumentado más y más… hasta llegar a un valor crítico. Parte del asteroide se había fracturado bajo la presión intolerable. Los gases en expansión habían expulsado fragmentos de la roca, hacia Alexis Galley, hacia el blanco del Alberich. Lo único que había salvado a Regulo fue la suerte, su posición en el asteroide y la distancia del lugar de la explosión.

Pero, ¿salvado para qué? Regulo miró a su alrededor con el espanto de su nueva situación. La nave estaba destrozada, lo supo apenas la vio. No había manera de que pudiera llevarlo a una órbita segura. El sistema automático de alarma se habría activado en el preciso momento en que la condición interior de la nave se volvió no apta para la vida humana. Regulo sintonizó rápidamente la frecuencia de socorro y oyó el grito electrónico de la nave que enviaba su pedido de socorro de alta frecuencia a través del Sistema. La señal ya habría activado los monitores, mucho más allá de Mercurio, pero eso no le serviría de nada. Cuando la nave estuviera más allá del Sol y entrara a las regiones más frías del Sistema Interior, otros vendrían a recoger la estructura y su valiosa carga. Sería demasiado tarde para él. En ese momento, el Alberich estaba tan lejos del alcance de ayuda externa como si estuviera plantado en la atmósfera enceguecedora del mismo Sol.

Después de los primeros instantes de pánico irracional, Darius Regulo se calmó. A pesar del horno que tenía por delante, se sintió frío y analítico. ¿Qué alternativas tenía?

El Alberich estaba allí, pero ya había calculado que el sistema de refrigeración de la nave no podría mantener una temperatura tolerable en un tránsito de perihelio de dos millones y cuarto de kilómetros. Si se quedaba con la nave, moriría quemado. Miró hacia el Sol. Ya parecía más grande que antes. En su imaginación esos feroces rayos atravesaban su insignificante traje, empujando su propio sistema de refrigeración inexorablemente hacia la sobrecarga final. Sentía el sudor que le corría por la nuca y el pecho, la protesta primitiva del cuerpo ante las condiciones cada vez peores que lo rodeaban.

Podía abrirse el traje y terminar con todo enseguida. Sería una muerte rápida y más piadosa, pero no estaba preparado para la muerte.

Regulo entró en el Alberich a través de la inutilizada esclusa de aire. Primero fue al comunicador y envió a las estaciones de emergencia una descripción breve y precisa de la situación. Agregó un resumen de lo que intentaría hacer. Luego se dirigió a los armarios de provisiones y sacó tanques de aire, propulsores, y raciones de emergencia. Pensó que a las últimas había que considerarlas como una manifestación de optimismo. Del armario de medicinas sacó todos los estimulantes que halló. Hizo un breve cálculo en el ordenador de su traje y confirmó su apreciación inicial. Debería sobrevivir al menos ocho días. Si lo lograba, habría pasado el perihelio y el Alberich volvería a estar lo suficientemente frío como para tolerarlo.

Arrastrando tras de sí las provisiones, Regulo salió de la nave y volvió despacio al asteroide. La explosión que destruyó al Alberich y mató a Alexis y a Nita había expulsado suficiente material de la roca como para darle impulso angular. Giraba despacio sobre su eje más corto. Regulo se afirmó las provisiones contra el traje, le dirigió una última mirada a la nave siniestrada, se colocó detrás del asteroide y entró en la negra y profunda sombra. Sabía qué debía hacer. A tres millones de kilómetros, el Sol se extendería a más de veinticinco grados del cielo. Regulo debía permanecer lo suficientemente cerca de la superficie para quedar protegido por la sombra. Sería su única protección contra el rugiente horno en la otra cara del asteroide.

Se sintió más fresco apenas entró en la sombra. Sabía que era psicológico. Pasarían varios minutos antes de que la temperatura del traje bajara lo bastante como para que la diferencia fuera perceptible.

Tal como esperaba, primero tuvo que pasar varias horas probando. Si se alejaba mucho de la superficie, perdía la protección del cono de sombra. Si se acercaba mucho, debía moverse hacia afuera cuando el eje largo de la roca asimétrica giraba hacia él en su constante rotación. Planificó la serie de movimientos que reducirían al mínimo el uso de los propulsores y se dispuso a una larga y solitaria espera.

Disponía de mucho tiempo para pensar y estudiar los errores cometidos. Con el Sol tan cerca, deberían haber mantenido el asteroide girando permanentemente para que se calentara en forma gradual, dándole así la posibilidad de que el calor volviera a irradiarse hacia el espacio. Y tenían que haber puesto al Alberich a algunos kilómetros de la carga, para reducir su vulnerabilidad a los accidentes. Regulo llegó a una triste conclusión. Alexis Galley tenía razón, con toda su experiencia no había sabido manejar la órbita hiperbólica. Regulo sabía que lo aprendería, si sobrevivía.

Transcurridas las primeras doce horas, sus acciones se volvieron automáticas. Moverse siempre para mantenerse en la sombra. Comer y beber poco, debía obligarse a comer, porque se le había ido el apetito por completo. Controlar el combustible de los propulsores. Y tomar un estimulante cada seis horas. Con la amenaza del Sol tan dispuesto a tragárselo si no se ocultaba de él no podía permitirse el lujo de dormir. Pero la tentación era fuerte. Después de sesenta horas le dolía todo el cuerpo con una lujuria física que superaba todo deseo que hubiera sentido jamás. Los estimulantes obligaban a la mente a mantenerse despierta, pero lo hacían sin el consentimiento del cuerpo. La fatiga lo aplastaba, le chupaba la médula, lo desangraba.

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