James BeauSeigneur - A su imagen

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Decker Hawthorne, editor de un modesto periódico local, y Harry Goodman, un escéptico profesor universitario, se unieron veinte años atrás para participar en un fascinante proyecto de investigación: verificar la autenticidad de la Sábana Santa. Ahora, transcurridos los años, los protagonistas vuelven a encontrarse. Goodman le revelará un secreto sobrecogedor: la Sábana contenía restos de células de ADN vivas e incorruptibles…

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SECRETOS DEL ARCA PERDIDA

Nablus, Israel

– Tom, ¿cómo lo quieres? -preguntó Joshua Rosen mientras servía café para él, su mujer y sus dos invitados norteamericanos.

Tom Donafin lo pidió solo. Decker iba a contestar, pero Joshua lo interrumpió.

– A ti no hace falta que te pregunte. Me acuerdo. Te gusta con demasiada leche y demasiado azúcar, igual que a un niño.

Decker y Tom intentaban hacerse a la hora israelí, para abordar cuanto antes la cobertura de los recientes disturbios, y el café era una buena ayuda.

– Bueno, Tom, cuéntanos algo sobre ti -preguntó Ilana Rosen-. ¿De qué conoces a nuestro querido Decker?

– Oh, bueno, somos amigos desde hace mucho tiempo -Tom se rascó la barbilla, oculta bajo una espesa barba oscura-. Nos conocimos en un café de Tullahoma, en Tennessee. A los dos nos gusta escribir, así que hicimos buenas migas enseguida -la mirada de Tom pareció perderse en el tiempo-. Por aquel entonces nuestro aspecto era de lo más extravagante. Ya saben, pelo largo, collares de cuentas y flores y toda esa historia.

Ilana Rosen miró a Decker, sentado a la mesa frente a ella. Tenía cuarenta y siete años, por lo que no pudo más que reír cuando intentó imaginárselo de hippie.

– El caso es -continuó Tom- que perdimos el contacto. Decker entró en el ejército y yo empecé a trabajar con una cuadrilla en la construcción. Después de varios años de ganarme la vida con el sudor de mi frente, me harté y me inscribí en la universidad. Un día estaba sentado en una clase de microbiología a la que había sido asignado erróneamente por el ordenador de la facultad cuando miro hacia la puerta y entra Decker, con los párpados tan caídos como le veis ahora.

Decker había aprovechado el relato de Tom para «descansar los ojos», pero al oírle se sacudió y tomó un buen sorbo de café para intentar recobrar la conciencia.

– Me temo que debería intentar permanecer más alerta durante los relatos de Tom -dijo-. Nunca se sabe lo que puede ser capaz de inventarse sobre mí mientras duermo.

Satisfecho de saber que su amigo lo escuchaba, Tom continuó con su historia.

– Durante los cuatro años que siguieron permanecimos en estrecho contacto en la universidad. Cuando terminé la carrera, conseguí trabajo en un periódico de Massachussets, y pensé que Decker seguiría con sus estudios de posgrado. Pero lo siguiente que supe de él fue que estaba editando un periódico semanal en Knoxville. A los pocos años me fui de Massachussets y entré a trabajar en la sede de Chicago de la UPI. [14]Luego, hace como unos dos meses y medio, Decker me consiguió una entrevista para la revista News World.

A pesar de todos sus esfuerzos, Decker se estaba quedando dormido otra vez, pero cuando Tom terminó de hablar sintió como tres pares de ojos le miraban fijamente. Con una pequeña sacudida y un movimiento rotatorio de cabeza, quiso aparentar que había estado escuchando con atención. Tom ignoró esta última infracción del código de la buena educación y preguntó a los Rosen sobre ellos.

– Decker ya me contó algo durante el viaje, pero todavía hay mucho que no sé.

– Muy brevemente -empezó Joshua Rosen-, Ilana y yo nacimos en Austria pocos años antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial. Cuando yo tenía seis años, mi familia decidió abandonar Austria una vez se hizo evidente que no había cabida para los judíos en el mundo de Hitler. Por fortuna, toda la familia fue autorizada a abandonar el país. La familia de Ilana lo intentó sólo dos semanas después y le fue denegado el pasaporte. Así que tuvieron que salir clandestinamente con la ayuda de unos misioneros luteranos.

»En Norteamérica, mi padre fue uno entre los más de treinta científicos judíos que participaron en el proyecto Manhattan sobre energía atómica. En casa era muy estricto e insistía en que mis hermanas y yo sobresaliésemos en las tareas del colegio. Yo acabé estudiando física nuclear y luego me dediqué a la investigación en rayos láser y haces de partículas.

Rosen hizo una pausa para dar un sorbo a su café.

– Fue así como acabó trabajando para la iniciativa de defensa estratégica -dijo Tom llenando aquel breve silencio.

– En efecto -concedió Rosen-. Luego, hace unos años, el presidente decidió recortar el presupuesto de prácticamente todos los proyectos de investigación sobre energía dirigida.

– Y entonces decidió venirse a Israel.

– Bueno, no de inmediato, pero sí poco después. Mi padre colaboró en la construcción de la primera bomba atómica para poner fin a la Segunda Guerra Mundial; yo quería ayudar a crear un sistema defensivo contra misiles con carga atómica para evitar el estallido de una tercera guerra mundial. Cuando supe que Estados Unidos había abandonado toda intención de construir ese escudo, decidí venir a Israel para continuar aquí mi trabajo.

– Decker comentó algo sobre su hijo; al parecer, les delató a las autoridades israelíes de inmigración para que no pudiesen conseguir la nacionalidad -dijo Tom a modo de tanteo.

La señora Rosen salió en defensa de su hijo.

– Scott es un buen chico. Lo único que le pasa es que está algo confuso.

– Sí -dijo Joshua-. Hace tiempo que Scott y yo no coincidimos en casi nada. Nuestra familia nunca fue ortodoxa en la práctica del judaísmo: guardábamos las fiestas, pero sólo por costumbre. No es que estuvieran cargadas de sentido, precisamente. Entonces, Ilana y yo empezamos a estudiar las Escrituras para poder comprender mejor nuestras raíces judías. Después de aproximadamente un año y medio de estudio, empezamos a frecuentar a unos amigos mesiánicos y, al final, Ilana y yo acabamos aceptando a Yeshua como Mesías de los judíos.

»Tres meses después murió mi padre. Scott se tomó muy mal la muerte de su abuelo -Ilana le dio unas palmaditas en la mano y le miró comprensiva-. Hubo un momento en el que Scott llegó a acusarnos de su muerte. Creía que la muerte de mi padre era un castigo divino por haber aceptado Ilana y yo a Yeshua y haber "abandonado nuestra religión".

Tom asintió comprensivamente a pesar de no entender del todo lo que Joshua le estaba contando.

– Como resultado -tal vez pensara que era una forma de castigarnos-, Scott abandonó Estados Unidos y se vino a Israel, donde empezó a frecuentar algunos de los grupos más ortodoxos y combativos. Por entonces no tenía más que dieciocho años.

»Cuando llegamos a Israel hace tres años, llevábamos más de quince sin saber nada de Scott. Pero cuando fuimos a tramitar los papeles necesarios para conseguir la nacionalidad israelí -que se concede a la mayoría de los judíos de forma casi automática por el derecho a la aliyá -, ésta nos fue denegada. Nos enteramos tiempo después de que Scott había informado a las autoridades de que habíamos renunciado a nuestra fe, e insistió en que se nos denegara la ciudadanía.

»Lo hablamos durante unos días y, al final, Ilana y yo decidimos recurrir la sentencia. ¡Nosotros jamás habíamos renunciado a nuestra fe! -el tono de Rosen se hizo más defensivo y dogmático-. Muchos judíos son agnósticos o ateos, y aun así Israel les concede la ciudadanía. ¡Pero por creer en las profecías del Mesías judío prometido, somos nosotros los que hemos renunciado a nuestra fe! ¡Aceptar a Yeshua significa completar nuestra fe, no renunciar a ella! ¿Sabías que durante siglos ha habido más de cuarenta hombres que han dicho ser el Mesías? Bien, pues nadie ha acusado nunca a los seguidores de aquellos hombres de haber renunciado a su fe.

Era evidente que Rosen había esgrimido aquella defensa más de una vez y que sus convicciones habían ganado firmeza en cada ocasión. Ilana posó su mano sobre la de él, como si le quisiera recordar que estaba entre amigos. Joshua hizo una pausa y sonrió para distender el ánimo y ofrecer una disculpa muda por cualquier salida de tono.

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