Cuatro minutos y veintiocho segundos más tarde, a una altitud de cincuenta mil ochocientos ochenta y cinco metros y después de haber destruido las ciudades costeras de Itabuna e Ilhéus, en Brasil, el asteroide alcanzó el océano Atlántico. Había recorrido la parte más ancha del continente sudamericano en sólo seis minutos y ocho segundos. Setenta segundos después, a una velocidad de 15,44 kilómetros por segundo, pasó a cincuenta y ocho mil setecientos metros sobre las islas Trinidade y Martin Vaz, en el Atlántico. Al aumentar su altitud y enrarecerse más y más el aire, la resistencia disminuyó rápidamente, lo que permitió que el asteroide fijara su itinerario, dibujara un ángulo más pronunciado de alejamiento de la superficie terrestre y redujera el tiempo necesario para salir de la atmósfera.
A las 7h 53m 27s a.m. GMT, a cuatrocientos noventa y siete kilómetros sobre Bethanie, en Namibia, el asteroide 2031 KD regresó al espacio. Su paso por la atmósfera terrestre no había durado más de veinte minutos y había cubierto veintidós mil ochocientos sesenta y ocho kilómetros. Había atravesado quince zonas horarias y causado más destrucción que todas las guerras anteriores a la era atómica juntas. Cuando penetró en la atmósfera, el asteroide viajaba a veintinueve kilómetros por segundo; cuando la abandonó, no lo hacía más que a 13,5 kilómetros por segundo (cuarenta y ocho mil ochocientos cuarenta kilómetros por hora). Aunque se trataba de una velocidad suficiente para escapar de la fuerza gravitatoria terrestre, el paso por la atmósfera de la Tierra había modificado su órbita y lo lanzaba ahora directamente contra el Sol. En el vacío del espacio y atraído por la tremenda fuerza de gravedad del Sol, el asteroide iría ganando más y más velocidad. Doce días después de abandonar el planeta y tras alcanzar la increíble velocidad de ciento nueve kilómetros por segundo, el asteroide penetraría en la órbita del planeta Mercurio. Veintidós horas después empezaría a derretirse bajo el efecto del calor solar, y pocas horas después, se transformaría en una nube gaseosa antes de ser finalmente absorbido por el Sol.
El fenómeno habría proporcionado una oportunidad de observación sin precedentes a los investigadores del observatorio solar emplazado en lo alto de Sacramento Peak, en Nuevo México. Pero aquello era ya imposible. Ya no había un observatorio en Sacramento Peak, había sido destruido. Todo lo que quedaba era una cumbre desnuda, despojada de toda vegetación y de construcciones humanas. El edificio del Tower Telescope había sido segado a nivel del suelo, y sólo un agujero de sesenta y siete metros en la montaña marcaba el lugar donde había estado.
Pero el efecto devastador del asteroide estaba lejos de desaparecer, aun después de que abandonara la atmósfera terrestre. Más tarde, la inspección de las ruinas revelaría que no había habido supervivientes en un radio de doscientos cincuenta y siete kilómetros al este y al oeste de su ruta. Más allá, hasta novecientos sesenta y cinco kilómetros al derredor, los pocos que habían logrado sobrevivir a la descarga inicial y a los incendios y tormentas habían quedado sordos, como consecuencia del estallido timpánico causado por la tremenda onda de choque. Su impacto provocó el derrumbe de muros situados hasta a mil doscientos ochenta y siete kilómetros de distancia, y algunos testigos aseguraron haber oído el estruendo a distancias de hasta dos mil novecientos kilómetros, lo que convertía la intensidad de la explosión en la segunda más potente después de la explosión del Krakatoa en 1883, que pudo oírse a cuatro mil ochocientos kilómetros de distancia. Y mientras las primeras tormentas e incendios habían abierto un surco de entre mil doscientas noventa y dos mil doscientos cincuenta kilómetros de ancho a lo largo del continente americano, el fuego seguiría ardiendo con fiereza y sin control en muchas zonas durante varios meses, destruyendo aproximadamente una tercera parte de los bosques del planeta.
Horas después, cuando los vientos comenzaron a amainar, cientos de millones de toneladas de residuos se precipitaron sobre la Tierra junto con la lluvia, el granizo y la sangre: restos retorcidos de automóviles; raíces, ramas y troncos de árbol; materiales de construcción de todo tipo; cristales; amasijos de basura imposibles de identificar; rocas; desechos y todo tipo de escombros. Del cielo caían también cuerpos, la mayoría desnudos, y muchos despojados de sus extremidades.
En Yuma, Arizona, a mil noventa y cuatro kilómetros del recorrido del asteroide, Guy y Marcie Alexander y sus dos hijas, que habían tenido la fortuna de sobrevivir a las tormentas, salieron del sótano para descubrir que su casa había sido destruida por completo. Sólo una bañera de la segunda planta, suspendida en el aire por las cañerías, ofrecía una pequeña pista de lo que había habido en el desnudo solar poco menos que dos horas antes. Incapaces de comprender lo ocurrido, la familia deambulaba bajo la lluvia por lo que había sido su hogar, demasiado turbados para llorar. En el asfalto, antes camino de acceso a su pequeña casa unifamiliar, yacían boca abajo la cabeza y el torso desnudo y ensangrentado de una mujer, caídos aquí después de que la tormenta los liberara de sus garras. Guy Alexander ordenó a su mujer y a sus hijas que no miraran, y se apresuró a buscar algo con que cubrir el cuerpo. Apretó las mandíbulas y, aguantando las náuseas, volvió la cabeza de la mujer para ver de quién se trataba, pero los huesos estaban tan aplastados que el rostro resultaba irreconocible. Asumió que debía de tratarse de alguna vecina. Jamás habría imaginado que el cuerpo había sido transportado ochocientos kilómetros por la tormenta, y que, durante un breve lapso de tiempo, la mujer cuyos restos yacían a sus pies había sido conocida en el mundo entero por haber descubierto tres asteroides.
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El índice de muertes como consecuencia directa del efecto del asteroide 2031 KD se estimó en ciento setenta y cinco millones. El paso del asteroide iba a sumar otro factor adverso a la estadística, pero no sería evidente hasta dos o tres semanas después. Al penetrar en la atmósfera, el 2031 KD había producido una grave alteración en la capa de ozono terrestre, que no hizo sino complicarse cuando al regresar al espacio, el asteroide arrastró consigo millones de kilómetros cúbicos de atmósfera. Aunque éstos serían rápidamente recuperados por la fuerza de la gravedad, este doble efecto devastador sobre la capa de ozono iba a extenderse y afectar a todo el planeta. En pocas semanas, el ozono volvería a ofrecer su manto protector sobre la superficie de la Tierra, pero para entonces el planeta habría estado expuesto a un baño de luz ultravioleta suficiente como para dañar seriamente los procesos enzimáticos de las plantas en todo el mundo.
Las herbáceas, una de las principales variedades de plantas junto con las plantas de hoja ancha, que se distinguen por sus hojas largas y finas y que incluyen especies como el maíz, el trigo, el centeno, la avena, la cebada y la caña de azúcar, dependen en grado muy elevado de la síntesis de aminoácidos aromáticos durante los procesos enzimáticos. Si dicho proceso es bloqueado como consecuencia del efecto nocivo de herbicidas o luz ultravioleta, la hierba ve interrumpido de inmediato su crecimiento. Aproximadamente una semana y media después, agotada la reserva de aminoácidos aromáticos, la planta adquiere un tono rojo anaranjado, que luego se torna en amarillo y finalmente en marrón, y muere después de tres semanas. Fue así como, tres semanas después del paso del asteroide, todas las plantas herbáceas que, a lo largo y ancho del planeta, habían estado expuestas a los rayos ultravioletas del Sol se marchitaron y murieron. En algunas zonas, la hierba volvió a brotar antes de otoño y las cosechas de grano pudieron plantarse de nuevo para el año siguiente. Pero entretanto, la hambruna se cobró varios millones de vidas más.
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