El megodonte exhala un último aliento huracanado. Su mole se asienta.
Los empleados de la fábrica se congregan alrededor de Anderson, gritando, tirando de él, intentando ayudar a los heridos y encontrar a los muertos. Hay gente por todas partes. Rojo y dorado, los colores del sindicato; el verde de los uniformes de SpringLife. Los mahouts trepan como hormigas por encima del gigantesco cadáver.
Durante un segundo, Anderson se imagina a Yates de pie junto a él, fumando uno de sus cigarrillos locales y deleitándose con la tragedia. «Y decías que dentro de un mes te habrías ido.» Quien aparece a su lado es Hock Seng, una voz susurrante, ojos negros rasgados, una mano huesuda que sube hasta su cuello y se retira empapada de rojo.
– Estás sangrando -murmura.
– ¡Arriba! -grita Hock Seng. Pom, Nu, Kukrit y Kanda se apoyan con todas sus fuerzas en la rueda de transmisión destrozada, sacándola de su nicho como una astilla extraída de la piel de un gigante, levantándola para que la pequeña Mai pueda colarse debajo.
– ¡No se ve nada! -anuncia la niña.
Los músculos de Pom y Nu se tensan con el esfuerzo mientras intentan impedir que la rueda caiga de nuevo en su sitio. Hock Seng se arrodilla y entrega una linterna táctil a Mai. Los dedos de la pequeña rozan los suyos y la herramienta desaparece en la oscuridad. La linterna vale más que ella. Hock Seng espera que a los trabajadores no se les escape la rueda mientras Mai siga allí abajo.
– ¿Y bien? -llama un minuto después-. ¿Se ha agrietado?
De las profundidades no llega ninguna respuesta. Hock Seng espera que no haya quedado atrapada, atascada de alguna manera. Se acuclilla mientras aguarda a que la niña finalice la inspección. A su alrededor, la fábrica es un hervidero de actividad mientras los empleados intentan restaurar el orden. El cadáver del megodonte está cubierto de personas, sindicalistas armados de brillantes machetes y sierras de más de un metro de largo para cortar los huesos. Atacan la montaña de carne y se les tiñen las manos de rojo. La sangre escapa a raudales de la bestia desollada, con los músculos marmóreos al descubierto.
Hock Seng se estremece ante el espectáculo y recuerda a sus compatriotas, descuartizados de forma parecida, otros baños de sangre, otras fábricas arrasadas. Almacenes destruidos. Vidas perdidas. La situación es prácticamente idéntica a la llegada de los pañuelos verdes, con sus machetes y sus antorchas. Yute, tamarindo y muelles percutores, todos ellos devorados por el humo y el fuego. Llamas reflejadas en las hojas afiladas. Aparta la mirada y se obliga a enterrar los recuerdos. Se obliga a respirar.
El Sindicato de Megodontes envió carniceros profesionales en cuanto se enteró de que había perdido a uno de los suyos. Hock Seng intentó convencerlos para que sacaran el cadáver y terminaran su trabajo en la calle a fin de hacer sitio para reparar el tren de alimentación, pero los sindicalistas se negaron y ahora, además del frenesí de actividad de los equipos de limpieza, la fábrica está infestada de moscas y un creciente hedor a muerte.
Los huesos sobresalen del cadáver como corales de un océano de carne escarlata. Ríos de sangre escapan del animal para ser absorbidos por las rejillas de desagüe y las bombas de control de inundaciones accionadas con carbón de Bangkok. Hock Seng ve correr la sangre con expresión de contrariedad. La bestia contenía bidones de ella. Incontables calorías desperdiciadas. Los carniceros son rápidos, pero tardarán casi toda la noche en descuartizar por completo al animal.
– ¿Ha terminado ya? -jadea Pom. Hock Seng vuelve a concentrarse en el problema actual. Pom, Nu y sus compatriotas tiemblan bajo el peso de la rueda.
Hock Seng vuelve a asomarse al interior del pozo.
– ¿Qué ves, Mai?
Las palabras de la niña suenan amortiguadas.
– ¡Pues sube de una vez! -Se asienta otra vez sobre los tobillos. Se enjuga el sudor de la cara.
La fábrica parece el interior de una olla de arroz. Con todos los megodontes recogidos en los establos, no queda nada para accionar las cadenas de la fábrica o cargar los ventiladores que hacen circular el aire por todo el edificio. El calor, la humedad y el hedor a muerte los envuelven como una mortaja. Lo mismo podrían estar en uno de los mataderos de Khlong Toey. Hock Seng reprime una arcada.
Uno de los carniceros del sindicato grita algo. Han abierto el vientre del megodonte, del que escapa una tromba de intestinos. Los recolectores de vísceras (todos ellos al servicio del Señor del Estiércol) se zambullen en la masa y empiezan a cargarla en carretillas a paladas, un regalo de calorías llovido del cielo. Una fuente tan pura como estas entrañas seguramente irá a alimentar a los cerdos de las granjas periféricas del Señor del Estiércol, o a reponer las reservas de alimentos con las que los tarjetas amarillas dan de comer a los refugiados chinos malayos que se hacinan en las abrasadoras y antiguas torres de la Expansión bajo la protección del Señor del Estiércol. Lo que no devoren los cerdos ni los tarjetas amarillas se arrojará a los pozos de metano de la ciudad junto con el cargamento diario de heces y mondas de fruta, donde se cocerá lentamente hasta producir fertilizante y gas para, a la larga, iluminar las calles de la ciudad con el fulgor verde del metano de combustión sancionada.
Hock Seng se pellizca una verruga, pensativo. Es un buen monopolio. La influencia del Señor del Estiércol llega a tantos rincones de la ciudad que es asombroso que todavía no lo hayan nombrado primer ministro. Sin duda, si se lo propusiera, el padrino de todos los padrinos, el mayor jao por que jamás haya conocido el reino, podría tener todo cuanto quisiera.
«Pero ¿querrá lo que yo le puedo ofrecer? ¿Sabrá apreciar la oportunidad de hacer un buen negocio?», se pregunta Hock Seng.
La voz de Mai por fin se filtra desde abajo, interrumpiendo sus cavilaciones.
– ¡Hay grietas! -chilla. Un momento después sale gateando del agujero, chorreando de sudor y cubierta de polvo. Nu, Pom y los demás sueltan las cuerdas de cáñamo. El suelo tiembla cuando el tambor de bobinado regresa a su nicho de golpe.
El ruido hace que Mai mire de reojo por encima del hombro. A Hock Seng le parece atisbar una sombra de miedo, la comprensión de que la rueda realmente podría haberla aplastado. La expresión se desvanece al instante. Una chiquilla con agallas.
– ¿Sí? -pregunta Hock Seng-. Continúa. ¿Es el núcleo lo que se ha astillado?
– Sí, khun , puedo meter la mano en la grieta hasta aquí. -Se lo demuestra, tocándose la mano casi a la altura de la muñeca-. Y hay otra al final, exactamente igual.
– Tamade -maldice Hock Seng. No le sorprende, pero aun así-. ¿Y la cadena?
La niña sacude la cabeza.
– Los eslabones que he visto estaban doblados.
Hock Seng asiente.
– Avisa a Lin, Lek y Chuan…
– Chuan está muerto. -Mai hace un gesto en dirección a las manchas que señalan el lugar donde el megodonte arrolló a dos empleados.
Hock Seng arruga la frente.
– Sí, es verdad. -Además de Noi, Kapiphon y el desventurado de Banyat, el encargado de Control de Calidad que ahora nunca sabrá lo irritado que estaba el señor Anderson con él por haber permitido que los tanques de algas se contaminaran. Mil baht para las familias de los trabajadores fallecidos y dos mil para Banyat. Vuelve a torcer el gesto-. Pues busca a otro, alguien menudo del equipo de limpieza, como tú. Os meteréis bajo tierra. Pom, Nu y Kukrit, sacad el tambor. Por completo. Habrá que inspeccionar el sistema motriz principal, pieza por pieza. No podremos empezar siquiera a pensar en reanudar la producción hasta haberlo comprobado todo.
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