Abajo, los mahouts se apresuran a desencadenar a las bestias para alejarlas a rastras del animal enloquecido, vociferando órdenes de aliento, imponiendo su voluntad a los descomunales paquidermos. Los megodontes zarandean la cabeza y protestan, rebelándose contra su adiestramiento, abrumados por el impulso instintivo de socorrer a su primo. El resto de los trabajadores thais huye en busca de la seguridad que ofrece la calle.
El megodonte desbocado lanza un nuevo ataque sobre el tambor de bobinado. Los radios saltan por los aires. El mahout que debería haber controlado a la bestia es una mancha de sangre y huesos en el suelo.
Anderson regresa agazapado al despacho. Sortea las mesas vacías y salta por encima de otra, deslizándose sobre la superficie hasta aterrizar ante las cajas fuertes de la empresa.
Se le enredan los dedos al girar las ruedas de la combinación. Se le cuela el sudor en los ojos. Veintitrés a la derecha. Ciento seis a la izquierda… Su mano salta al siguiente dial mientras reza para no fastidiar la serie y tener que empezar de nuevo. Los estallidos de la madera continúan en la planta de la fábrica, acompañados de los gritos de alguien que se ha acercado demasiado.
Hock Seng aparece a su lado, pegándose a él.
Anderson ahuyenta al anciano con un ademán.
– ¡Dile a la gente que salga de aquí! ¡Largo! ¡Quiero ver a todo el mundo fuera!
Hock Seng asiente, pero se queda ahí esperando mientras Anderson sigue peleándose con las combinaciones.
Anderson le lanza una mirada asesina.
– ¡Fuera!
Hock Seng se agacha, obediente, y corre hasta la puerta gritando, perdida su voz entre los alaridos de los trabajadores y los crujidos del duramen. Anderson gira la última rueda y abre de par en par la puerta de la caja fuerte: papeles, montones de billetes de varios colores, informes confidenciales, una escopeta de aire comprimido… una pistola de resortes.
«Yates.»
Tuerce el gesto. Es como si el viejo hijo de perra estuviera en todas partes hoy, como si su phii viajara sentado en el hombro de Anderson. Anderson tensa el resorte de la pistola y se la guarda en el cinturón. Saca la escopeta de aire comprimido. Comprueba el cargador mientras los ecos de otro barrito resuenan a su espalda. Al menos Yates estaba preparado para esto. El muy cabrón era ingenuo, pero no estúpido. Anderson amartilla la escopeta y se dirige a la puerta a grandes zancadas.
En la planta de producción, la sangre salpica los sistemas motrices y las líneas de Control de Calidad. Es difícil ver quién ha fallecido. El mahout en cuestión y alguien más. El tufo dulzón de las vísceras humanas impregna el aire. Ristras de tripas decoran la ruta del megodonte alrededor de su bobina. El animal se yergue de nuevo, una montaña de músculos genéticamente alterados, debatiéndose contra las últimas de sus ligaduras.
Anderson nivela la escopeta. En la periferia de su visión, otro megodonte se levanta sobre las patas traseras y barrita, solidario. Los mahouts están perdiendo el control. Se obliga a no hacer caso del caos en expansión y acerca el ojo a la mira telescópica.
La mirilla de la escopeta se pasea por una muralla rojiza de piel arrugada. Agrandada por el telescopio, la bestia es tan enorme que no puede fallar. Activa el modo automático de la escopeta, espira lentamente, y libera el cartucho de gas.
Un enjambre de dardos sale disparado de la escopeta. Una nube de puntos anaranjados clavetea la piel del megodonte, señalando los impactos. Las toxinas concentradas de la investigación de AgriGen con veneno de avispa se propagan por el cuerpo del animal, buscando el sistema nervioso central.
Anderson baja la escopeta. Sin el aumento de la mira telescópica, le cuesta distinguir los dardos dispersos por el pellejo de la bestia. Dentro de unos momentos estará muerta.
El megodonte gira en redondo y clava la mirada en Anderson; en sus ojos resplandece una llamarada de rabia surgida del Pleistoceno. Sin poder evitarlo, Anderson se siente impresionado por la inteligencia del animal. Es casi como si este supiera lo que acaba de hacer.
El megodonte coge impulso y tira de sus cadenas. Los eslabones de hierro se rompen y surcan el aire con un silbido, estampándose contra las cintas transportadoras. Un trabajador se desploma, truncada su huida. Anderson suelta la escopeta, ya inservible, y empuña la pistola de resortes. Es un juguete frente a diez toneladas de animal furioso, pero es lo único que le queda. El megodonte embiste y Anderson dispara, apretando el gatillo tan deprisa como es capaz de contraer el dedo. Unos inofensivos discos afilados se estrellan contra la avalancha.
El megodonte lo levanta por los aires con la trompa. El apéndice prensil se enrosca en su pierna como una pitón. Anderson araña el marco de la puerta en un intento por agarrarse a algo mientras patalea desesperado. La trompa aprieta. La sangre se agolpa en su cabeza. Se pregunta si el monstruo planea estrujarlo sin más, como si de un mosquito ahíto de sangre se tratara, pero la bestia lo arrastra fuera de la galería. Anderson pugna por encontrar un último asidero mientras la barandilla pasa volando por su lado, y acto seguido salta por los aires. En caída libre.
El barrito exultante del megodonte resuena en los oídos de Anderson mientras este surca el vacío. El suelo de la fábrica vuela a su encuentro. Golpea el cemento. Lo envuelven las tinieblas. «Túmbate y muere .» Anderson se debate con la inconsciencia. «Muere .» Intenta incorporarse, apartarse rodando, hacer cualquier cosa, pero no puede moverse.
Formas de colores confluyen ante sus ojos, intentando ensamblarse. El megodonte está cerca. Puede oler su aliento.
Los parches de color convergen. El megodonte se cierne sobre él, piel rojiza y rabia ancestral. Levanta una pata, dispuesto a pisotearlo. Anderson rueda de costado pero no logra que las piernas le obedezcan. Ni siquiera puede arrastrarse. Sus manos resbalan sobre el cemento como arañas sobre el hielo. No puede moverse con la suficiente rapidez. «Dios, no quiero morir así. Aquí no. Así no…» Es como una lagartija atrapada por la cola. No puede levantarse, no puede escapar, va a morir, triturado por la pata de un elefante hipertrofiado.
El megodonte suelta un gemido. Anderson mira por encima del hombro. La bestia ha bajado la pata. Se balancea como si estuviera borracha. Resuella con la trompa y entonces, de repente, las patas traseras se doblan. El monstruo se recuesta sobre las posaderas en un gesto ridículamente parecido al de un perro. Su expresión es casi de estupefacción, como si le causara perplejidad que el cuerpo haya dejado de obedecerle.
Despacio, las patas delanteras se estiran ante él y se hunde, gimiendo, en medio de la paja y el estiércol. Los ojos del megodonte descienden a la altura de Anderson. Fijos en los de él, casi humanos, parpadean llenos de confusión. La trompa se extiende buscándolo de nuevo, manoteando con torpeza, una pitón de músculos e instinto, despojada ya de toda coordinación. Las fauces se entreabren, jadea. Lo baña el calor apacible de un horno. La trompa le da un golpecito. Lo mece. No encuentra asidero.
Anderson se aleja lentamente de su alcance. Se pone de rodillas y se obliga a levantarse. Se tambalea, mareado, hasta que consigue plantar los pies con firmeza y se yergue cuan alto es. El megodonte sigue sus movimientos con un ojo amarillo. La rabia ha desaparecido. Los párpados abanican con sus largas pestañas a Anderson, que se pregunta qué estará pensando el animal. Si podrá sentir el caos neuronal que le desgarra el sistema. Si sabrá que su fin está cerca. O si solo se notará cansado.
De pie ante él, Anderson siente algo parecido a la lástima. Los cuatro óvalos de bordes irregulares que señalan la antigua ubicación de los colmillos forman unos parches de marfil de treinta centímetros de diámetro, serrados sin compasión. Tiene las rodillas cubiertas de llagas brillantes y los labios ribeteados de pústulas sarnosas. De cerca y moribundo, con los músculos paralizados y el costillar transformado en un fuelle roto, no es más que una criatura maltratada. Este monstruo jamás estuvo diseñado para luchar.
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