Ted Dekker - Verde

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TAL COMO PREDIJERON LOS ANTIGUOS PROFETAS, un apocalipsis destruyó el planeta en el siglo XXI. Pero, dos mil años después, Elyon puso en el mundo a un nuevo Adán. Sin embargo, esta vez Dios otorgó una ventaja a la humanidad. Lo que una vez fue invisible, ahora se podía ver. Era algo bueno y recibía el nombre de… Verde.
Pero el maligno Teeleh aguardaba su oportunidad en un Bosque Negro.
Entonces, en el momento menos esperado, un joven de veinticuatro años conocido como Thomas Hunter se durmió en nuestro mundo y despertó en ese futuro Bosque Negro. Se había abierto una puerta para que Teeleh arrasara la tierra. Desolados por esa desgracia, Thomas Hunter y su Círculo juraron luchar contra el tenebroso azote hasta su último aliento.
Pero ahora el Círculo ha perdido la esperanza. Samuel, el amado hijo de Thomas Hunter, ha abandonado a su padre. Se ha unido a las fuerzas oscuras para iniciar una guerra final. Thomas se siente destrozado y busca desesperadamente la manera de regresar a nuestra realidad para dar con una esquiva esperanza que podría salvarlos a todos.
Entra en este relato apocalíptico, distinto a todo lo que has leído. Una historia que enlaza con la nuestra de una manera tan ¡impactante que te hará olvidar que estás en otro mundo.

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– Lo he soltado -corrigió Qurong.

– Has soltado a Thomas -repitió ella burlonamente-. ¡No tienes derecho a tomar esa clase de decisiones unilaterales!

¿De qué diablos estaba ella hablando? Cómo se atrevía a cuestionar su autoridad.

– Ella también es mi hija -exclamó bruscamente Patricia.

– ¿Hija? He sido engañado por un brujo maquinador, ¿y en lo único que se te ocurre pensar es en una hija a quien no has visto durante diez años?

– Te esperé toda la noche, ¡torpe rumiante! ¿Quién soy yo, tu criada?

– ¡Silencio!

– No me calles, Tanis.

El comandante sintió helársele la sangre. Ella sabía cuánto aborrecía él su antiguo nombre.

– He pasado la noche sola en la oscuridad más absoluta, sola porque tanto mi esposo como mi hija me han abandonado -se quejó ella-. Muy bien, Qurong. Sé el héroe grandioso y fuerte para que tu pueblo vea. Pero no juegues con mi corazón.

– ¿Qué he hecho ahora? -exigió saber él; solo una mujer podía hacer tanto alboroto de tan poco; dales un simple hecho y ellas lo convierten en una historia antes de respirar una sola vez-. Acabo de pasar la noche en un trance infernal. Mi reino está hundiéndose alrededor de mí, ¿y tú me reprendes?

– No trates de distraerme con más historias sobre lo cerca que estamos del día del juicio, esposo -advirtió ella, respirando hondo y agarrándose fuertemente las dos manos, en realidad una mala señal-. Quiero que encuentres a mi hija. Quiero hablar con Chelise.

Patricia se volvió y se dirigió-hacia el pasillo de la cocina a grandes zancadas.

– La próxima persona con quien hablaré que tenga sangre Qurong será mi hija-expresó en la puerta lanzándole una mirada fulminante-. Y no te molestes en venir a mi cama. Entonces desapareció.

Qurong se quedó totalmente pasmado. Sin duda Patricia debía conocer su corazón, que él estaba tan preocupado y confundido por la ausencia de Chelise como ella, que él había vivido en desdicha desde su partida. El comandante había intentado vacunarse con amargura y negación, y eso le había ayudado durante un tiempo, p e r 0 hasta su obsesión por encontrar y eliminar al círculo era por el bien de su hija. Masacraría a esta secta de fanáticos que le había lavado el cerebro a Chelise.

Hablaba de que no tenía hija, pero solo para proteger a Patricia y a él mismo. Esto se requería de un líder obligado a tomar decisiones difíciles en tiempo de guerra.

– ¡Cassak! -rugió.

– Aquí, señor.

Qurong se giró para ver a su general de pie en la puerta. ¿Cuánto habría oído el subalterno? No importaba. Qurong tenía asuntos más apremiantes que tratar. Eso se decía, pero mucho tiempo atrás había aprendido que nada era tan apremiante como la paz mental de su esposa. El prefería ir a la guerra con Eram que enfrentar a Patricia.

– Sígueme -ordenó después de escupir a un lado y entrar en el pasillo que llevaba a su habitación.

No podía pensar aquí y ahora en traer a Chelise. ¡Ni siquiera sabía cómo encontrarla!

¿Y qué le diría? ¿Finalmente tu padre entró en razón… por favor, volvamos a ser una familia?

Ella era albina, ¡por amor de Teeleh!

Mientras tanto, Ba’al estaba conspirando para derrocarlo. Qurong no podía estar seguro de todo respecto de la magia de Thomas, pero esta había revelado una o dos cosas, y él no pasaría por alto las advertencias.

– ¿Mi señor? -observó Cassak apurándose para mantener el paso detrás de él.

Qurong entró a su cuarto y se quitó la ropa interior. Debía limpiarse de la pestilencia albina antes de salir del palacio. Esta vez recibiría de buen agrado el dolor de bañarse.

– Señor.

– Sí, Cassak. Cierra la puerta -ordenó el dirigente agarrando una túnica fresca del extremo de la cama; se la puso y miró al general-. Dime cuánto puedo confiar en ti.

– Yo soy siervo de suyo, mi señor, no de Ba’al -manifestó Cassak después de titubear-. Si me ordenara matar al sacerdote, lo haría.

Conque Cassak también era consciente de la amenaza. ¿Era tan evidente?

– Yo no expediría una orden como esa, pero acepto tu lealtad. Lo que voy a decirte no puede salir de este dormitorio.

– Desde luego que no, mi señor.

Qurong fue hasta la ventana desde donde se divisaba el occidente de la ciudad.

Más de dos millones de hordas vivían en Ciudad Qurongi; de esos, más de la cuarta parte eran varones en edad de pelear, entrenados en combate como se exigía a todos los hombres adultos. Pero no había evidencia de ninguna señal de guerra inminente en la ciudad de crecimiento descontrolado, con sus chozas de barro y sus humeantes chimeneas.

Los súbditos del comandante habían engordado en los bosques; hasta se habían enriquecido. Pocos conocían de la progresiva amenaza del desierto.

– Prepara el ejército -expuso, y giró a la redonda-. Pasa la voz de que marcharemos hacia el norte hasta el valle Torun para ejercicios de entrenamiento.

– Considérelo hecho. Será bueno sacar nuestra tercera división; se han engordado.

– Llévatelos a todos -ordenó Qurong-. Incluyendo a la guardia del templo.

– No estoy seguro de entender -objetó el general parpadeando-. Nunca se ha intentado una misión de entrenamiento de esa magnitud.

– ¡A todos ellos! Al norte. En una semana -decretó el comandante, mirando hacia la puerta y luego dando la vuelta-. Los quiero bien alimentados, hidratados, armados y listos para un ataque a gran escala a mi orden.

– Entonces no es una misión de entrenamiento -observó Cassak llenándose los ojos de entendimiento.

– Haz volver a nuestros exploradores del desierto del norte e interrógalos. Envía seis equipos de guturales con órdenes de infiltrarse en la ciudad de los eramitas y volver a informar después de una semana -concretó, caminando de un lado al otro-. Quiero saber cantidades, fortalezas, debilidades. Cuántos niños, cuántas mujeres.

Armas. Moral. Cualquier cosa que haya cambiado en los últimos meses.

– Una semana no es tiempo suficiente…

– Es todo lo que tenemos.

– ¿Está diciendo usted que planea invadir dentro de una semana?

– Estoy diciendo que quiero estar listo para aplastar a los infieles dentro de una semana. Más pronto si lo decido.

Ahora Cassak se quedó callado. La orden era inaudita. Desde la invasión de los bosques, las hordas no habían peleado una guerra a gran escala, y aun así nunca habían comprometido todos sus activos en un solo frente.

– Los tambores de guerra están sonando, Cassak -informó Qurong manteniendo baja la voz-. Samuel, hijo de Hunter, está uniendo a los eramitas y a las fuerzas albinas con la intención de menoscabarnos.

– No sabía que los albinos tuvieran una fuerza.

– No la tienen, pero no es por falta de fortaleza. Su voluntad es débil, pero eso puede cambiar. Intento no darles esa oportunidad.

– Estoy de acuerdo -asintió Cassak poniéndosele al lado en la ventana-. Eram es un aguijón al que se debe exterminar. ¿Pero una semana? ¿Por qué la prisa?

– Ba’al es la prisa. El está ahora en camino hacia algún maldito bosque negro, y s i no me equivoco, tiene ambiciones propias.

– Así que nos movemos antes de que logre meter sus descarnados dedos en nuestros asuntos.

– Y nos llevamos su propio ejército armado.

– Yo iba a afirmar que el siniestro sacerdote es una víbora, pero ahora debería decir eso de usted -declaró el general mostrándole respeto mediante una perversa sonrisa.

– Nunca he afirmado ser una víbora. Y no creo que Teeleh se enojaría mucho si Ba’al fuera la única pérdida en una guerra que destruyera a la vez a mestizos y albinos.

– De acuerdo, señor.

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