—Quizá trajimos demasiados líderes —dijo Maya.
—Quizá tú debiste ser la única —se mofó Frank.
—¿Demasiados jefes? —aventuró John. Frank sacudió la cabeza.
—No es eso.
—¿No? Hay un montón de estrellas a bordo.
—El impulso por sobresalir y el impulso de liderar no son lo mismo. A veces creo que quizá sean opuestos.
—Es usted quien dictamina, capitán. —John respondió con una sonrisa a la expresión ceñuda de Frank.
Era la única persona relajada que había en la nave, pensó Maya.
—Los psiquiatras previeron el problema —continuó Frank—. Era bastante obvio incluso para ellos. Emplearon la solución Harvard.
—La solución Harvard —repitió John, saboreando la frase.
—Hace mucho, los administradores de Harvard se dieron cuenta de que si aceptaban a estudiantes de bachillerato sobresalientes, y luego divulgaban esas notas entre los estudiantes de primer año, un alarmante número de ellos se sentían desdichados y deficientes y ensuciaban el patio volándose los sesos.
—Eso les parecía intolerable —comentó John. Maya puso los ojos en blanco.
—Los dos estudiaron en una escuela de artes y oficios, ¿no?
—Descubrieron que el truco para evitar esa situación engorrosa era aceptar a un cierto porcentaje de estudiantes que estuvieran acostumbrados a recibir notas mediocres, pero que se hubieran distinguido de algún otro modo…
—Como tener la insolencia de solicitar el ingreso en Harvard con notas mediocres…
—…acostumbrados a estar en la parte baja de la curva de notas y contentos sólo con haber entrado en Harvard.
—¿Cómo te enteraste? —preguntó Maya.
Frank sonrió.
—Yo fui uno de ellos.
—No tenemos mediocridades en esta nave —dijo John. Frank parecía dudarlo.
—Tenemos un montón de científicos inteligentes que no tienen ningún interés en dirigir las cosas. Muchos de ellos lo consideran aburrido. Ya sabes, burocracia. Les encanta delegarlo en personas como nosotros.
—Machos beta —dijo John, burlándose de Frank y de su interés por la sociobiología—. Ovejas brillantes.
El modo en que se burlaban el uno del otro…
—Estás equivocado —le dijo Maya a Frank.
—Tal vez sí. En cualquier caso, son el órgano político. Por lo menos tienen el poder de seguir a alguien. —Lo dijo como si la idea lo deprimiera.
John, que debía presentarse a un relevo en el puente, se despidió y se fue.
Frank se acercó flotando a Maya, y ella se movió nerviosa. Nunca habían tenido la oportunidad de hablar de su breve relación, ni siquiera de forma indirecta. Había pensado en lo que diría si alguna vez la oportunidad se presentaba: diría que esporádicamente se lo pasaba bien con hombres agradables. Que lo había hecho siempre en el impulso del momento.
Pero él se limitó a señalar el punto rojo en el cielo.
—Me pregunto por qué vamos.
Maya se encogió de hombros. Con toda probabilidad no quería decir vamos, sino voy.
—Todo el mundo tiene sus motivos —dijo. Él la miró.
—Eso es muy cierto.
Ella no tuvo en cuenta el tono de su voz.
—Quizá son nuestros genes —dijo—. Quizá se dieron cuenta de que las cosas iban mal en la Tierra. Sintieron un incremento en la velocidad de mutación, o algo por el estilo.
—Así que se pusieron en camino hacia un nuevo comienzo.
—Sí.
—La teoría del gen egoísta. La inteligencia sólo es una herramienta para ayudar a la reproducción.
—Supongo.
—Pero este viaje pone en peligro la reproducción —dijo Frank—. No es seguro ahí afuera.
—Pero tampoco es seguro en la Tierra. Residuos tóxicos, radiación, otras gentes…
Frank sacudió la cabeza.
—No. No creo que el egoísmo esté en los genes. Creo que está en otro lugar. —Adelantó el dedo índice y la tocó entre los pechos, un golpe firme en el esternón, que lo hizo descender de vuelta al suelo. Sin dejar de mirarla, él se tocó en el mismo sitio.— Buenas noches, Maya.
Una o dos semanas más tarde, Maya estaba en la granja recogiendo repollos, caminando por un pasillo entre largas bandejas. Tenía la sala para ella sola. Los repollos parecían hileras de cerebros, con pensamientos que palpitaban a la brillante luz de la tarde.
Entonces advirtió un movimiento y miró a un lado. En el otro extremo de la sala, a través de una tinaja de algas, asomó un rostro. El vidrio de la tinaja distorsionaba la imagen: era la cara de un hombre de piel cobriza. El hombre miraba a un costado y no la vio. Parecía que estaba hablando con alguien que ella no podía ver. Cambió de posición, y la imagen aclaró, ampliada en el centro de la tinaja. Maya comprendió por qué observaba con tanta atención, por qué tenía encogido el estómago: nunca antes lo había visto.
El hombre se volvió y la miró. Los ojos de ambos se encontraron a través de dos curvas de vidrio. Era un desconocido de rostro delgado y ojos grandes.
Desapareció como una rápida mancha marrón. Durante un segundo Maya titubeó; luego se obligó a atravesar a la carrera toda la sala y a subir los dos codos de la juntura hasta el cilindro próximo. Estaba vacío. Atravesó tres cilindros más antes de detenerse. Entonces se quedó quieta, mirando las tomateras, con la respiración irritándole la garganta. Sudaba pero tenía frío. Un desconocido. Era imposible. ¡Pero lo había visto! Se concentró en el recuerdo, trató de ver de nuevo la cara. Quizá había sido… pero no. No era ninguno de los cien, estaba segura. El reconocimiento facial era una de las mayores capacidades de la mente, de una asombrosa precisión. Y él había huido al verla.
Un polizón. ¡Pero eso también era imposible! ¿Dónde se escondería, como viviría? ¿Qué habría hecho en la tormenta solar?
¿Estaba empezando a alucinar, entonces? ¿Había llegado a ese extremo?
Volvió a su cabina, con el estómago revuelto. Los corredores del Toro D le parecieron más oscuros a pesar de la brillante iluminación; se le erizaron los pelos de la nuca. Cuando apareció la puerta se zambulló en el refugio de la habitación. Pero ésta sólo era una cama y una mesita de noche, una silla y un armario, algunas estanterías con cosas. Permaneció allí sentada durante una hora, luego dos. Pero allí no había nada que ella pudiera hacer, ninguna respuesta, ninguna distracción. Ninguna escapatoria.
Maya se sintió incapaz de mencionar lo que había visto, y en cierto sentido eso era aún más aterrador que el incidente, como si acentuara su imposibilidad. La gente pensaría que se había vuelto loca. ¿Qué otra conclusión había? ¿Cómo se alimentaba el hombre, dónde podía esconderse? No. Tendrían que saberlo demasiadas personas, realmente no era posible. ¡Pero esa cara!
Una noche volvió a verla en un sueño, y se despertó sudando. Las alucinaciones eran uno de los síntomas del colapso espacial, como ella bien sabía. Sucedía con bastante frecuencia durante las estancias largas en la órbita de la Tierra; se habían registrado un par de docenas de casos. Por lo general la gente empezaba a oír voces en el omnipresente ruido de fondo de la ventilación y la maquinaria, pero una variante muy corriente era ver a un compañero de trabajo que no estaba allí, o peor aún, a un doble fantasmal de uno mismo, como si el espacio vacío hubiera comenzado a llenarse de espejos. Se creía que la causa de estos fenómenos era la falta de estímulos sensoriales, y el Ares, con un largo viaje por delante y sin ninguna Tierra a la que mirar y una brillante (y algunos dirían loca) tripulación, había sido considerado un peligro potencial. Ésa era una de las razones por las que habían dado a las salas de la nave tanta variedad de colores y texturas, además del cambio diario y estacional del tiempo. Y, sin embargo, ella había visto algo que no podía estar ahí.
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