Gene Wolfe - La quinta cabeza de Cerbero

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La quinta cabeza de Cerbero: краткое содержание, описание и аннотация

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Muy lejos de su planeta madre, la Tierra, dos mundos gemelos, Sainte Anne y Sainte Croix, fueron colonizados en su tiempo por inmigrantes franceses, que aniquilaron a la población nativa del segundo de ellos. Muchos siglos después, tras una guerra que dispersó a los colonos originales y relegó a la leyenda el recuerdo del genocidio original, un etnólogo de la Tierra, John V. Marsch, dedica su vida a buscar las huellas de aquella cultura alienígena, los abos, el Pueblo Libre, los hijos de la Sombra, convertida hoy en una indefinida mitología aplastada bajo un subterráneo sentimiento de culpabilidad que niega incluso la realidad de su existencia…

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—¿Tú no vienes? —Paso en la Arena había estado buscando al que hablaba, pero no podía localizarlo.

No hubo respuesta. Se volvió, y no tardó en encontrar el camino del foso. Allí estaban los cuatro hombres, tres de ellos con jinetes en los hombros, el cuarto gimiendo y tambaleándose, restregándose las cuencas de los ojos con manos ensangrentadas. Otros dos hijos de la Sombra se habían acuclillado en la pisoteada hierba del pantano.

A espaldas de Paso en la Arena una voz dijo:

—Esta noche deberíamos comernos al ciego. A los demás podemos arrearlos a las colinas para compartirlos con amigos.

El ciego gimió.

—Ojalá te pudiera ver —dijo Paso en la Arena—. ¿Eres el mismo Viejo Sabio con el que hablé hace tres noches?

—No.

De alguna parte surgió un sexto hijo de la Sombra. A la débil luz —hasta los ojos de Paso en la Arena no alcanzaban a ver más que formas borrosas y contornos; los montados eran bultos más presentidos que vistos— parecía totalmente sólido, pero más viejo que todos los demás. La luz de las estrellas, cuando las nubes le daban permiso, le cabrilleaba en la cabeza como sobre una escarcha.

—Sólo por tu canto supimos que eras amigo de la Sombra. Eres muy joven. ¿Sólo han pasado tres noches desde que te hiciste de los nuestros?

—Soy vuestro amigo —dijo Paso en la Arena con cuidado—, pero no creo que sea uno de vosotros.

—Mentalmente. Sólo la mente es significativa.

—Las estrellas… —era el ciego, y la voz habría podido ser la de un herido que por entre labios lívidos hablaba con una lengua sangrante—. Si estuviera aquí Última Voz, nuestro andariego de estrellas, os lo explicaría. Dejar el cuerpo atrás para errar por las estrellas y montarse a la espalda de la Lagartija Guerrera. Ver lo que ve Dios para saber qué se sabe y qué se debe hacer.

—En mi país los hay que hablan así —dijo Paso en la Arena—, y nosotros los llevamos al borde de los riscos… y más allá.

—Las estrellas le hablan a Dios —murmuró tercamente el prisionero ciego—, y el río habla a las estrellas. Los que miran las aguas nocturnas pueden ver en las ondas cómo se acercan las estrellas movedizas. Nosotros les damos vuestras vidas, montañeses ignorantes, y si una estrella cambia de lugar oscurecemos el agua con la sangre del andariego.

El Viejo Sabio parecía haberse ido. Paso en la Arena ya no lo veía entre los callados, expectantes hijos de la Sombra, pero reconoció la voz:

—Basta de hablar. Aquí hay hambre.

—Un momento más. Quiero preguntar por mi madre y mis amigos. Están todos prisioneros de esta gente.

El ciego replicó:

—Antes haz que se vayan los no-hombres.

—Marchaos —dijo Paso en la Arena, y los dos hijos de la Sombra movieron los pies sobre la hierba con un ruido de cascos, pero se quedaron donde estaban—. Se han ido —dijo Paso en la Arena—. ¿Qué es entonces de los prisioneros?

—¿Fuiste tú quien me cegó?

—No, un hijo de la Sombra; mías son las manos que tuviste en la garganta.

—Te trajo aquí su canto.

—Sí.

—Así conseguimos mantenerlos donde no hay otros hombres, cerca de las colinas. Y a menudo el canto trae a otros de su especie, hasta que a veces tenemos una veintena, pues si ellos pueden escaparse no les importa que se coman a sus amigos. Pero en cambio, a veces, como ahora, perdemos nosotros lo que tenemos; aunque nunca pensé que a mí fuera a pasarme algo semejante. Pero yo nunca he conocido el canto que atrae a un muchacho.

—Soy un hombre. He conocido mujer y he soñado grandes sueños. Vosotros ahogasteis a Pies Voladores, mancillando con esa muerte la pureza de Dios. ¿Qué es de los otros?

—¿Intentarás salvarlos, Dedos en mi Garganta?

—Me llamo Paso en la Arena. Sí, si puedo.

—Están muy al norte de aquí —dijo la terrible voz del ciego—. Cerca del gran observatorio de El Ojo. En el foso llamado El Otro Ojo. Pero yo ya no tengo mi ojo, y tampoco el otro. Dime, ¿cómo están ahora las estrellas? Debo saber cuándo llega el momento de morir.

Paso en la Arena levantó la mirada, aunque las raudas nubes lo cubrían todo; y mientras lo hacía, el ciego embistió. Al instante los hijos de la Sombra se abalanzaron sobre él como hormigas sobre una carroña, y Paso en la Arena le pateó la cara. Los otros prisioneros echaron a correr.

—¿Comerás esta carne con nosotros? —preguntó el Viejo Sabio cuando el ciego fue al fin sometido—. Como amigo de la Sombra eres de los nuestros, y puedes comer esta carne sin desgracia.

Había reaparecido, aunque no había participado en la lucha con el ciego; al menos, una de las tenues figuras parecía ser él.

—No —dijo Paso en la Arena—. Ayer comí bien. Pero ¿no perseguiréis a los que huyeron?

—Más tarde. Cargados con éste no los alcanzaríamos nunca, y si lo dejáramos solo él también escaparía, ciego o no. Podríamos romperle las piernas, pero anda rondando un oso demonio; antes de que llegaras lo venteamos.

Paso en la Arena asintió.

—Yo también.

—¿Quieres ver la muerte de éste?

—Podría seguir el rastro de los otros —dijo Paso en la Arena, y se le ocurrió que sin duda escaparían rumbo al norte, corriente abajo. Hacia el foso llamado El Otro Ojo.

—Es un buen pensamiento.

Paso en la Arena dio media vuelta. No había andado diez pasos cuando llegó la lluvia; a través de su repique oyó los estertores de la muerte del ciego.

Vino el día, claro y frío. Cuando el sol estuvo un palmo por sobre el horizonte desaparecieron las últimas nubes, dejando el cielo de un azul tocado de negro y moteado de tenues estrellas. En los prados de agua las cañas se inclinaban y crujían al viento, y de vez en cuando un pájaro, montando el aire turbulento —como Paso en la Arena montara la atronadora corriente del río—, cruzaba el firmamento de extremo a extremo.

Seguir el rastro de los tres fugitivos no había sido difícil. Los hombres de los pantanos eran pescadores, luchadores, gente que buscaba presas pequeñas; pero no cazadores, según se entendía la caza en las montañas. Si bien no los había visto aún, un centenar de pistas le decían que no iban muy por delante: una hierba rota que pugnaba por levantarse, unas pisadas en barro todavía acuoso. Y también había señales de otros hombres. Los senderos que ahora tomaban los perseguidos eran más que huellas de caza, y había en la tierra una presencia como no había habido en las vacías millas que se extendían al pie de las mesetas: una presencia cruel y distante, que pensaba pensamientos hondos, desdeñosa de todo lo que hubiera por debajo de las nubes.

Al mismo tiempo, era consciente de que los hijos de la Sombra estaban siguiéndolo. En las últimas horas de la noche les había oído La canción de muchas bocas y todas llenas, y luego La canción del sueño diurno; ahora callaban, pero el silencio era una presencia.

Los tres fugitivos estaban cansados: en el barro se veía que arrastraban los pies, que tropezaban. Pero nada ganaría si se les adelantaba sin los hijos de la Sombra, y ciertamente a él le servían de poco, salvo como aliciente para adentrar a los hijos de la Sombra en las tierras húmedas, donde quizá lo ayudasen. Él también estaba exhausto, y habiendo encontrado un lugar lo bastante seco como para albergar unas matas, se durmió.

«¿Dónde está?», preguntó Última Voz, y Viento del Este, que lo había visto todo, se lo dijo. «¡Ahí!», exclamó Última Voz.

Atraparon a Paso en la Arena al crepúsculo; un gran anillo de gente. Habían venido por detrás y lo cercaron por todos lados, grandes hombres con cicatrices y ojos feos. Corrió de una parte del círculo a la otra, de un extremo a otro, sin encontrar salida, los hombres cada vez más cerca hasta juntar hombro con hombro, él esperando la oscuridad pero atrapado —finalmente— en la oscuridad. Luchó con fuerza y lo hirieron.

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