Arthur Clarke - Cita con Rama

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La llegada al Sistema Solar,hacia el año 2130, del monstruoso Rama, esa masa de cuarenta kilómetros de longitud, plantea a los científicos de la Tierra una serie de enigmas a estudiar y resolver. ¿Se trata de un astro con luz propia?
¿Es acaso un meteorito escapado del cinturón de Van Allen, o es un vehículo espacial, una aeronave tripulada por seres de una suprema inteligencia o tal vez teledirigido desde algún planeta del Cosmos infinito?
Cosmonautas y hombres de ciencia, a la par, dedican todos sus esfuerzos, todos sus conocimientos, a encontrar la solución a tales enigmas, algunos de los cuales podrán aclararse mientras que otros seguirán siendo un misterio cuando Rama, esa verdadera incógnita volante, abandone nuestro sistema planetario para hundirse de nuevo en las procelosas profundidades del insondable espacio cósmico.

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Casi todo el equipo quedaría allí, porque el trabajo de devolverlo a la nave espacial era inconcebible; de hecho, imposible. Había veces en que Norton experimentaba un irracional sentimiento de verguenza ante la idea de dejar tanto desecho humano en ese lugar extrañamente inmaculado.

Cuando finalmente lo abandonaran, estaba dispuesto a sacrificar algo de su precioso tiempo para dejarlo todo en orden. Aunque parecía improbable, tal vez dentro de millones de años, cuando Rama cruzara otro sistema estelar, tendría nuevamente visitantes. Y a él le gustaría darles una buena impresión de la Tierra.

Entretanto, tenía un problema más inmediato. Durante las últimas veinticuatro horas había recibido mensajes casi idénticos de Marte y la Tierra. Parcela una coincidencia extraña; tal vez sus dos esposas habían estado compadeciéndose mutuamente, como eran propensas a hacer las esposas que vivían seguras en planetas distintos cuando existía suficiente provocación. Un tanto mordazmente, ambas le recordaban que si bien era ahora un gran héroe, seguía teniendo responsabilidades familiares.

El comandante tomó una silla plegable y salió del círculo de luz internándose en la oscuridad que rodeaba el campamento. Era la única forma de asegurarse cierto aislamiento. Volviendo la espalda deliberadamente a la organizada confusión, comenzó a hablar en el grabador colgado de su cuello.

—Original para el archivo personal; copias iguales para Marte y la Tierra. Hola, querida. Sí, ya sé que he sido un pésimo corresponsal, pero es que he estado ausente de la nave una semana. Aparte de una dotación reducida, estamos todos acampando en el interior de Rama, al pie de la escalera que hemos bautizado Alfa.

»Tengo en estos momentos a tres grupos explorando la planicie, pero el progreso es lento porque sólo se puede ir a pie. Ojalá contásemos con algún medio de transporte. Me darla por muy feliz si tuviera algunas bicicletas eléctricas; serían perfectas para este trabajo.

»Ya conoces a mi oficial médico, la Comandante Médico Ernst…— Hizo una pausa, indeciso. Laura conocía a una de sus esposas, pero, ¿a cuál de las dos? Mejor omitir esa última parte.

Borrando la última frase, prosiguió:

—Mi oficial médico, la Comandante Laura Ernst, ha encabezado el primer grupo hasta el Mar Cilíndrico, a quince kilómetros de aquí. Ha descubierto que es agua helada, tal como suponíamos, pero por cierto que no te gustaría beberla. La doctora Ernst, dice que es sopa orgánica diluida, y que contiene vestigios de casi todos los compuestos de carbono que se te ocurra mencionar, además de fosfatos, nitratos y docenas de sales metálicas. No hay la más mínima señal de vida, ni siquiera microorganismos muertos. De modo que todavía no sabemos nada acerca de la bioquímica de los ramanes, aunque probablemente no era muy distinta de la nuestra.

Algo había rozado ligeramente sus cabellos. Había estado demasiado ocupado para pensar en cortárselo, y tendría que hacer algo al respecto antes de volver a ponerse un casco espacial.

—Ya habrás visto las diapositivas de París y las otras ciudades que hemos explorado de este lado del mar: Londres, Roma, Moscú. Es imposible creer que hayan sido construidas para que unos seres las habitaran. París parece un gigantesco depósito. Londres es una colección de cilindros unidos por cañerías que conectan con lo que evidentemente son centros de bombeo. El todo forma una unidad sellada, y no hay manera de saber qué contienen sin explosivos o el rayo Láser. Pero no recurriremos a esos medios extremos a menos que no quede otra alternativa.

»En cuanto a Roma y Moscú…

—Perdón, jefe. Prioridad, comunicación de la Tierra.

«¿Qué pasa ahora? —se preguntó Norton—. ¿Es que uno no puede disponer de unos minutos para hablar a sus familias?».

Tomó el mensaje de manos M sargento y lo recorrió rápidamente con la mirada, tanto como para satisfacerse a sí mismo con la comprobación de que no era urgente. Luego volvió a leerlo, con más lentitud.

¿Qué diablos era el Comité Rama? ¿Y por qué él nunca se había enterado de su existencia? No ignoraba que toda clase de asociaciones, sociedades y grupos profesionales —algunos serios y responsables, otros no tanto— habían estado tratando de ponerse en comunicación con, él. El Control de la Misión realizó un buen trabajo de protección, y no habría enviado ese mensaje a menos que lo considerara importante.

«Vientos de doscientos kilómetros… probablemente se desatarán de golpe … » Bueno, eso era algo para re~ flexionar. Pero resultaba difícil tomarlo demasiado en serio en esta noche tan serena; y sería ridículo echar a correr como ratas asustadas cuando estaban al comienzo de una exploración efectiva.

Norton levantó una mano para apartar el cabello que había vuelto a taparle los ojos. Luego se quedó repentinamente inmóvil, el ademán incompleto.

Había sentido una ligera brisa varias veces en la última hora. Tan ,,era que la ignoró por completo; era comandante de un vehículo espacial, no de un barco. Hasta este momento, el movimiento del aire no le había traído ninguna preocupación profesional. ¿Qué hubiera hecho el capitán del primitivo Endeavour, muerto tantos años antes, en una situación semejante?

Norton se había formulado esta misma pregunta en los últimos años, cada vez que se enfrentaba a una crisis. Era su secreto, un secreto que jamás reveló a nadie. Y, como la mayoría de las cosas importantes de la vida, había llegado como algo accidental.

Hacía varios meses que era capitán del Endeavour antes de caer en la cuenta de que ese nombre había pertenecido a uno de los barcos más famosos de la historia. En verdad durante los últimos cuatrocientos años hubo una docena de Endeavour en el mar y dos en el espacio, pero el antecesor de todos ellos era el barco carbonero Whitby de 370 toneladas, con el que el capitán James Cook de la Real Marina Inglesa viajó por el mundo entre 1768 y 1771.

Con un interés inicial moderado, que se convirtió pronto en absorbente curiosidad, casi en una obsesión, Norton comenzó a leer todo cuanto pudo encontrar respecto a Cook. Era por entonces quizá la principal autoridad mundial sobre el más grande explorador de todos los tiempos, y sabía de memoria pasajes enteros de los Journals.

Aún le parecía increíble que un hombre hubiera hecho tanto con un equipo tan primitivo. Pero Cook no habla sido solamente un óptimo navegante sino también un científico y —en una época de brutal disciplina— humanitario. Trataba a sus hombres con bondad, lo cual era inusitado, pero lo increíble era que se conduela en la misma forma con los aborígenes, a menudo hostiles, de las nuevas tierras que descubría Era el sueño privado de Norton, un sueño que sabia nunca llegaría a concretar, repetir por lo menos uno de los viajes de Cook alrededor del mundo. Constituyó un limitado pero espectacular comienzo, que por cierto habría dejado atónito al capitán, cuando en cierta ocasión voló una órbita polar directamente sobre la región conocida con el nombre de Gran Barrera de Arrecifes. Era la mañana de un espléndido día, y desde una altura de cuatrocientos kilómetros disfrutó del soberbio panorama brindado por esa mortífera pared de coral, marcada por su borde de espuma blanca, a lo largo de la costa de Queensland.

Tardó menos de cinco minutos en recorrer los dos mil kilómetros del arrecife. Con una simple mirada pudo abarcar lo que costó semanas y semanas de peligroso viaje para aquel primer Endeavour. Ya través del telescopio recogió la visión de Cooktown y el estuario donde el barco habla sido arrastrado a tierra para que lo repararan después de su casi fatal colisión con el arrecife.

Un año más tarde, una visita a la Estación de Rastreo Profundo del Espacio, en Hawai, le deparó una experiencia aún más memorable. Tomó el rastreador acuático para ser conducido a la bahía de Kealakekua, y mientras pasaban rápidamente frente a los yermos riscos volcánicos, experimentó una emoción tan honda que le sorprendió y hasta le desconcertó. El gula condujo a su grupo de científicos, ingenieros y astronautas, hasta el brillante pilón de metal que reemplazaba a un monumento anterior, destruido por el Gran Tsunami del ’68. Avanzaron unos cuantos metros más a través de la lava negra y resbaladiza, hasta donde estaba enclavada una placa de dimensiones reducidas en la orilla del agua. Pequeñas olas se rompían sobre ella, pero Norton apenas lo advirtió cuando se inclinó para leer las palabras grabadas.

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