Clifford Simak - Estación de tránsito

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En una remota region rural de los Estados Unidos, en una casa de apariencia vetusta, vive Enoch Wallace, un solitario cuya existencia nada tendría de sorprendente, si no fuese porque la Central Intelligence Agency, descubre que, pese a aparentar unos treinta años, Wallace tiene en realidad 160 y participó como soldado en la Guerra de Secesión Norteamericana. Los agentes federales montan un servicio de vigilancia en torno a la casa, que, pese a su aspecto decrépito, es completamente inexpugnable. En realidad la casa es una Estación de Tránsito, situada por el Gobierno de la Galaxia en aquel remoto rincón. Enoch Wallace, el hombre que no envejece, es el celoso custodio de la Estación, donde conoce a Lucy, la joven sordomuda y traba profunda amistad con Ulises, el extraterrestre.

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—Es un planeta salvaje —dijo el hazer.

—Salvaje aquí. Hay partes de él domadas.

—Mi planeta está controlado —dijo el hazer—. Cada pie de él se halla trazado.

—Lo sé. He hablado con muchos veganos. Ellos me describieron el planeta.

Se encaminaron al granero.

—¿Quieres volver? —preguntó Enoch.

—No —respondió el hazer—. Lo encuentro estimulante. ¿Son plantas silvestres esas de ahí?

—Las llamamos árboles —dijo Enoch.

—¿Sopla el viento a su antojo?

—Así es —dijo Enoch—. Hasta ahora no sabemos cómo controlar el tiempo.

La azada se hallaba justamente en el interior del granero junto a la puerta, y Enoch la tomó, dirigiéndose seguidamente hacia el huerto.

—Ya sabes, desde luego, que el cadáver ha desaparecido —dijo el hazer.

—Estoy dispuesto a ver que ha desaparecido.

—Entonces, ¿por qué…? —preguntó el hazer.

—Porque debo cerciorarme. Supongo que podrás comprenderlo, ¿no es así?

—Dijiste allá en la estación —dijo el hazer— que intentabas comprender al resto de nosotros. Quizá, en cambio, por lo menos uno de nosotros debería tratar de comprenderte a ti.

Enoch llevó la delantera por el sendero a través del huerto, y ambos llegaron a la rústica valla que cercaba el cementerio. La combada puerta estaba abierta, y Enoch la atravesó, siguiéndole el hazer.

—¿Es aquí donde lo enterraste?

—Es terreno de mi familia. Mi madre y mi padre descansan en él, y lo puse con ellos.

Tendió la linterna al vegano y, provisto de la azada, fue a la tumba, y hundió su instrumento en tierra.

—¿Quieres acercar un poco más la linterna, por favor?

El hazer dio un paso o dos.

Enoch metióse en el suelo hasta las rodillas y apartó las hojas que habían caído. Bajo ellas estaba la blanda y fresca tierra que había sido removida recientemente. Había una depresión y un pequeño agujero en el fondo de la misma. Mientras operaba, podía oír los terrones de barro desplazado cayendo a través del agujero y chocando con algo que no era el terreno.

El hazer había movido de nuevo la linterna y no pudo ver. Pero no necesitaba ver. Sabía que no servía de nada el excavar; sabía lo que hallaría. Debiera haber mantenido vigilancia. No debía haber puesto la piedra para llamar la atención… pero la Central Galáctica había dicho: «Como si fuese de tu propiedad.» Y por ello lo había hecho así.

Se enderezó, pero permaneció sobre sus rodillas, sintiendo como la humedad de la tierra empapaba la tela de sus pantalones.

—Nadie me lo dijo —manifestó el hazer, hablando quedamente.

—¿Decirte qué?

—Sobre la lápida conmemorativa. Y lo que está escrito en ella. No sabía que supieras nuestro idioma.

—Lo aprendí hace mucho. Había pergaminos que deseaba leer. Pero me temo que lo escrito por mí no sea demasiado bueno.

—Dos palabras mal deletreadas —dijo el hazer—, y cierta desmaña. Pero ésas son cosas que no importan. Lo que importa, y mucho, es que cuando escribiste, pensaste como uno de nosotros.

Enoch se puso en pie y tendió la mano a la linterna.

—Volvamos —dijo con alguna acritud, casi con impaciencia—. Ya sé quién hizo esto. Tengo que dar con él.

XXI

Las altas copas de los árboles gemían al viento que se alzaba. Delante el boscaje de abedules asomaba pálido al difuso resplandor de la linterna. Enoch sabía que aquel grupo de abedules crecía en el borde de una pequeña escarpa que se sumía a siete o más metros, y allí giró a la derecha para contornearla y continuar ladera abajo del cerro.

Le miró por encima del hombro. Lucy le seguía muy cerca. Sonrió ella, manifestándole con un gesto que todo iba bien. Sí hizo un ademán para indicar que ahora debían torcer a la derecha, y que ella debía seguirle muy unida. Aunque —se dijo a sí mismo— probablemente no era necesario indicarle nada, pues ella conocía seguramente la ladera tan bien, o tal vez mejor que él mismo.

Giró pues a la derecha y siguió a lo largo de la rocosa escarpa, llegó a la hendidura y gateó abajo, para alcanzar el declive inferior. Procedente de la izquierda, oía el murmullo del rápido riachuelo que se precipitaba por el rocoso barranco desde el manantial.

La ladera se sumía más escarpada aún, y trazó un camino que esquinaba el áspero declive.

Era curioso, pensó, que hasta en la oscuridad pudiese él reconocer ciertos rasgos naturales… el encorvado y retorcido roble blanco, colgando en insensato ángulo sobre el declive del cerro; el bosquecillo de robles rojos que sobresalía de una cúpula de roca desplomada, situados de tal modo que ningún leñador había intentado talarlos; la pequeña ciénaga repleta de espadañas, que se encajaba cómodamente en una terracita tallada en la ladera.

Lejos, abajo, percibió el resplandor de la luz de una ventana, y descendió hacia ella. Volvió a mirar por encima del hombro y vio que Lucy iba siguiéndole muy cerca.

Ambos llegaron a una tosca valla de estacas y gatearon para atravesarla; el terreno era ahora más llano.

En alguna parte abajo ladró un perro en la oscuridad y otro se le unió en sus ladridos. Más aún se les unieron y la jauría subió corriendo el declive. Llegaron precipitados, giraron en torno a Enoch y la linterna y se abalanzaron a Lucy… transformándose súbitamente, a su vista, en una comisión de bienvenida más bien que en una compañía de guardianes. Brincaron en mescolanza, y las manos de ella palmotearon y acariciaron sus cabezas. Y como a una señal, los canes retozaron alegremente en círculo para volverse de nuevo.

A poca distancia más allá de la cerca de estacas había un huerto y Enoch lo atravesó, siguiendo cuidadosamente un senderillo entre los sembrados. Se encontraron luego en el patio y ante ellos la casa destartalada, con sus perfiles engullidos por la oscuridad, y las ventanas de la cocina iluminadas por la tenue y cálida luz de una lámpara.

Enoch atravesó el patio hasta la puerta de la cocina y llamó con los nudillos, oyendo seguidamente ruido de pasos en el interior.

Abrióse la puerta y apareció enmarcada por la luz Ma Fisher, mujer corpulenta, de elevada estatura y huesuda, embutida en algo que era más un saco que un vestido.

Se quedó mirando fijamente a Enoch, medio asustada y medio belicosa, mas al ver tras él a la muchacha, exclamó:

—¡Lucy!

La muchacha se abalanzó a ella, y su madre la tomó en sus brazos.

Enoch dejó su linterna en el suelo, puso su carabina bajo el brazo y atravesó el umbral.

La familia había estado cenando, sentada en torno a una gran mesa dispuesta en el centro de la cocina. En el centro de la mesa había una ornada lámpara de petróleo. Hank se había puesto en pie, pero sus tres hijos y el forastero permanecían aún sentados.

—Así que la volviste a traer —dijo Hank.

—La encontré —dijo Enoch.

—La estuvimos buscando hasta hace un rato —manifestó Hank—. Íbamos a volver a salir a hacerlo otra vez.

—¿Recuerdas lo que me dijiste esta tarde? —preguntó Enoch.

—Te dije varias cosas.

—Me dijiste que yo tenía el diablo en mí. Vuelve a levantar la mano contra esa muchacha, y te prometo que te enseñaré hasta dónde tengo de diablo.

—Esas baladronadas no sirven conmigo —braveó Hank. Pero se veía que estaba atemorizado. Lo mostraba en la blandura del rostro y la rigidez del cuerpo.

—Pues si quieres verlo, no tienes más que echarme de aquí.

Los dos hombres permanecieron encarados durante unos instantes, y luego Hank se sentó.

—¿Quieres tomar algo con nosotros? —dijo.

Enoch denegó con la cabeza, y volviéndose al forastero, preguntó:

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