»Creo que nos hemos ganado ese derecho.
La Leonora Christine sólo precisó tres meses de la vida de su gente para pasar del momento de la creación al momento en que encontró su hogar.
Fue en parte buena suerte y en parte previsión. Los átomos recién nacidos habían salido disparados con una distribución al azar de velocidades. Así, con el paso de las eras, habían formado nubes de hidrógeno que adoptaron individualidad propia. Al separarse, esas nubes se condensaron en subnubes, que bajo la lenta acción de muchas fuerzas, se diferenciaron en familias separadas, luego en galaxias, y finalmente en soles individuales.
Pero inevitablemente, en las primeras fases, ocurrieron situaciones excepcionales. Las galaxias estaban todavía muy juntas. Todavía contenían grupos anómalos. Por tanto intercambiaban materia. Un gran grupo de estrellas podía formase en el interior de una galaxia, pero al tener una velocidad superior a la de escape, podía pasarse a otra (con estrellas formándose mientras tanto) que la capturase. De esa forma, la variedad de tipos estelares que pertenecían a una galaxia particular no estaba limitada a aquellos que podían evolucionar en su propio tiempo.
Apuntando a su destino, la Leonera Christine seguía a un grupo bien desarrollado cuya velocidad podía igualar con facilidad.
Al entrar en sus dominios, buscó una estrella con las características adecuadas de espectro y velocidad. Nadie se sorprendió al saber que la más próxima tenía planetas. Desaceleró hacia ella.
El procedimiento difería del plan original, que había sido ir a gran velocidad observando mientras la nave atravesaba el sistema.
Reymont fue el responsable. Por una vez, dijo, corramos un riesgo. Las posibilidades no eran malas. Medidas realizadas a través de años luz con instrumentos y técnicas desarrolladas a bordo de la nave daban razones para esperar que un compañero de ese sol amarillo podría ser el refugio de la humanidad.
Si no, se habría perdido un año, el año necesario para aproximarse a C con respecto a toda la galaxia. Pero si había un planeta como el que recordaban, no se necesitaría ninguna desaceleración posterior. Se habrían ganado dos años.
La apuesta parecía razonable. Dadas veinticinco parejas fértiles, dos años extra significaban medio centenar de ancestros más para la raza futura.
La Leonora Christine encontró su mundo, a la primera.
Sobre una colina que miraba a un hermoso valle, había un hombre con su mujer.
No era una Nueva Tierra. Eso hubiese sido esperar demasiado. El río a sus pies estaba teñido de oro por pequeñas formas de vida y atravesaba valles cuya abundante vegetación era azul. Los árboles parecían como si tuviesen plumas, con tonos del mismo color, y el aire hacía que sus flores cantasen. Emitían aromas como a canela; había yodo, y caballos, y olores para los que los hombre no tenían nombres. En el lado opuesto se elevaban altas empalizadas, negras y rojas, coronadas de despeñaderos, donde brillaban los salientes de un glaciar.
Pero el aire era cálido; y la humanidad podía prosperar allí. Enormes sobre ríos y cumbres se alzaban nubes que brillaban como plata al sol.
Ingrid Lindgren habló.
—No debes dejarla, Carl. Merece algo mejor de nosotros.
—¿De qué hablas? —respondió Reymont—. No podemos dejarnos los unos a los otros. Ninguno de nosotros puede. Ai-Ling entiende que hay algo único en mí. Pero también en ella, a su manera. También todos nosotros, todos a todos los demás. ¿No? ¿Después de lo que hemos pasado?
—Sí. Sólo que… Nunca pensé que te oiría decir esas palabras, Carl, cariño.
El rió.
—¿Qué esperabas?
—Oh, no sé. Algo cruel e inflexible.
—El tiempo para eso ya ha pasado —dijo—. Hemos llegado a donde íbamos. Ahora debemos empezar de nuevo.
—¿También con los demás? —preguntó ella, chinchándolo un poco.
—Sí. Por supuesto. Buen Dios, ¿no lo hemos discutido lo suficiente entre todos? Debemos conservar del pasado lo bueno y olvidar lo malo. Como… bien, todo el asunto de los celos ya no es importante. No habrá inmigrantes posteriores. Debemos compartir nuestros genes todo lo que podamos. ¡Los cincuenta podemos comenzar toda una especie inteligente! Así que tu preocupación de que alguien se sienta herido, o apartado, o algo… no se aplica. Con todo el trabajo que tenemos por delante, las personalidades no tienen la más mínima importancia.
La atrajo hacia él y rió.
—Tampoco es que no podamos decirle al universo que Ingrid Lindgren es lo más hermoso que hay en él —dijo, se echó bajo un árbol y agarró su mano—. Ven. Te dije que íbamos a tomarnos unas vacaciones.
Con escamas de acero, haciendo ruido con las alas, pasó por encima una de las criaturas que llamaban dragones.
Lindgren se unió a Reymont, pero vacilando.
—No sé si debiéramos, Carl —dijo.
—¿Por qué no?
—Hay demasiado que hacer.
—Edificar, plantar, todo va bien. Los científicos no han informado de ninguna amenaza, presente o potencial, con la que no podamos tratar. Podemos permitirnos descansar un poco.
—Bien, aceptemos el hecho —habló renuente—. Lo reyes no tienen vacaciones.
—¿De qué estás hablando?
Reymont se recostó sobre el tronco áspero y perfumado, y acarició su cabello, que brillaba bajo el joven sol. Después de la oscuridad habría tres lunas que brillarían sobre ella, y más estrellas de las que el hombre había conocido nunca.
—Tú —dijo ella—. Te miran a ti, al hombre que los salvó, el hombre que se atrevió a sobrevivir, te buscan a ti…
Él la interrumpió de la forma más agradable.
—¡Carl! —protestó ella.
—¿Te importa?
—No. Por supuesto que no. Al contrario. Pero… Es decir, tu trabajo…
—Mi trabajo —dijo— es mi parte en el trabajo de la comunidad. Ni más ni menos. Y en lo que se refiere a cualquier otro cargo, tenían un proverbio en América que decía: «Si me nominan, no me presentaré; si me eligen, no gobernaré.»
Ella lo miró con algo de terror.
—¡Carl! ¡No puedes hablar en serio!
—Por supuesto que puedo —contestó. Por un momento volvió a ponerse serio—. Una vez que ha pasado una crisis, una vez que la gente puede defenderse por sí misma… ¿qué mejor cosa puede hacer un rey que renunciar a su corona?
Luego rió, e hizo que ella se riese con él, y fueron simplemente humanos.
FIN
Nuestros lectores habituales saben que NOVA ciencia ficción, iniciada en 1988, es una colección especializada que carece en gran medida de títulos clásicos, ya publicados en su momento por otros editores. También saben que, poco a poco, como mínimo una vez al año, vamos incorporando a nuestra colección obras en cierta forma inolvidables en la historia del género. Aunque en ocasiones pueda tratarse de una operación arriesgada desde el punto de vista comercial, considero imprescindible incluir en NOVA ciencia ficción algunos clásicos indiscutibles que acompañen a los buenos títulos del presente que, ésos sí, están siempre presentes en nuestras publicaciones.
De ahí las reediciones, concebidas a veces como homenaje, que aparecen con una cierta periodicidad en NOVA ciencia ficción. Por otra parte, la particular y sesgada historia de la edición de ciencia ficción en España me permite encontrar de vez en cuando algún clásico indiscutible o algún título para mí imprescindible que aparece en castellano por primera vez, precisamente en NOVA ciencia ficción. Así ocurre con este TAU CERO de Poul Anderson que (¡finalmente!) logramos presentar.
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