Captó claramente un conocimiento extrahumano de aquel planeta que había devuelto a Finn a la Tierra, como un maníaco y lo sostuvo con sus manos mentales, comprobando en la forma en que funcionaba, de qué forma tan sencilla lo hacía, lo lógico de sus conceptos compuestos del temor y la culpabilidad y que habían sido la causa del odio que Finn había sembrado ferozmente por la faz de la Tierra. Su especial don de conocer el cómo y el porqué de las estrellas, continuaba abierto, en Blaine, hacia toda la vida del Universo. Y en la desequilibrada mente de Finn, sólo había significación para una cosa sola: la Tierra, también abierta. Y más específicamente permanecía abierta para el planeta maldito que le había enloquecido. No existía nada que pudiese parecerse a un útil o un medio para que la raza humana pudiese usarlo en beneficio propio, era simplemente un puente tendido entre el planeta que había encontrado y el otro planeta al que llamaba su hogar. Y había luchado con todos sus medios para hacer recular el viejo planeta hogareño, a quien debía la vida, la Tierra, hacia su antigua pequeñez, para romper todo contacto con las estrellas, para estrangular y pulverizar al Anzuelo, barriendo de la faz del mundo a los paranormal-kinéticos, la gran promesa de un futuro mejor para la especie humana. Blaine pudo entonces leer como en un libro abierto el razonamiento de Finn: si la Tierra continuaba empequeñecida y oscura, sin llamar la atención en el concierto universal-cósmico, así, el gran Universo continuaría hacia delante, dejando a la Tierra segura y en paz.
Pero, cualquiera que fuese la técnica, Blaine la tenía en sus manos, para desplazarse hacia las estrellas, en cuerpo y mente… y con ella un camino para salvar su vida. Continuó profundizando en su mente y allí encontró, por fin, limpiamente catalogados, miles de planetas que el Color de Rosa había visitado en su larguísima vida. Pasó revista a cientos de planetas diferentes y todos resultaban mortales para la vida humana, frente a los que se hallaba totalmente desprotegida. Y el sentimiento de horror comenzó a crecer en su interior, ya que teniendo un camino de evasión hacia el universo cósmico, no podía encontrar pronto un solo planeta lo bastante seguro para poder desplazarse cuanto antes. El estruendo de la tormenta se infiltró en su interior rompiendo la serena concentración de su búsqueda mental y comprendió que el frío le invadía, más allá de cuanto había conocido antes en su vida. Trató de mover una pierna y apenas si pudo moverla. El viento silbaba furiosamente como si quisiera burlarse de él, mientras corría a lo largo del río y entre las ráfagas del viento, sentía el seco y repetido sonido de la nieve que caía sobre todo su cuerpo, como una constante perdigonada a través de los sauces.
Fue retirándose del viento, del frío de la nieve y de aquel horrible martirio. Y allí apareció por fin el planeta que buscó con tanta pasión.
Comprobó los datos por dos veces y resultaron satisfactorios. Se grabó en su cerebro las coordenadas perfectamente y obtuvo una completa imagen en su mente. Y entonces, lentamente, puso en práctica el método de larga distancia para teleportarse… y un sol brillante le calentó, acariciándole.
Se encontró tumbado de cara al suelo de aquel bello planeta. Bajo su cuerpo apareció el perfume de la hierba y la tierra. No se oía el rugido de ninguna tormenta, y no existían silbidos, ni ruidos de ramajes en los sauces.
Rodó sobre sí mismo y se sentó.
Y contuvo la respiración ante lo que sus ojos contemplaron.
¡Estaba en el paraíso!
El sol había cruzado ya la línea del mediodía en el cielo y descendía hacia el oeste, cuando Blaine se dirigía a grandes zancadas hacia Hamilton, caminando entre el barro, pasada la primera tormenta de la estación otoñal.
«Allí estaba», pensó, casi demasiado tarde de nuevo, no acudiendo tan pronto como habría deseado, ya que cuando el sol desapareciera en el horizonte la víspera de la fiesta de Todos los Santos tendría lugar. Se iba imaginando cuántos centros de paranormales habrían podido ser localizados por las gentes de Hamilton. Quizás habrían tenido suerte… Un pensamiento constante le atenazaba la mente, con las palabras pronunciadas por el venerable padre Flanagan: el dedo de Dios le había tocado en el corazón.
«Algún día, reflexionó mientras seguía caminando, el mundo miraría asombrado ante la locura de entonces, ante la ceguera, la estupidez y la fanática intolerancia. Algún día llegaría la hora feliz de la reivindicación deseada. Y el reposo y la claridad mental de las gentes. Algún día, también, la Iglesia de Roma reconocería a los paranormales, no como a practicantes de ninguna clase de brujería, sino como criaturas dotadas de poderes mentales superiores, como criaturas desarrolladas que contribuirían al mejoramiento del mundo, en gracia de Dios. Y desaparecerían las barreras sociales o económicas entre los paranormal-kinéticos y las gentes corrientes y normales, si para tal tiempo quedaban ya gentes normales. Algún día el Anzuelo ya estaría de más en el mundo. Aunque también sería posible que en tal fecha futura no hubiese necesidad ni de la misma Tierra». Blaine había encontrado la respuesta. Fracasando en hallar a Pierre, había encontrado la gran respuesta a todos los enigmas. Había sido forzado (¿por el dedo de Dios, quizás?) a encontrarla y la había hallado al fin. Era una respuesta mejor que la que había buscado Stone. Era una técnica infinitamente mejor que la que poseía el Anzuelo, ya que éste basaba su poder en las máquinas. Y su respuesta haría del hombre el dueño de sí mismo y de todo el Universo. Enfiló por fin el último tramo que, bajando de las colinas, conducía a Hamilton. En el cielo, todavía había algunas nubecillas dispersas, como retaguardia de la tormenta pasada. Todavía quedaban montones de nieve y barro en los caminos, y a pesar del brillo del sol el viento seguía mordiendo las carnes con su afilado cuchillo de frialdad. Tomó la calle principal arriba, que le conduciría al centro de la pequeña ciudad, y desde un par de bloques de edificios de distancia ya vio a los que le estaban esperando junto a los edificios comerciales en la plaza cuadrada del centro de la población. Y no le esperaban unos cuantos habitantes de Hamilton, sino una verdadera multitud. Seguramente se encontraba allí casi la totalidad de la población reunida.
Caminó a través de la plaza y la multitud le observaba con calma. Miró a la gente congregada en silencio, y buscó con los ojos a Anita Andrews, pero no pudo distinguirla entre la muchedumbre.
A quienes primero encontró fue a los cuatro hombres que había hallado en su primera visita a Hamilton, y se detuvo frente a ellos.
—Buenas tardes, caballeros — saludó Blaine.
—Le sentíamos venir — dijo Andrews.
—No pude hallar a Pierre — dijo Blaine —. Hice cuanto pude por encontrarle para pedir ayuda. Pero la tormenta me sorprendió en el río.
—Nos han bloqueado el teléfono — comentó Jackson —. Pero hemos usado telépatas de largo alcance. Se ha establecido un enlace de gran radio de acción, aunque ignoramos hasta dónde habrá alcanzado finalmente.
—Ni si habrá tenido éxito, como pretendíamos — añadió Andrews.
—¿Vuestros telépatas podrían tomar contacto todavía con esos grupos? — preguntó Shep.
Andrews hizo un gesto con la cabeza.
—Los hombres de Finn están siempre en la sombra y no se muestran a la luz del día — advirtió Jackson —. Nos tiene muy preocupados. Finn sigue persiguiendo su fin de provocar disturbios…
—Tendrían que haberse mostrado — dijo Andrews —. Deberían haber venido contra nosotros en su persecución hacia usted.
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