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Joe Haldeman: La guerra interminable

Здесь есть возможность читать онлайн «Joe Haldeman: La guerra interminable» весь текст электронной книги совершенно бесплатно (целиком полную версию). В некоторых случаях присутствует краткое содержание. Город: Barcelona, год выпуска: 1978, ISBN: 84-350-0191-1, издательство: Edhasa, категория: Фантастика и фэнтези / на испанском языке. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале. Библиотека «Либ Кат» — LibCat.ru создана для любителей полистать хорошую книжку и предлагает широкий выбор жанров:

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Joe Haldeman La guerra interminable

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Iniciada en 1997, la guerra con los taurinos se arrastra desde hace siglos. Pasando de un mundo a otro a velocidades superiores a la de la luz, las tropas de la guerra interminable envejecen sólo unos pocos días mientras en la Tierra pasan los años; una Tierra más y más irreconocible en cada nueva visita. Premio Nebula en 1975; premios Hugo y Locus en 1976.

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Diez minutos después ya habíamos completado la construcción y la UMV empezaba a zumbar. Encendí la luz de mi traje por primera vez desde que nos bajaran en la zona oscura; el resplandor hizo bailar manchas purpúreas frente a mis ojos.

—Mandella, aquí Ho. Quédate en el traje por lo menos durante dos o tres minutos. Vamos a bombear aire caliente, pero por el momento sigue volviendo en forma líquida.

Contemplé por un rato las manchas purpúreas, que se iban desvaneciendo.

—Bueno, todavía está frío, pero ya puedes trabajar.

Abrí mi traje; no conseguí hacerlo por completo, pero no me costó mucho salir de él. Aún estaba lo bastante frío como para arrancarme la piel de los dedos y del culo al deslizarme hacia fuera. Tuve que arrastrarme por el ataúd con los pies hacia adelante para llegar hasta donde estaba Singer; de ese modo la luz quedaba al otro lado y me alumbraba muy poco.

Al abrir el traje de mi compañero sentí una vaharada de aire caliente sobre el rostro. Su piel estaba muy roja y ampollada. La respiración era muy débil y el corazón palpitaba con demasiada fuerza. En primer término desconecté los tubos de evacuación, cosa bastante desagradable; después, los biosensores; por último me vi ante el problema de sacarle los brazos de las mangas.

Es algo muy fácil de hacer por uno mismo; uno gira en este sentido y en este otro y los brazos están fuera. Hacerlo desde el exterior es algo muy distinto: tuve que retorcerle los brazos, meter la mano por debajo y mover la manga en el mismo sentido; hace falta mucha fuerza para mover un traje desde fuera. Una vez que hube sacado un brazo el resto fue sencillo. Me adelanté a cuatro patas, puse los pies sobre las hombreras del traje y tironeé del brazo libre. Singer salió deslizándose del traje como una ostra de su concha.

Abrí el traje de repuesto y, tras mucho empujar y tironear, logré ponerle las piernas en él; conecté los biosensores y el tubo de evacuación frontal; en cuanto al trasero tendría que conectarlo por su cuenta; era demasiado complicado. Por enésima vez me alegré de no haber nacido mujer; siendo hombre me ahorraba uno de esos dos malditos tubos y podía reemplazarlo por una simple manguera.

Le dejé los brazos fuera de las mangas. De cualquier modo el traje le sería inútil para trabajar; los equipos Waldo deben ser hechos a medida.

De pronto le vi parpadear.

—Man… della… ¿Dónde mierda?

Se lo expliqué lentamente. Pareció comprenderme.

—Ahora voy a cerrar tu traje y me pondré el mío. Haré que corten un extremo del cajón y te sacaré a rastras. ¿Entiendes?

Asintió. Fue extraño verlo. Nadie se entera cuando uno asiente o niega con la cabeza metida en un traje de guerra. Me introduje en mi traje, conecté todo lo necesario y marqué la línea general.

—Doctor, creo que está bien. Ahora sáquennos de aquí.

—En seguida —respondió la voz de Ho.

El zumbido de la UMV dejó paso a una serie de ruidos y, finalmente, a una especie de latido. Estaban vaciando la caja para evitar cualquier explosión. Una esquina de la soldadura llegó al rojo y después al blanco; un rayo de color carmesí perforó el material a treinta centímetros escasos de mi cabeza. Me aparté tanto como pude. El rayo rebanó la soldadura a lo largo de los tres lados, precisamente hasta donde comenzaba, y aquel extremo del cajón cayó lentamente, dejando tras de sí filamentos de plástico derretido.

—Espera a que esto fragüe, Mandella.

—¡Eh, Sánchez, no soy tan estúpido!

—Toma.

Alguien me arrojó una soga. Eso era más inteligente que arrastrar a Singer por mi cuenta. Le até un trozo bajo los brazos, anudándolo tras el cuello. Después salí a gatas para ayudarles a tirar de la soga, cosa totalmente innecesaria, pues ya había diez o doce personas en fila, listas para jalar.

Singer salió sin más problemas. Ya estaba sentado cuando el doctor Jones se aproximó para verificar los datos de los indicadores. Precisamente cuando todos se acercaban para felicitarme y pedirme detalles del hecho, Ho apuntó hacia el horizonte, exclamando súbitamente:

—¡Mirad!

Era una nave negra; se acercaba a toda velocidad. Apenas tuve tiempo de pensar que no era justo, que debían atacar sólo en los últimos días. Inmediatamente la tuvimos encima.

9

Todos nos echamos instintivamente al suelo, pero la nave no atacó. Encendió los cohetes de frenado y descendió para posarse sobre los patines.

Por último se deslizó hasta detenerse ante la construcción. Cuando las dos figuras enfundadas en trajes de guerra bajaron de la nave, todos sabíamos ya de qué se trataba y estábamos mansamente de pie. Una voz familiar tartajeó por la línea general:

—Todos ustedes nos han visto venir, pero nadie ha respondido con un disparo de láser. No hubiera servido de nada, pero al menos habría indicado cierto espíritu combativo. Falta sólo una semana para el verdadero ataque, y puesto que el sargento y yo estaremos aquí, insisto en que muestren un poco más de ganas de vivir. Sargento Potter.

—Aquí, señor.

—Necesito doce personas para descargar bultos. Hemos traído cien robots teledirigidos de tamaño reducido, para que ustedes tengan al menos una oportunidad de luchar antes de que lleguen los blancos vivientes. Y ahora, muévanse. Tenemos sólo treinta minutos; después la nave volverá a la base Miami.

Verifiqué la hora; en realidad fueron cuarenta minutos. La presencia del capitán y del sargento no representó mucha diferencia. Seguíamos librados a nuestra propia capacidad, aunque estábamos bajo observación.

Una vez construido el suelo, completar el refugio nos ocupó un día entero. Era un edificio cuadrangular y liso, con excepción de cuatro ventanas y la esclusa de aire. En la parte superior había un láser bevawatt montado sobre una placa giratoria. El operador (no era posible llamarlo «cañonero») se sentaba ante los mandos, con una llave de funcionamiento por interrupción en cada mano. El láser no disparaba mientras él tuviera una de las llaves en la mano. En cuanto las soltara se dispararía automáticamente, apuntando a cualquier objeto aéreo en movimiento. La detección y el rastreo se realizaban por medio de una antena de mil metros de altura, instalada cerca del edificio. Puesto que el horizonte estaba tan cercano y los reflejos humanos eran tan lentos, no había otro artefacto en el cual se pudiera depositar confianza. Tampoco era posible instalar un láser totalmente automático, pues, al menos en teoría, también podíamos recibir la visita de naves aliadas.

La computadora encargada de disparar podía escoger entre doce blancos (como número máximo) que aparecieran simultáneamente, y disparaba en primer término a los de mayor tamaño; los doce caían en el plazo de medio segundo.

La instalación estaba parcialmente protegida del fuego enemigo por una cubierta ablativa muy eficaz que lo cubría todo, excepto al operador humano. Claro, las llaves funcionaban por muerte de su operador. Una persona, arriba, custodiaba a las ochenta cobijadas en el interior. El ejército domina bien esa clase de aritmética.

Una vez terminado el refugio, la mitad de nosotros permaneció en el interior a todas horas, sintiéndonos como si fuéramos blancos vivientes; mientras el resto salía de maniobras, nosotros nos turnábamos para operar el láser.

A unos cuatro klims de la base había un gran «lago» de hidrógeno congelado; una de las maniobras más importantes consistía en aprender a caminar sobre aquella materia traicionera. No era demasiado difícil; como no era posible mantenerse de pie, había que echarse sobre el vientre y resbalar. Si había alguien que pudiera impulsarlo a uno desde la orilla, no era problema iniciar el movimiento. De lo contrario era necesario patalear con manos y pies, con tanta energía como fuera posible, hasta que uno empezaba a avanzar en pequeños saltos. Una vez en movimiento ya no se detenía mientras hubiera hielo. A fin de gobernar un poco la dirección podíamos hundir hacia un lado el pie y la mano correspondientes, pero eso no servía para detener la marcha. Lo mejor era no adquirir demasiada velocidad y mantener una posición tal que no fuera el casco el encargado de frenar.

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