Con un gruñido profundo que me llegó a través del traje, la zona descubierta bajo la cual estaba nuestra base cayó hacia adentro, desmoronada. Al ceder el suelo quedó expuesta una parte del campo estático subterráneo, que se acomodó en el nuevo nivel con soberana gracia.
Bien, ya no había gato. Ojalá todos los demás hubieran tenido tiempo y cerebro suficiente como para refugiarse en la cúpula.
Una silueta se acercó a tropezones, desde la trinchera más cercana. Reparé con un sobresalto en que no era humana. Dada la poca distancia, mi rayo láser le abrió un agujero directamente en el casco; dio dos pasos más y cayó hacia atrás. Otro casco asomó por el borde de la trinchera. Le hice volar la parte superior antes de que pudiera levantar el arma.
Mientras tanto no lograba orientarme. Lo único que permanecía en su sitio era la cúpula estática, pero se la veía igual desde cualquier ángulo. Los láser bevawatt habían quedado sepultados, pero uno de ellos funcionaba todavía, como un reflector brillante que parpadeara, iluminando una nube arremolinada de rocas hechas polvo. Sin embargo, era obvio que estaba en territorio enemigo. Me lancé hacia la cúpula, cruzando el suelo estremecido.
Ningún jefe de pelotón respondía a mi llamada. Todos, con excepción de Brill, estarían probablemente en el interior de la cúpula. Cuando al fin contestaron Hilleboe y Charlie, ordené a la primera que entrara en la cúpula y sacara a todo el mundo de allí. Si la tanda siguiente era también de ciento veintiocho necesitaríamos mucha gente para rechazar el ataque.
Al apagarse los temblores logré refugiarme en una trinchera «amiga»; en realidad era la de los cocineros, pues sus únicos ocupantes eran Orban y Rudkoski.
—Parece que se acabó el alambique, recluta.
—No importa, señor. El hígado necesitaba un descanso.
Oí la señal de llamada de Hilleboe y establecí contacto con ella.
—Señor, aquí hay sólo diez personas. El resto no alcanzó a llegar.
—¿Se quedaron dentro? —pregunté, pensando que habían tenido tiempo de sobra.
—No lo sé, señor.
—No importa. Averigüe cuántos soldados tenemos en total.
Volví a probar la frecuencia de los jefes de pelotón, pero seguía en silencio. Los tres buscamos el fuego láser del enemigo durante un par de minutos, pero no lo había. Probablemente esperaban refuerzos. Hilleboe volvió a llamar:
—Responden sólo cincuenta y tres, señor. Tal vez haya algunos sin sentido.
—Está bien. Que todos permanezcan donde están hasta que…
En ese momento apareció la segunda tanda; los transportes de tropas se lanzaron desde el horizonte con los eyectores apuntados hacia nosotros, desacelerando.
—¡Lancen algunos cohetes sobre esos bastardos! —chilló Hilleboe, sin dirigirse a nadie en particular.
Pero la sacudida había apartado a los soldados de los lanzadores de cohetes. Tampoco había lanzadores de granadas, y a esa distancia los láseres de mano no tenían ningún efecto.
Los nuevos transportes eran cuatro o cinco veces más grandes que los primeros. Uno de ellos aterrizó a un kilómetro de nosotros, deteniéndose el tiempo necesario para desembarcar sus tropas. Eran cincuenta, tal vez sesenta y cuatro, lo que multiplicado por ocho hacía quinientos doce. No habría modo de rechazarlos.
—Atención todos, aquí el mayor Mandella —dije, tratando de conservar la voz tranquila—. Vamos a retirarnos hacia la cúpula, con rapidez, pero en orden. Sé que estamos totalmente dispersos. Quienes pertenezcan al segundo o al cuarto batallón, que permanezcan un minuto en sus puestos disparando para cubrir al resto. Los pelotones primero, tercero y de apoyo, retrocedan. Cuando lleguen a la mitad del trayecto, deténganse y cubran al segundo y al cuarto mientras éstos retroceden. Llegarán hasta el borde de la cúpula y volverán a cubrirles mientras ustedes entran.
Me había expresado mal al hablar de retirada; esa palabra no figuraba en el manual; debí decir «acción de repliegue».
Hubo mucho más repliegue que acción. Nueve o diez soldados disparaban mientras el resto huía a toda velocidad. Rudkoski y Orban habían desaparecido. Disparé con cuidado unas cuantas veces, sin grandes resultados, y después corrí hacia el otro extremo de la trinchera para salir de ella y dirigirme hacia la cúpula.
Los taurinos comenzaron a disparar cohetes, pero la mayoría apuntaba demasiado alto. Vi que dos de los nuestros volaban en pedazos antes de llegar a la mitad del camino. Allí encontré una roca bastante grande tras la cual me escondí. Al echar una mirada descubrí que sólo dos o tres taurinos estaban lo bastante próximos como para constituir blancos remotamente posibles; lo mejor sería no atraer innecesariamente la atención sobre mí. Cubrí el resto del trayecto hasta el borde del campo y me detuve para devolver el fuego. Tras disparar un par de veces noté que no hacía sino exponerme inútilmente, pues hasta donde me alcanzaba la vista había sólo una persona en carrera hacia la cúpula.
Un cohete pasó tan cerca que pude haberlo tocado. Flexioné las rodillas, tomé impulso y entré en la cúpula en una postura bastante indigna.
El cohete que había pasado junto a mí avanzaba perezosamente en la penumbra interior, elevándose ligeramente al pasar hacia el otro extremo de la cúpula. Se convertiría en vapor en cuanto saliera por el otro lado, puesto que toda la energía cinética perdida al disminuir abruptamente la marcha a 16,3 metros por segundo volvería bajo la forma de calor.
Nueve personas yacían muertas allí, boca abajo junto al borde. No era extraño que eso hubiera ocurrido, aunque no era posible explicarlo a las tropas. Si bien sus trajes espaciales estaban intactos (de lo contrario no hubieran llegado hasta allí), en las dificultades de los últimos minutos se había dañado la película de aislamiento especial que les protegía del estasis. En cuanto entraron en el campo cesó toda la actividad eléctrica del cuerpo, matándoles inmediatamente. Por otra parte, como ninguna molécula del cadáver podía moverse a más de 16,3 metros por segundo, se congelaron instantáneamente, estabilizados en una temperatura de 0,426 grados.
Decidí no averiguar todavía quiénes eran. Necesitábamos formar algún plan de defensa antes de que los taurinos entraran a la cúpula, para el caso de que decidieran apresurar las cosas.
Con gestos muy exagerados logré que todos se reunieran en el centro del campo, bajo la cola del destructor, donde estaban acumuladas las armas. Las había en abundancia, pues estábamos preparados para armar a un grupo tres veces mayor que aquél. Después de entregar a cada uno un escudo y una espada corta, tracé una pregunta en la nieve: «¿Buenos arqueros? Levanten mano.» Conseguí cinco voluntarios y nombré otros tres, para que todos los arcos estuvieran en uso. Veinte flechas por arco. Eran las armas de largo alcance más efectivas de que disponíamos: las flechas resultaban casi invisibles en el lento vuelo; estaban dotadas de bastante peso y coronadas con una mortal esquirla de cristal, duro como el diamante.
Dispuse a los arqueros en círculo en torno al destructor, para que las aletas de aterrizaje les proporcionaran alguna protección contra los proyectiles que vinieran desde atrás; entre cada par de arqueros puse a otras cuatro personas: dos lanzadores de espadas, un experto en esgrima y una persona armada con diez cuchillos y un hacha de guerra. Esta posición, teóricamente, haría frente al enemigo a cualquier distancia, ya fuera desde el borde del campo o en un combate cuerpo a cuerpo.
En realidad, dada la proporción de seiscientos a cuarenta y dos, nos harían mierda con sólo entrar armados con una piedra cada uno. Eso siempre que supieran en qué consistía el campo estático. En todos los otros aspectos tecnológicos parecían estar muy al día.
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