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Joe Haldeman: La guerra interminable

Здесь есть возможность читать онлайн «Joe Haldeman: La guerra interminable» весь текст электронной книги совершенно бесплатно (целиком полную версию). В некоторых случаях присутствует краткое содержание. Город: Barcelona, год выпуска: 1978, ISBN: 84-350-0191-1, издательство: Edhasa, категория: Фантастика и фэнтези / на испанском языке. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале. Библиотека «Либ Кат» — LibCat.ru создана для любителей полистать хорошую книжку и предлагает широкий выбор жанров:

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Joe Haldeman La guerra interminable

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Iniciada en 1997, la guerra con los taurinos se arrastra desde hace siglos. Pasando de un mundo a otro a velocidades superiores a la de la luz, las tropas de la guerra interminable envejecen sólo unos pocos días mientras en la Tierra pasan los años; una Tierra más y más irreconocible en cada nueva visita. Premio Nebula en 1975; premios Hugo y Locus en 1976.

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Cuando surgieron por el horizonte quedaron claras las razones de aquella distribución, aparentemente al azar: habían analizado de antemano qué zonas les ofrecerían mayor protección natural a causa de los peñascos desprendidos por el bombardeo. Y como sus trajes también tenían circuitos de aumento, recorrieron un kilómetro en menos de un minuto.

Brill hizo que sus tropas abrieran fuego inmediatamente, quizá más para levantar el ánimo que por esperanzas de dañar al enemigo. Probablemente hicieron algunos blancos, aunque era difícil determinarlo. Al menos los cohetes taquiónicos realizaron la impresionante hazaña de convertir los cantos rodados en grava.

Los taurinos devolvieron el fuego con alguna arma similar al cohete taquiónico; tal vez fuera la misma. Sin embargo muy pocas veces hicieron blanco; los nuestros estaban bajo el nivel de tierra, y cuando un cohete no chocaba contra algo podía proseguir la marcha por los siglos de los siglos, amén. Sin embargo destruyeron uno de los rayos láser bevawatt, y la sacudida que llegó hasta nosotros fue lo bastante intensa como para hacerme desear que la base estuviera a más de veinte metros de profundidad.

Los bevawatt no nos servían de nada. Los taurinos habían descubierto las líneas de fuego anticipadamente y las esquivaban bien. Eso se convirtió en una ventaja para nosotros, pues hizo que Charlie apartara por un momento su atención de los monitores.

—¿Qué diablos…?

—¿Qué pasa, Charlie? —pregunté, sin quitar los ojos de los monitores, esperando que pasara algo.

—La nave, el crucero… Ha desaparecido.

Observé la pantalla holográfica. Tenía razón: las únicas marcas rojas correspondían a los transportes de tropas.

—¿Adonde ha ido? —pregunté corno un estúpido.

—Lo haré retroceder.

Programó la pantalla para que retrocediera un par de minutos; después aumentó la escala para que aparecieran a la vez el planeta y el colapsar. Allí estaba el crucero; con él, tres puntos verdes: nuestro «cobarde» había atacado al crucero con sólo dos naves teledirigidas. Pero había recibido cierta ayuda de las leyes de la física.

En vez de entrar en inserción colapsar había rodeado el campo colapsar en una órbita en tiro de honda, para salir de él a una velocidad equivalente a nueve décimas de la luz; los vehículos teledirigidos iban a 99 c, directamente hacia el crucero enemigo. Nuestro planeta estaba a unos mil segundos-luz del colapsar, de modo que la nave taurina tuvo sólo diez segundos para detectar y detener ambos teledirigidos. Y a esa velocidad importaba muy poco que el choque fuera contra una bomba nova o contra un escupitajo.

El primer vehículo teledirigido desintegró al crucero; el otro, que le seguía a una décima de segundo, siguió de largo y se estrelló contra el planeta. El destructor esquivó el planeta a doscientos kilómetros y se lanzó hacia el espacio, desacelerando al máximo de veinticinco gravedades. En un par de meses estaría de regreso.

Pero los taurinos no pensaban aguardar tanto tiempo inactivos. Se estaban acercando a nuestras líneas, aunque no lo suficiente como para que pudiéramos emplear láser si estaban al alcance de las granadas. Una roca de buen tamaño les protegería del primero, pero no de las granadas y los cohetes, que estaban haciendo entre ellos una verdadera carnicería.

Al principio las tropas de Brill llevaron una ventaja aplastante; puesto que combatían desde las trincheras sólo podían ser alcanzados por algún disparo ocasionalmente afortunado o por una granada muy bien dirigida (que los taurinos arrojaban a mano, con un alcance de pocos cientos de metros). Brill había perdido a cuatro soldados, pero al parecer la fuerza enemiga estaba reducida a menos de la mitad.

El paisaje quedó al final tan lleno de hoyos que también los taurinos pudieron, en su mayoría, refugiarse en trincheras improvisadas. La lucha se fue reduciendo a duelos individuales de rayos láser, interrumpidos de tanto en tanto por armas pesadas. Pero no tenía mucho sentido emplear un cohete taquiónico contra un solo taurino, pues a los pocos minutos llegaría otra fuerza enemiga de poder ignorado.

Durante la reproducción holográfica de la batalla espacial me había sentido preocupado por algo que comprendí del todo cuando cedió un poco el fuego: ¿qué daño habría causado al planeta aquel segundo teledirigido, al chocar contra el planeta a una velocidad cercana a la de la luz? Me acerqué a la computadora y averigüé cuánta energía había sido liberada en la colisión; en seguida la comparé con la información geológica que contenía la memoria de la computadora.

Dicha energía equivalía a veinte terremotos de los más poderosos que habían podido registrarse. ¡En un planeta de tamaño bastante menor al de la Tierra! Conecté inmediatamente la frecuencia general:

—¡Todo el mundo arriba! ¡Ahora mismo!

Pulsé el botón que abriría la compuerta de aire instalada en el túnel que llevaba desde la Administración a la superficie.

—William, ¿qué diabl…?

—¡Terremoto! ¡Vamos!

¿De cuánto tiempo dispondríamos?

Hilleboe y Charlie estaban detrás de mí. El gato, sentado en mi escritorio, se lamía despreocupadamente. Sentí el impulso racional de meterlo dentro de mi traje (así lo habían llevado desde la nave hasta la base), pero comprendí que no resistiría más que unos pocos minutos. Pensé también en desintegrarlo con el dedo láser, pero la puerta ya se había cerrado y trepábamos ya por la escalera de mano. Mientras subía, y aun cuando estuve fuera, me persiguió la imagen de aquel animal indefenso, atrapado bajo toneladas de escombros, que moriría lentamente al perderse el aire.

—¿Vamos a las trincheras? —dijo Charlie.

—No sé —respondí—. Nunca he estado en un terremoto. Tal vez las paredes de la trinchera se derrumben sobre nosotros.

Me sorprendió la intensa oscuridad que reinaba en la superficie. S Doradus se estaba poniendo; los monitores habían compensado la falta de luz.

Un láser enemigo cruzó el claro a nuestra izquierda, dejando una rápida lluvia de chispas al rozar el armazón de un bevawatt. Aún no nos habían visto. Decidimos que estaríamos mejor en las trincheras y nos acercamos a la más próxima en tres grandes pasos. Había allí cuatro soldados, uno de ellos malherido o muerto. Una vez dentro gradué mi amplificador de imágenes a logaritmo dos, para inspeccionar a nuestros compañeros. Habíamos tenido suerte: uno era un lanzador de granadas; además tenían un lanzador de cohetes. Cuando pude descifrar los nombres pintados en los cascos noté que estábamos en la trinchera de Brill, aunque ella no había reparado aún en nosotros. Estaba en el extremo opuesto, espiando cautamente por el borde, mientras dirigía a dos brigadas en un movimiento de flanco. Cuando estuvieron a salvo y en posición volvió a esconder la cabeza.

—¿Es usted, mayor?

—En efecto —dije con prudencia, preguntándome si en esa trinchera habría alguien con ganas de cortarme el cuero cabelludo.

—¿Qué es eso del terremoto?

Estaba enterada de la destrucción del crucero, pero no de la suerte corrida por el otro vehículo teledirigido. Se lo expliqué en tan pocas palabras como era posible.

—Nadie ha salido aún de la esclusa —dijo—. Supongo que habrán ido todos al campo estático.

—Sí, estaban tan cerca de él como de la superficie.

Tal vez algunos no habían tomado en serio mi advertencia y estaban aún abajo. Precisamente cuando sintonizaba la frecuencia general para comprobarlo estalló el infierno.

La tierra se hundió bajo mis pies y volvió a levantarse, despidiéndonos con tanta fuerza que volamos por el aire, fuera de la trinchera. Subimos lo bastante como para ver las manchas ovales en amarillo y anaranjado brillante en los cráteres cavados por las bombas nova. Caí de pie, pero el suelo se sacudía de tal forma que era imposible mantenerse erguido.

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