Joe Haldeman - La guerra interminable

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Iniciada en 1997, la guerra con los taurinos se arrastra desde hace siglos. Pasando de un mundo a otro a velocidades superiores a la de la luz, las tropas de la guerra interminable envejecen sólo unos pocos días mientras en la Tierra pasan los años; una Tierra más y más irreconocible en cada nueva visita.
Premio Nebula en 1975; premios Hugo y Locus en 1976.

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—Eso no será ninguna novedad —afirmé—. Me refiero a la comida. Así nos alimentaban en el ejército. En cuanto a lo demás, tal como has dicho, Marygay y yo no estamos habituados a eso; no creo que nos quedemos todo el día mirando un aparato y aturdiéndonos.

—Yo pinto —comentó Marygay—. Siempre quise tener tiempo para dedicarme a eso hasta convertirme en una buena pintora.

—Y yo puedo seguir estudiando física, aunque no sea para obtener un título. Y dedicarme a la música, a la literatura o…

Y concluí, volviéndome hacia Marygay:

—… o cualquiera de las cosas que comentó el sargento, allá en Puerta Estelar.

—Únase al Nuevo Renacimiento —dijo mi hermano, sin inflexiones de voz, mientras encendía su pipa.

Era tabaco. Olía deliciosamente. Seguramente reparó en mi gula, pues exclamó:

—¡Oh, disculpa! ¡Qué modo de atender a las visitas!

Sacó algunos papeles de una bolsa y preparó un cigarrillo perfecto.

—Toma. ¿Quieres tú, Marygay?

—No, gracias. Si es tan difícil de conseguir como dicen, prefiero no habituarme de nuevo.

Él, asintiendo, volvió a encender la pipa.

—Esto nunca le hizo bien a nadie. Es mejor adiestrar la mente y saber relajarse sin su ayuda.

Y preguntó, volviéndose hacia mí:

—¿El ejército os ha mantenido inmunizados contra el cáncer?

—Por supuesto. No pueden permitir que muramos de un modo tan poco militar.

Encendí el largo y esbelto cigarrillo y lo probé:

—Buen material.

—Mucho mejor que el terrestre. La marihuana selenita también es mejor. No marea tanto.

En ese momento entró mamá y se sentó con nosotros.

—La cena estará lista dentro de unos minutos. Ya oí que Michael está haciendo otra vez comparaciones injustas.

—¿Qué es lo injusto? Con un par de cigarrillos terráqueos uno queda hecho un zombie.

—Permíteme corregir: tú quedas así, porque no estás habituado.

—De acuerdo, de acuerdo. Y los niños no deben discutir con mamá.

—Cuando tiene razón, no —replicó ella, aunque sin muestras de jocosidad—. ¡Bueno! ¿Os gusta el pescado, niños?

Hablamos del hambre que teníamos y el tema pareció bastante inofensivo. Pocos minutos después nos reunimos en torno a un enorme pez mexicano a la parrilla, servido sobre un colchón de arroz. Era la primera comida de verdad que Marygay y yo probábamos en veintiséis años.

8

El día siguiente, como todos los demás, me hicieron una entrevista por cubo. Fue una experiencia desilusionante.

Comentarista: Sargento Mandella, usted es uno de los soldados más condecorados por la FENU (cierto: todos habíamos recibido un puñado de cintas en Puerta Estelar). Usted participó en la famosa campaña de Aleph, el primer contacto con los taurinos, y acaba de regresar de un ataque a Yod-4.

Yo: Bueno, no se le puede llamar…

Comentarista: Antes de hablar de Yod-4, podría darnos su opinión personal sobre el enemigo, pues al público le resultará muy interesante conocer las impresiones de quien lo ha visto cara a cara. Son horripilantes, ¿verdad?

Yo: Bueno, sí; creo que todos han visto las fotografías. Lo único que no se ve en ellas es la textura de la piel. Es rugosa como la de una lagartija, pero de color anaranjado.

Comentarista: ¿Tienen algún olor especial los taurinos?

Yo: ¿Olor? No tengo la menor idea. Cuando uno está dentro de un traje espacial no siente otro olor que el propio.

Comentarista: ¡Ja, ja! Comprendo. Lo que quiero saber, sargento, es cómo se sintió usted la primera vez que vio al enemigo. ¿Miedo, asco, cólera, qué?

Yo: Bueno, la primera vez sí, sentí miedo, y asco también. Miedo, sobre todo. Pero eso fue antes de la batalla, cuando vimos pasar a un taurino solitario en un artefacto volador. Durante la batalla estábamos bajo la influencia del condicionamiento de odio, pues en la Tierra nos habían sometido a un tratamiento hipnótico cuyos efectos se manifestaban al oír cierta frase. Entonces no sentimos gran cosa, con excepción de esa furia artificial.

Comentarista: Les despreciaban, ¿verdad?, y no tuvieron piedad alguna.

Yo: Exacto. Los asesinamos a todos, aunque no trataron siquiera de defenderse. Pero cuando cesó el efecto del condicionamiento… Bueno, nos parecía imposible haber sido capaces de cometer semejante carnicería. Catorce de nosotros quedaron dementes y los demás pasamos varias semanas con drogas tranquilizantes.

Comentarista: ¡Ah! —(echó una mirada de soslayo hacia un lado): ¿A cuántos mató usted personalmente?

Yo: A quince o veinte; no lo sé. Como ya le he dicho no teníamos dominio sobre nuestras acciones. Fue una masacre.

Durante toda la entrevista el locutor parecía algo insistente y me obligaba a repetir muchas cosas. Aquella noche descubrí por qué.

Marygay y yo estábamos mirando el cubo con Mike; mamá había salido para hacerse colocar unos dientes postizos, pues los dentistas de Ginebra tenían fama de ser mejores que los norteamericanos. Mi entrevista figuraba en un programa llamado Potpourri, entre una película documental sobre los hidropónicos lunares y un concierto, dado por un ejecutante que afirmaba ser capaz de tocar la Doble Fantasía en Do Mayor de Telemann con la armónica. Dudo que alguien más estuviera contemplando aquello, en Ginebra o en cualquier lugar del mundo.

Debo confesar que la película sobre los hidropónicos era muy interesante y que el de la armónica resultó un verdadero virtuoso, pero lo que pusieron en medio fue una mera sarta de tonterías.

Comentarista: ¿Qué olor tienen?

Yo (fuera de cámara): Un olor horrible, mezcla de verduras podridas con sulfuro hirviendo. Se filtra por los ventiletes de salida del traje espacial.

Me había hecho hablar todo lo posible para obtener un amplio espectro de sonidos, con los cuales fraguar después cualquier tontería en respuesta a sus preguntas.

—¿Cómo diablos pueden hacer algo así? —le pregunté a Mike, al terminar el espectáculo.

—No les juzgues con demasiada severidad —observó Mike, mientras contemplaba las cuatro imágenes del músico, que tocaba cuatro armónicas distintas—. Todos los medios de comunicación están bajo la censura de la FENU. Hace diez o doce años que en la Tierra no se reciben informaciones objetivas con respecto a la guerra. Puedes considerarte afortunado por que no te hayan sustituido directamente por un actor para hacerle representar un libreto dado.

—¿En la Luna pasa lo mismo?

—Con respecto a las comunicaciones públicas, sí. Pero como todo el mundo está vinculado a la FENU resulta muy fácil descubrir cuándo nos mienten.

—Eliminó por completo lo que dije sobre el condicionamiento.

—Es comprensible —respondió Mike, encogiéndose de hombros—. Necesitan héroes, no autómatas.

La entrevista de Marygay salió al aire una hora después; a ella le habían hecho lo mismo. Todas sus frases contra la guerra o contra el ejército fueron eliminadas; en esas ocasiones el cubo mostraba un primer plano de la periodista, que asentía sabiamente mientras una notable imitación de la voz de Marygay respondía falsedades inventadas.

La FENU nos había otorgado cinco días de alojamiento y comida pagados en Ginebra. Como aquella ciudad parecía un punto adecuado para iniciar la exploración de la nueva Tierra, a la mañana siguiente conseguimos un mapa (era un libro de un centímetro de grosor) y bajamos en el ascensor hasta la planta baja, decididos a recorrerla desde allí hasta el techo sin perdernos nada.

La planta baja era una extraña mezcla de historia e industria pesada. La base del edificio cubría una gran parte de lo que antiguamente había sido la ciudad de Ginebra; muchos edificios estaban aún allí. Sin embargo todo era ajetreo y ruido. Grandes transportes venían rugiendo desde el exterior, entre nubes de nieve; las barcazas se balanceaban contra los muelles (el Ródano pasaba por el medio de aquella enorme construcción) y hasta algunos pequeños helicópteros volaban de un lado a otro, coordinándolo todo, esquivando los montones y los contrafuertes que sostenían el cielo gris del piso siguiente, a cuarenta metros de altura.

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