Joe Haldeman - La guerra interminable

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Iniciada en 1997, la guerra con los taurinos se arrastra desde hace siglos. Pasando de un mundo a otro a velocidades superiores a la de la luz, las tropas de la guerra interminable envejecen sólo unos pocos días mientras en la Tierra pasan los años; una Tierra más y más irreconocible en cada nueva visita.
Premio Nebula en 1975; premios Hugo y Locus en 1976.

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Hice un gesto de impaciencia y observé:

—Sí, pero creo que hay un medio para exponerla a una aceleración menor.

—Si has inventado un escudo contra la aceleración —respondió, sonriendo—, apresúrate a patentarlo. Podrías venderlo por una considerable…

—No, Doc, no tendría mucha utilidad en condiciones normales; nuestras cápsulas funcionan mejor, aunque operan según el mismo principio.

—Explícate.

—Ponemos a Marygay en una cápsula e inundamos…

—Un momento, un momento. Imposible desde todo punto de vista. Ella quedó en ese estado debido a una cápsula que no ajustaba bien. En este caso tendría que usar la de otra persona y sería peor.

—Lo sé, déjeme explicarle. No hace falta que se ajuste exactamente a sus medidas mientras funcionen bien las conexiones de mantenimiento vital. La cápsula no recibirá presión desde el interior; no será necesario, pues Marygay no estará sujeta a la presión de miles de kilos por centímetro cuadrado que impone el fluido exterior.

—Me parece que no entiendo.

—Es una simple adaptación de… Usted estudió física, ¿verdad?

—Un poco, en medicina. Después del latín fueron mis peores notas.

—¿Recuerda el principio de equivalencia?

—Recuerdo que había algo así. Estaba medio relacionado con la relatividad, ¿no?

—Aja. Significa que… no hay diferencia entre estar en un campo gravitatorio y un marco de aceleración equivalente; significa que cuando la Aniversario avanza a cinco gravedades, el efecto sobre nosotros es el mismo que si estuviéramos sentados en un planeta grande con una gravedad de cinco en la superficie.

—Parece obvio.

—Tal vez. Significa que es imposible determinar, por los resultados de distintos experimentos, si estamos acelerando o bajo la gravedad de un planeta grande.

—Claro que sí. Bastaría con apagar los motores y…

—O mirar hacia afuera, por supuesto. Me refería a experimentos de laboratorio.

—De acuerdo. Aceptado. ¿A qué nos lleva todo eso?

—¿Conoce la ley de Arquímedes?

—Claro, la falsa corona. Eso es lo que siempre me llamó la atención en la física; se trabaja mucho sobre cosas obvias y cuando se llega a los puntos arduos…

—La ley de Arquímedes dice que, cuando se sumerge algo en un fluido, el objeto recibe de abajo hacia arriba una fuerza equivalente al peso del liquido que desplaza.

—Es lógico.

—Y válido en cualquier tipo de aceleración o gravitación.

—Si una nave avanza a cinco gravedades, el agua desplazada pesa cinco veces más que el agua común a una gravedad.

—Por supuesto, si suspendemos a una persona en el centro de un tanque de agua, de modo tal que no tenga peso alguno, seguirá sin peso cuando la nave avance a cinco gravedades.

—Un momento, hijo. Hasta allí íbamos bien, pero eso no sirve.

—¿Porqué?

Estuve a punto de decirle que se ocupara de sus píldoras y de sus estetoscopios mientras yo me las entendía con la física, pero en seguida me alegré de no haberlo hecho.

—¿Qué pasa cuando dejas caer una herramienta dentro de un submarino?

—¿Qué tienen que ver los submarinos?

—Funcionan según la ley de Arquím…

—¡Cierto! Tiene razón. ¡Jesús! No se me había ocurrido.

—La herramienta cae al suelo como si el submarino no estuviera privado de peso —observó él, mientras tamborileaba con un lápiz—. Lo que describes es similar al procedimiento que empleamos en la Tierra con pacientes que han sufrido daños severos en la piel; quemaduras, por ejemplo. Pero eso no proporciona sostén alguno a los órganos internos, como lo hace la cápsula de aceleración, y no le serviría de nada a Marygay.

—Lamento haberle hecho perder el tiempo —dije, levantándome para retirarme.

—Espera un momento. Tal vez podamos utilizar en parte tu idea.

—¿Cómo?

—Yo tampoco lo había pensado bien. En el caso de Marygay no hay modo de emplear una cápsula, por supuesto.

No me gustaba siquiera considerar la idea. Hacía falta mucho condicionamiento por hipnosis para acostarse allí y dejar que lo llenasen a uno con fluocarbono oxigenado por todos los orificios naturales y uno artificial. Mientras lo pensaba rocé con el dedo la válvula injertada en mi cuerpo sobre el hueso de la cadera.

—Sí, es obvio; quedaría hecha pedazos… ¿Se refiere usted a la baja presión?

—Eso es. No hace falta suministrar varios miles de atmósferas para protegerla contra una aceleración en línea recta de cinco gravedades; eso es necesario en los casos de maniobras y cambios de dirección. Voy a llamar a Mantenimiento. Ve al ala de tu brigada; emplearemos ésa. Dile a Dalton que te busque allí.

Cinco minutos antes de que entráramos en el campo colapsar di comienzo a la secuencia de inundación. Marygay y yo éramos los únicos que ya estábamos en las cápsulas; mi presencia no era indispensable, puesto que la inundación y el vaciado podían efectuarse desde Control.

De cualquier modo prefería estar presente para mayor seguridad.

La sensación no era tan desagradable como la de costumbre; no me sentí, como en los casos normales, aplastado e hinchado al mismo tiempo. En un momento dado me encontré lleno de aquella sustancia que olía a plástico (nunca se percibía durante los primeros segundos, cuando entraba a raudales para reemplazar al aire en los pulmones); después hubo una ligera aceleración. En seguida me encontré nuevamente respirando aire y aguardé a que la cápsula se abriera para desconectarme y salir de allí.

La cápsula de Marygay estaba vacía. En su interior había sangre.

—Ha tenido una hemorragia —dijo la voz del doctor Wilson, con un eco sepulcral.

Me volví, con los ojos irritados. Allí estaba él, apoyado en la puerta del casillero. Cosa horrible e inexplicable: estaba sonriendo.

—Eso entraba en nuestros cálculos. La doctora Harmony se está ocupando de ella. Todo saldrá bien.

6

Marygay estuvo en pie una semana después, A los quince días empezó a «confraternizar». Seis semanas después la declararon completamente restablecida.

Llevábamos diez largos meses en el espacio; todo era ejército, ejército, ejército. Gimnasia, tareas sin importancia, conferencias obligatorias. En cierto momento corrió el rumor de que se volvería a imponer la asignación de literas por listas; no llegaron a hacerlo, probablemente por miedo a provocar un motín. Aquellos que ya habíamos formado parejas más o menos estables no habríamos recibido con agrado la orden de recibir un compañero al azar, distinto cada noche.

Todas esas porquerías, esa repetida insistencia sobre la disciplina militar, me tenían preocupado; empezaba a sospechar que no nos darían la baja. Marygay decía que estaba paranoico. Según ella, todo eso se debía sólo a que no había otro modo de mantener el orden durante diez meses.

Nuestras charlas se reducían fundamentalmente a maldecir al ejército y a especular sobre los cambios que habría sufrido la Tierra, sobre lo que haríamos cuando volviéramos a la vida civil. Entonces contaríamos con una pequeña fortuna: veintiséis años de sueldo acumulado a nuestra disposición, con el agregado del interés compuesto. Los quinientos dólares que nos habían pagado como primer sueldo se habrían convertido en mil quinientos.

Llegamos a Puerta Estelar a fines de 2023.

La base había crecido en forma sorprendente durante los diecisiete años de la campaña de Yod-4. El edificio tenía el tamaño de una pequeña ciudad y albergaba a casi diez mil personas. Setenta y ocho cruceros, iguales o mayores que la Aniversario, efectuaban incursiones en los planetas portales de los taurinos. Otros diez custodiaban Puerta Estelar; por último, otros dos permanecían en órbita, esperando a la tripulación y a la infantería, listos para partir. Una nave llamada Esperanza de la Tierra II acababa de regresar del combate y aguardaba en Puerta Estelar a que llegara otro crucero. Había perdido las dos terceras partes de la tripulación y no resultaba conveniente que volviera a la Tierra con sólo treinta y nueve personas. Treinta y nueve civiles confirmados.

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