Joe Haldeman - La guerra interminable

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Iniciada en 1997, la guerra con los taurinos se arrastra desde hace siglos. Pasando de un mundo a otro a velocidades superiores a la de la luz, las tropas de la guerra interminable envejecen sólo unos pocos días mientras en la Tierra pasan los años; una Tierra más y más irreconocible en cada nueva visita.
Premio Nebula en 1975; premios Hugo y Locus en 1976.

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Uno de los ayudantes le leyó el dato de un indicador digital y sacó una sonda.

—¿Ha evacuado sangre?

—Sí, un poco.

Doc Wilson apoyó suavemente la mano sobre el vendaje a presión.

—Marygay, ¿puede volverse sobre un costado? Un poquito, por favor.

—Sí —dijo ella, lentamente, mientras bajaba un codo para apoyarse.

En seguida se echó a llorar, diciendo:

—No.

—Bueno, bueno… —la consoló Wilson, distraído, mientras le alzaba la cadera lo suficiente como para verle la espalda—. Hay una sola herida. ¡Qué barbaridad de sangre!

Había bajado la voz al hacer los últimos comentarios. En seguida apretó dos veces el costado de su anillo y lo sacudió ante el oído.

—¿Hay alguien allá?

—Harrison, a menos que haya ido a atender una llamada.

Una mujer se acercó caminando. En el primer instante no la reconocí: estaba pálida y despeinada; tenía la túnica manchada de sangre. Era Estelle Harmony.

—¿Más pacientes, doctora Harmony? —preguntó Doc Wilson, levantando la vista.

—No —respondió ella, fatigada—. El hombre de mantenimiento tuvo doble amputación traumática. Vivió sólo unos minutos. Lo estamos manteniendo para transplantes.

—¿Y los otros?

—Descompresión explosiva—respondió Estelle, con una especie de sollozo—. ¿Hay algo que pueda hacer aquí?

—Sí. Espere un minuto.

Doc Wilson volvió a probar el anillo.

—Caramba —protestó—. ¿No sabe dónde está Harrison?

—No. Bueno, tal vez esté en Cirugía B, si hubo problemas con la conservación del cadáver. Sin embargo, creo que lo dejé bien preparado.

—Sí, bueno, vaya a saber cómo…

—¡Marca! —observó el ayudante que sostenía el saco de sangre.

—Otro medio litro de femoral —indicó el médico—. Estelle, ¿podría tomar el lugar de un ayudante y preparar a esta muchacha para cirugía?

—Claro. Prefiero mantenerme ocupada.

—Bien. Hopkins, vaya al local y traiga una camilla y un litro… no, mejor dos litros de fluorocar-boisotónico de espectro primario. Si son de la marca Merck en el rótulo dice «espectro abdominal».

Buscó una parte de la manga que no estuviera manchada de sangre y se enjugó la frente en ella. Después agregó:

—Si encuentra a Harrison envíelo a Cirugía A. Que prepare la secuencia anestésica para abdominal.

—¿Y que la lleve a A?

—Exacto. Si no encuentra a Harrison, consiga a alguien para que…

Me señaló con el dedo, concluyendo:

—Este hombre, que lleve a la paciente hasta A. Usted adelántese corriendo y comience la secuencia.

Recogió el maletín con la mirada perdida, musitando:

—Podríamos iniciar la secuencia aquí. Pero no, diablos, con esa parametadona… ¿Marygay? ¿Cómo se encuentra?

Ella seguía llorando.

—Estoy… herida…

—Ya lo sé —respondió él, con suavidad.

Tras cavilar por un instante indicó a Estelle:

—En realidad no hay modo de saber cuánta sangre ha perdido. Tal vez haya estado evacuándola bajo presión. Además, tiene acumulada una pequeña cantidad en la cavidad abdominal. Puesto que sigue con vida no parece probable que haya sangrado bajo presión por mucho tiempo. Ojalá no haya aún lesiones cerebrales.

En seguida tocó el indicador digital sujeto al brazo de Marygay.

—Vigile la presión sanguínea. Si le parece conveniente dele cinco centímetros cúbicos de vasoconstrictor. Tengo que ir a lavarme. ¿ Tiene algún vasoconstrictor aparte del de la ampolla neumática?

Estelle revisó su propio maletín mientras el doctor cerraba el suyo.

—No, sólo la ampolla neumática de emerg… Ah, sí, tengo una dosis de control del dilator.

—Bien. Si se ve obligada a usar el vasoconstrictor y la presión sube demasiado rápido…

—Le doy vasodilatador en dosis de a dos centímetros por vez.

—Exacto. No es modo de hacer las cosas, pero… Bien. Si no está muy cansada me gustaría que me ayudara allá arriba.

—Sin duda.

Doc Wilson saludó con la cabeza y se marchó, mientras Estelle comenzaba a limpiar el vientre de Marygay con alcohol isopropílico. Aquello tenía un olor frío y limpio.

—¿Alguien le dio anti-shock? —preguntó.

—Sí—respondí—, hace unos diez minutos.

—Ah, por eso estaba preocupado el doctor. No te preocupes, hiciste lo indicado, pero el anti-shock tiene un poco de vasoconstrictor. Si le damos cinco centímetros más, la dosis puede resultar excesiva.

Prosiguió en silencio con su tarea, levantando los ojos cada pocos segundos para verificar la presión sanguínea.

—William…

Era la primera vez que daba muestras de conocerme.

—Esta muj… ejem, Marygay, ¿es tu amante? ¿Tu amante regular?

—En efecto.

—Es muy bonita.

Notable comentario, considerando que el cuerpo de Marygay estaba desgarrado y lleno de sangre seca y que tenía el rostro manchado allí donde yo había tratado de secarle las lágrimas. Tal vez un médico, una mujer o un amante fueran capaces de descubrir la belleza bajo esos detalles.

—Lo es.

Ella había dejado de llorar; con los ojos muy apretados sorbía los últimos restos de agua contenidos en el papel.

—¿Podemos darle más agua?

—Sí, pero con moderación; igual que antes.

Me dirigí hacia el casillero de la sala para buscar otra toalla de papel. Disipados ya los vapores del líquido compresor, percibí en el aire un olor extraño. Era como aceite ligero de máquina y metal caliente; el olor de las fundiciones. Me pregunté si habrían sobrecargado el acondicionador de aire.

Ya había ocurrido en otra ocasión, al usar por primera vez las cámaras de aceleración.

Marygay tomó la toalla empapada sin abrir los ojos.

—¿Pensáis vivir juntos cuando volváis a la Tierra?

—Probablemente —respondí—. Siempre que volvamos. Aún nos queda otra batalla.

—No habrá más batallas —observó ella, sin cambiar de tono—. ¿No te has enterado?

—¿Deque?

—¿No sabes que la nave fue alcanzada?

—¡Alcanzada!

¿Cómo era posible que alguien hubiese sobrevivido?

—Así es —respondió Estelle, volviendo a la desinfección—. Cuatro alas de brigada y la armería. No queda un solo traje de guerra… y no es posible combatir en ropa interior.

—Alas de brigada… ¿qué pasó con los ocupantes?

—No hay supervivientes.

Treinta personas.

—¿Dónde fue?

—Todo el tercer pelotón y la primera brigada del segundo pelotón.

Al-Sadat, Busia, Maxwell, Negulesco…

—¡Dios mío!

—Treinta cadáveres, y no tenemos idea de lo que pudo causarlo. Sólo sabemos que puede repetirse en cualquier momento.

—¿No fue una nave teledirigida?

—No, ésas cayeron todas. También el vehículo enemigo. Y cuando los sensores no indicaban nada… ¡blam! y la tercera parte de la nave se fue al demonio. Al menos fue una suerte que no afectara el sistema de mantenimiento vital.

Yo apenas la escuchaba. Penworth, LaBatt, Smithers, Christine y Frida. Todos muertos. Me sentí aturdido. Estelle sacó del maletín una navaja y un tubo de gelatina.

—Pórtate como un caballero y mira hacia otro lado —dijo.

En seguida lo pensó mejor y empapó en alcohol un cuadrado de gasa.

—Toma, sé útil —me ordenó—. Límpiale la cara.

Me dediqué a ello. Marygay, sin abrir los ojos, murmuró:

—¡Qué bonito! ¿Qué haces?

—Me porto como un caballero y además soy útil.

—Atención, personal, atención.

Aunque no había altavoces en la cámara de presión se oía claramente el mensaje por la puerta abierta.

—Todo el personal de grado seis o superior, a menos que esté ocupado en casos de emergencia médica o de mantenimiento, debe dirigirse inmediatamente a la sala de reuniones.

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