Joe Haldeman - La guerra interminable

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Iniciada en 1997, la guerra con los taurinos se arrastra desde hace siglos. Pasando de un mundo a otro a velocidades superiores a la de la luz, las tropas de la guerra interminable envejecen sólo unos pocos días mientras en la Tierra pasan los años; una Tierra más y más irreconocible en cada nueva visita.
Premio Nebula en 1975; premios Hugo y Locus en 1976.

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»La computadora logística estima que contamos con un sesenta y dos por ciento de posibilidades a favor si tratamos de destruir la base enemiga. Lamentablemente, sólo tenemos un treinta por ciento de posibilidades de supervivencia, pues algunas formas de ganar la batalla consisten, por ejemplo, en lanzar la Aniversario contra el planeta portal a la velocidad de la luz.

¡Cristo!

—Ojalá ninguno de ustedes se vea jamás obligado a tomar semejante decisión. Cuando lleguemos a Puerta Estelar, es muy posible que se me someta a una corte marcial, bajo el cargo de cobardía ante el ataque enemigo. Pero creo honestamente que el análisis de los daños sufridos por esta nave puede proporcionar informaciones cuya importancia supera a la destrucción de esta base taurina. Y concluyó, irguiéndose en el asiento: —Será más importante que la carrera de un soldado.

Me costó dominar la risa. Indudablemente la «cobardía» no había influido en absoluto sobre su decisión. Sin duda no existiría en él nada tan primitivo y poco marcial como la voluntad de vivir.

La tripulación de mantenimiento logró tapar con algunos parches el enorme agujero abierto en el costado de la Aniversario y recompensar ese sector. Pasamos el resto del día limpiando aquella parte, sin alterar, por supuesto, las preciosas pruebas por las cuales el comodoro estaba dispuesto a sacrificar su carrera.

Lo peor fue deshacerse de los cuerpos. No resultó tan horrible, salvo en el caso en que los trajes habían estallado.

Al día siguiente, en cuanto Estelle acabó con sus tareas, fui a verla a su cabina.

—No tendría sentido que la vieras ahora —dijo ella, mientras sorbía una bebida compuesta por alcohol etílico, ácido cítrico y agua, con una gota de alguna especie de éster que le daba, más o menos, aroma a cáscara de naranja.

—¿Está fuera de peligro?

—No lo estará hasta dentro de dos semanas. Deja que te explique.

Dejó el vaso y apoyó la barbilla sobre los dedos entrelazados.

—Este tipo de heridas —dijo— serían rutinarias en condiciones normales. Una vez repuesta la sangre perdida se rocía la cavidad abdominal con un polvo mágico y se cierra. En dos o tres días el paciente queda como nuevo. Pero en este caso hay complicaciones. Hasta ahora nadie había recibido heridas en el interior de un traje presurizado. Por el momento no se presenta nada anormal, pero debemos observar sus órganos con mucha atención durante los próximos días. Además nos preocupa mucho la posibilidad de una peritonitis. ¿Sabes qué es eso?

—Sí —dije, pues tenía una vaga idea.

—Porque una parte de su intestino se abrió bajo presión. No quisimos emplear la profilaxis normal debido a la… contaminación que afectó al peritoneo bajo presión. Para mayor seguridad esterilizamos completamente la cavidad abdominal y el sistema digestivo, desde el duodeno hacia abajo. Después, por supuesto, hubo que reemplazar toda la flora intestinal, ya muerta, con un cultivo preparado. Todo eso sigue siendo un procedimiento normal, pero no se utiliza sino en heridas mucho más graves.

—Comprendo.

Todo eso me inquietaba un poco. Los médicos no comprenden que, en general, uno rechaza la idea de verse como un saco de piel lleno de bultos obscenos.

—Con todo esto bastaba para pedirte que no la veas por un par de días. El cambio de la flora intestinal tiene un efecto bastante violento sobre el sistema digestivo; aunque no es peligroso, puesto que está bajo observación constante, resulta cansado, embarazoso, ¿comprendes? Con este tratamiento estaría completamente fuera de peligro si se tratara de una situación clínica normal, pero estamos desacelerando a una gravedad y media, y sus órganos internos ya han sufrido demasiado manoseo. Más vale que lo sepas: en caso de que aceleremos a más de dos gravedades no habrá esperanza para ella.

—Pero ¡para la aproximación final tenemos que llegar a más de dos! ¿Qué…?

—Lo sé, lo sé. Pero aún faltan dos semanas para eso. Es de esperar que para entonces ya haya cicatrizado. William, debes mirar las cosas de frente. Ya es un milagro que haya vivido lo bastante como para ir a cirugía; son pocas las probabilidades de que llegue a la Tierra. Es triste, lo sé: ella es una persona especial, al menos para ti. Pero hemos visto morir a tantos que ya deberías estar acostumbrado a eso.

Tomé un trago de mi bebida, idéntica a la de ella, con excepción del ácido cítrico.

—Te has endurecido bastante —observé.

—Tal vez no. Soy realista, eso es todo. Tengo el presentimiento de que nos esperan otras muertes y más pena.

—A mí no. En cuanto lleguemos a Puerta Estelar vuelvo al estado civil.

—Yo no estaría tan segura —replicó ella, con el viejo argumento de siempre—. Estos payasos que nos enrolaron hace dos años bien podrían prolongar el plazo a cuatro o…

—O a seis, a veinte, hasta la eternidad. Pero no lo harán. Se verían frente a un motín.

—No sé. Si pudieron condicionarnos para que fuéramos asesinos al oír una simple clave, pueden hacer cualquier cosa con nosotros. Obligarnos a un nuevo enrolamiento.

La idea me produjo escalofríos.

Más tarde intentamos hacer el amor, pero los dos teníamos la cabeza ocupada en demasiadas cosas.

Una semana más tarde pude ver a Marygay por primera vez. Estaba macilenta, había perdido mucho peso y parecía confusa. El doctor Wilson me aseguró que era sólo efecto de la medicación, pues no habían detectado señales de lesión cerebral.

Aún estaba en cama; la alimentaban por medio de un tubo. El calendario comenzó a ponerme muy nervioso, pues aunque Marygay mejorara un poco de día en día, no tendría la menor oportunidad si aún estaba en cama cuando recibiéramos el impulso del colapsar. Ni Doc Wilson ni Estelle alentaban mis esperanzas; seguían diciendo que todo dependía de su resistencia.

En la víspera del impulso la trasladaron de la cama a la litera de aceleración de Estelle, situada en la enfermería. Estaba lúcida y había empezado a alimentarse normalmente, pero aún no podía caminar por su cuenta, ni siquiera bajo una gravedad y media. Ese día fui a verla.

—¿Sabes lo del cambio de curso? Tenemos que pasar por Aleph-9 para volver a Tet-38. Cuatro meses más en esta maldita cáscara. Pero cuando lleguemos a la Tierra nos esperarán otros seis años de sueldo.

—¡Qué bien!

—¡Ah, piensa en las cosas que haremos con…!

—William…

Se me cortó la voz. Me era imposible mentir.

—No trates de levantarme el ánimo. Habíame de soldaduras en el vacío, de tu niñez, de cualquier cosa, pero no me vengas con eso de volver a la Tierra.

Y agregó, volviendo la cara hacia la pared:

—Una mañana los médicos hablaron en el pasillo, creyéndome dormida. Lo que dijeron no hizo más que confirmar lo que yo ya sabía por el modo en que me trataban. Y ahora cuéntame: naciste en Nuevo México en 1975. ¿Qué pasó después? ¿Te quedaste allí? ¿Cómo te fue en la escuela? ¿Tenías amigos, o eras demasiado inteligente, como me pasaba a mí? ¿Cuántos años tenías cuando hiciste el amor por primera vez?

Así charlamos durante un rato, ambos incómodos. Pero durante la conversación se me ocurrió una idea. En cuanto me despedí de Marygay fui directamente a ver al doctor Wilson.

—Le estimamos una probabilidad del cincuenta por ciento, pero es bastante arbitraria. Ninguno de los antecedentes que hemos estudiado sirve para este caso.

—Pero se puede decir que sus probabilidades serán mayores cuanto menor sea la aceleración a soportar.

—Indudablemente, pero con saberlo no ganamos nada. El comodoro prometió hacer la maniobra con tanta suavidad como pueda, pero de cualquier modo no bajará de cuatro o cinco gravedades. Y hasta tres podrían ser demasiado; no lo sabremos hasta ver los resultados.

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