También tenía insectos de formas y tamaños variados, y algo que creí que era una especie de lodoso moho volátil y lo que podían ser protozoos gigantes que corrían en furiosos círculos por las paredes y a veces por encima mío. Tengo una vista maravillosa pero apenas podía verlos, y a veces creía imaginarlos. A veces no. Eran transparentes, con miembros como ruedas. Me hacían estornudar. Los estornudos no eran imaginarios.
La comida llegaba más o menos dos veces al día —era difícil calcular el paso del tiempo, pues no había ninguna ventana—, traída por los robots carceleros, que nunca pronunciaban una palabra, simplemente deslizaban la bandeja a través de una ranura en la puerta. No era una comida espectacular, pero tampoco me moría de hambre. Eso es lo mejor que puedo decir de ella: no me moría de hambre. Más adelante la calidad de la comida mejoró considerablemente, como describiré luego.
No fui torturado. Nada de potro, ni empulgueras, ni visitas de inquisidores amenazantes. De hecho, ningún tipo de visita. Quizá ésa se suponía que era mi tortura. Soy un hombre sociable. Por supuesto, podía hablar con mis serpientes, e incluso con los protozoos y el moho volátil, si me sentía realmente solo. También había la opción de espectrar, cosa que Shandor no podía impedir. Me dediqué mucho a ello. Pasaba casi tanto tiempo espectrando como en mi celda. Eso ayudaba.
Chorian, supuse, debía haberse ido de Galgala tan pronto como se dio cuenta de que yo no iba a regresar de mi entrevista con Shandor. Sabía que era muy probable que fuera detenido, y le había hecho jurar un terrible juramento para impedir que se lanzara a cualquier loco plan de rescate.
—He venido aquí para ser hecho prisionero —le dije —. No para que me maten, o para que te maten a ti. Tu misión es salir de aquí y difundir la noticia de que el vil usurpador Shandor ha encarcelado a su padre Yakoub, el querido rey rom. Quiero que todo el mundo en el Imperio sepa lo que ha hecho ese bastardo. ¿Me comprendes, Chorian?
Chorian comprendía, sí. Desgraciadamente, no consiguió salir de Galgala para difundir la noticia, porque Shandor lo había mantenido estrechamente vigilado, y Shandor tenía otras mazmorras disponibles. Esto lo descubrí mucho más tarde, y explicó por qué la reacción pública a mi encarcelamiento fue tan lenta en fraguar. Más pronto o más tarde, por supuesto, Polarca y Damiano y los demás se darían cuenta de lo que nos había ocurrido a ambos, y empezarían a hacer circular la noticia. Pero eso tomaría tiempo.
Bien, tenía tiempo. Pero incluso yo puedo terminar impacientándome.
Una vez, hace mucho tiempo, viví en Duud Shabeel, que es un lugar más bien remoto poblado por una curiosa colonia de extraños fanáticos religiosos. Seguro que un antropóloga encontraría sus hábitos de autoflagelación y, de hecho, auto-mutilación, completamente fascinantes, pero a mí me causaban más revulsión que ninguna otra cosa. Por otra parte, son unos maravillosos artesanos, y sus tejidos tienen una gran demanda por toda la galaxia, y eso era lo que yo estaba haciendo allí. Me pasé dos o tres años con ellos por razones exclusivamente lucrativas, acumulando un stock de sus mercancías para venderlas luego en Marajo y Galgala y Xamur.
Al cabo de un tiempo, no pude soportar el seguir viviendo en su ciudad y verlos realizar sus rituales de tortura y austeridad. Dejé a mi socio a cargo de nuestro puesto comercial y me fui a vivir unos meses en soledad al enorme desierto que se extiende al oeste de la zona habitable de Duud Shabeel. Y allí fui testigo de algo realmente notable.
En ese desierto viven unos pequeños anfibios cuyo nombre científico no conozco, pero que la gente de Duud Shabeel llama perritos del barro. Son unas pequeñas criaturas verdeazuladas con radiantes manchas rojas fluorescentes, más o menos del tamaño de una mano, que se mantienen erguidas sobre unas recias patas traseras y una gruesa y corta cola. Tienen un hocico largo y cuatro ojos protuberantes en la parte superior de la cabeza.
Puesto que el barro no suele encontrarse con frecuencia en el desierto, y aquel desierto en particular era más árido de lo que son normalmente los desiertos, uno acababa preguntándose por qué aquellas criaturas eran llamadas perritos del barro. Perritos de la arena sería mucho más apropiada. Existe una razón. Los perritos del barro pasan la mayor parte de su existencia profundamente enterrados en la arena del desierto, muy por debajo del abrasador calor del despiadado sol de Duud Shabeel. Permanecen dormidos en sus túneles, sin apenas respirar siquiera. Una vez cada cinco años —o diez, o veinte—, llueve en aquel desierto. A veces es apenas una ligera llovizna, pero lo más a menudo es que, cuando llueve, caiga un diluvio. El agua se abre camino entre los granos de arena y despierta a los perritos del barro. Entonces empiezan a cavar apresuradamente hacia la superficie. Si tienen suerte, emergen cuando aún llueve. El aguacero torrencial convierte la arena en barro y crea charcos de corta vida en las depresiones. En una sola y frenética noche de apareamiento, los perritos del barro danzan alocados por todo el desierto, eligen a sus parejas, y copulan desesperadamente hasta el amanecer. Los machos mueren al despuntar el día; las hembras depositan sus huevos en los charcos y luego mueren también. Cuarenta y ocho horas más tarde empiezan a eclosionar los renacuajos.
La infancia de esas criaturas dura aproximadamente dos semanas. Eso es todo lo que pueden conseguir, ya que después de la lluvia vuelve de nuevo el calor, y el desierto empieza a secarse. En un par de semanas los pequeños charcos se han secado. Los renacuajos, si han alcanzado la madurez antes de que esto ocurra, se apresuran a enterrarse en la arena, cavando túneles muy profundos. Allí descansan, dormidos, hasta que vuelve a llover, años más tarde, y entonces es su turno de salir de nuevo a la superficie, bailar, aparearse y morir.
Llovió mientras yo vivía en el desierto de Duud Shabeel. Vi emerger a los perritos del barro, les contemplé efectuar su danza. Y me pregunté: ¿cuál es la virtud de ese tipo de vida? ¿Qué merito tiene dormir bajo la arena durante años y años para tener una sola noche de placer? ¿Qué finalidad hay en todo esto? Esas pobres criaturas son víctimas del ciego impulso de la naturaleza hacia la autoperpetuación. El único propósito al que sirven es crear la próxima generación, cuyo único propósito será a su vez crear la siguiente.
Y entonces pensé: ¿No ocurre lo mismo con nosotros? ¿Acaso no somos solamente un tipo más elaborado de perritos del barro, saliendo a la superficie y bailando nuestra pequeña danza de apareamiento y muriendo para que nuestros lugares puedan ser ocupados por aquellos que nos seguirán?
Confieso que esos pensamientos me sumieron en la más profunda desesperación que haya experimentado nunca en mi vida, peor incluso que cuando fui encerrado tras el derrocamiento de Loiza la Vakako, peor que todo lo que sufrí en los túneles de Alta Hannalanna. Porque de pronto vi la vida como algo carente de finalidad, y eso fue aterrador para mí. Nos vi como meros prisioneros a lo largo de todos nuestros días, como son prisioneros los perritos del barro en sus túneles enterrados bajo la arena: engañados y engañados por la naturaleza, llenos de estupideces filosóficas destinadas a mantenernos dedicados a nuestra tarea de reemplazar la vida vieja por la nueva. Si mi alma hubiera sido menos fuerte y resistente, creo que hubiera deseado matarme tras aquellos pensamientos, allí a solas en aquel melancólico desierto.
Y luego pensé: ¿Qué importa si no somos más que perritos del barro? ¿Qué cambia el saber eso? Seguimos levantándonos por la mañana y transcurriendo nuestros días y haciendo lo que se nos pide que hagamos. Y si eso no tiene ningún sentido, bien, entonces no tiene ningún sentido: pero debemos seguir adelante, y debemos hacerlo de la mejor manera que podamos. Los perritos del barro lo comprenden. No malgastan nada de sus fuerzas en llorar y quejarse y enfurecerse contra su destino. No, aguardan y duermen, y luego salen y bailan. Dejemos que sea lo mismo con nosotros. Vivamos como si hubiera una finalidad, y transcurramos alegremente y con vigor cada día, efectuando las tareas que son nuestra tarea. Porque no hay alternativa. Éste es el único camino. En consecuencia, ha de ser el auténtico camino. Aunque todo parezca sin sentido, tiene que haber pese a todo algún sentido bajo esa carencia de sentido; y aunque no seamos más capaces de ver ese sentido que los perritos del barro de Duud Shabeel, sigue siendo mejor seguir adelante que no detenernos y no seguir. Así que vivamos. Busquemos. Aprendamos. Crezcamos.
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