—Esto es lo que no comprendo. Un momento de aburrimiento, un acceso de mero despecho, Yakoub, y te permites arrojar a un lado todo lo que tú…
—Déjame tranquilo, Julien. Sé lo que estoy haciendo.
—¿Lo sabes?
—Sé lo que he hecho mientras era rey. ¿No es eso suficiente para ti? ¡Maldita sea, Julien, déjame en paz!
Aparté a un lado mi plato y me dirigí a la puerta de la burbuja y miré fuera, a los suavemente ondulantes brazos del bosque. Escuché mi respiración, inspirar-exhalar, inspirar-exhalar. Envié pequeños mensajes de saludo a mi hígado, mi páncreas, mi aparato digestivo. Hola, viejos amigos. Y mis órganos corporales me respondieron con pequeños y amistosos mensajes. Hola, aquí. Nos conocemos tan bien, mis órganos y yo. Me bañé en su admiración. La alta estima en que me tenían me complacía enormemente. Los entendíamos a la perfección. Si jugábamos bien nuestras cartas podíamos seguir juntos otros doscientos años. Quizás incluso más. Pensé en ello y me sentí bien. Pensé en la cena de aquella noche. Pensé en el vino. Pensé en la nieve que estaba empezando a caer en remolinos a la inversa de las agujas del reloj. En lo que no deseaba pensar era en ser de nuevo rey. Deseaba pensar en no ser rey. La presencia o la ausencia de mi poder era lo que me proporcionaba vida y vigor en estos días.
Mi mente se llenó con pensamientos lascivos que no tenían nada que ver con lo que Julien había estado diciendo. Contemplando los verdes miembros del bosque agitarse voluptuosamente, sentí extrañas agitaciones en mi interior. Podía salir allí fuera, pensé, y tenderme desnudo en medio de ellos, y entonces ellos me abrazarían como una amante. Imaginé toda aquella miríada de tentáculos acariciando mi cuerpo, deslizándose aquí y allá por todos los lugares sensibles, sabiendo exactamente lo que más me gustaba. Sorbiendo, estrujando, cosquilleando, hurgando. Oh. Ah. ¡Oh, sí, bien! ¡Muy bien! Derivé suavemente hacia profundas fantasías erotobotánicas, extrañas pero agradables delicias florales. Había una espléndida comida en mi estómago y un buen vino tinto en mi cerebro, y ahora mis ingles empezaban a cobrar vida con aquellos anhelos deliciosamente nuevos. ¡A mi edad, aún capaz de responder a algo extraño y nuevo! Prestad atención a eso, todos vosotros. Escuchad y aprended. Podéis pensar que los viejos fuegos se apagan, pero no es cierto. No. Ni siquiera en este helado mundo. En absoluto. Nunca.
Julien se detuvo a mi lado. Su voz perforó cruelmente mi ensoñación.
—¿Y tu pueblo, Yakoub? ¿Lo dejarás eternamente sin rey? ¿Permitirás que la liga de pilotos se desintegre?
La visión de las delicias tentaculares estalló como un globo pinchado. Me sentí furioso contra él por haberla roto. Hubiera debido darse cuenta. Un momento de solitaria reflexión, un sagrado interludio. Privado y sacrosanto. Y lo había destrozado sin siquiera un pensamiento. Y afirmaba ser francés.
Pero contuve mi irritación. En bien de la antigua amistad. Dije hoscamente:
—La krisatora sabe lo que tiene que hacer. Si desean otro rey, pueden declarar el cargo vacante y elegir a alguien. De otro modo, los roms pueden arreglárselas bastante bien sin un rey durante cinco años, o cincuenta, o quinientos si es necesario. Los franceses se las arreglaron sin uno, ¿no?, durante algo así como mil trescientos años.
—Y ya no hay más franceses —dijo Julien lúgubremente.
—¿Qué quieres decir?
—Ya no estamos en ninguna parte. No somos nada. Somos un recuerdo, un libro de recetas de cocina, y un difícil lenguaje que apenas nadie comprende. ¿Es eso lo que quieres para tu pueblo, Yakoub?
—Somos roms. Lo hemos sido desde antes de que hubiera franceses o ingleses o alemanes o cualquier otra de los millones de tribus de la Tierra. Seguiremos siendo roms tengamos rey en este momento o no. —Encontré mi vino y di un largo trago. Eso me calmó un poco. Era un vino espléndido, y cuando mi irritación se hubo calmado lo suficiente se lo dije. Los franceses podían ser una cultura extinta, pero alguien aún sabía cómo hacer un Burdeos decente.
Al cabo de un momento añadí:
—¿Por qué estoy en los pensamientos de Lord Periandros?
—El emperador es viejo y débil.
—Eso no es ninguna noticia, Julien.
—Pero ahora el final parece estar a la vista. Un año o dos quizá, pero no puede durar mucho más que eso.
—¿De veras? Los roms no van a ser entonces los únicos con problemas sucesorios. ¿Qué otra cosa hay de nuevo?
—Esto es serio, Yakoub. Hay tres altos lores, y el emperador no ha mostrado la menor inclinación hacia ninguno de ellos.
—Eso lo sé. Dejémosles que echen a suertes quién le sucede, entonces.
—Son hombres muy fuertes, y muy decididos. Si el emperador muere sin indicar ninguna preferencia, puede haber una guerra por el trono.
—No —dije, con una enérgica sacudida de cabeza —. Eso es completamente inconcebible. ¿Qué crees que es esto, la Edad Media?
—Creo que es el año 3159 A.D., Yakoub, y que hay un Imperio de varios centenares de mundos en juego, y nada esencial ha cambiado en la naturaleza humana desde los tiempos de Roma y Bizancio. Periandros no se sentará ociosamente a ver cómo Sunteil consigue el trono, ni Naria se echará graciosamente a un lado para dejarle paso a Periandros, ni…
—No habrá más guerras, Julien. La humanidad ha cambiado. Alcanzar las estrellas consiguió ese cambio.
—¿Lo crees de veras?
—La guerra es una idea pasada de moda —dije altaneramente —. Como el apéndice, como el dedo meñique del pie. Otros quinientos años, y nadie nacerá ya con apéndice, y que les aproveche. Mil años más, y no habrá tampoco dedo meñique del pie. Y la guerra ya ha desaparecido. Tú lo sabes tan bien como yo. Es un concepto obsoleto en esta era de imperio galáctico. —Estaba empezando a caldearme con mi propia retórica. Eso siempre es una señal de peligro. Pero seguí de todos modos —. No ha habido ninguna auténtica guerra desde…, desde no sé cuándo. Centenares de años. Mil, quizá. No desde que la Tierra se fue al infierno arrastrando consigo todas su mezquindades. —Me sentía extraordinariamente excitado —. ¡Las guerras son algo impensable en la sociedad galáctica de hoy! ¡No sólo impensable, sino logísticamente imposible!
—No estés tan seguro de ello.
—¿Por qué eres tan pesimista, Julien?
—Sólo soy realista, mon ami . —Hubo una repentina y helada tristeza en sus ojos que a duras penas fui capaz de soportar. Había pensado mucho en aquello. No era que yo no lo hubiera hecho también; pero llevaba alejado del mundo cinco años. ¿Me había ido demasiado lejos para seguir estando en contacto con la realidad? No. No. No. Añadió —: Creo que resultaría muy fácil revivir la idea de la guerra. Quizás un tipo de guerra completamente nuevo, una guerra entre las estrellas, pero igualmente sangrienta y horrible.
¿Sí? No. Todo esto son tonterías, pensé. Me reí en su cara. Pobre melancólico Julien, perdido en aquellas morbosas fantasías apocalípticas. Asustado por los fantasmas. ¿Una guerra? ¿Entre las estrellas? Si el vino le hacía esto, quizá debiera limitarse al agua. Ahora estaba empezando a aburrirme.
—Olvida todo esto —le dije —. Soy demasiado viejo para asustarme con ese tipo de cosas.
—Entonces te envidio. Porque yo estoy realmente asustado.
—¿De qué ? —exclamé.
Se mantuvo tranquilo. Calmado como la muerte.
—Esta ausencia de una clara línea de sucesión es un vacío demasiado grande. Un vacío puede engendrar fuerzas disruptivas, amigo mío, y cuanto más grande el vacío, mayores las disrupciones.
No podía discutirle aquello. Estaba orillando la línea de separación entre política y física. Nunca discuto de física.
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