Ser Rey, bien, ése era mi destino. Estaba marcado para ello. Fui atrapado por los engranajes del reinado en mi infancia, de la misma forma en que un nadador es atrapado por las olas altas y revolcado una y otra y otra vez sin ser capaz de volver a salir a la superficie. Lo que aprende el nadador es que nunca escapará del torbellino de las olas a menos que se lo tome con calma y se deje arrastrar por ellas y aguarde el momento en que pueda recuperar el control. Lo mismo ocurre con ser rey: si estás marcado para serlo, no tiene ningún sentido luchar en contra ello. Más vale tomártelo con calma y permitir que tu destino te arrastre y te lleve hasta donde se supone que debe llevarte. Así es como funciona el destino.
Sabía que se suponía que yo debía ser rey porque el espectro de una vieja acudió a mí y me lo dijo, cuando yo apenas era un niño gitano. Yo no sabía que ella era un espectro; no sabía de quién era el espectro; no sabía qué estaba intentando decirme. Pero sabía que ella estaba allí. Pensé que era un sueño que de alguna forma se había desprendido de mi mente durmiente y se paseaba por allí, libre y visible, a la luz del día. Esto ocurrió en la ciudad de Vietorion, en el planeta Vietoris, mi mundo natal, uno de los mundos del gran Imperio de las estrellas. Yo tenía —¿quién sabe?— tres años, cuatro quizás. Hace mucho tiempo.
Ella era horriblemente vieja y arrugada, la mujer más vieja que jamás haya podido existir. Supe de inmediato que tenía que haber algo mágico en ella, al ver aquellos signos de extrema vejez en su rostro, porque incluso en aquellos días era fácil someterse a una remodelación y apenas se veía a nadie que pareciera viejo. Aquí estoy yo hoy, con prácticamente dos siglos a mis espaldas, y mi pelo es tan negro como siempre, mis dientes son fuertes, mi piel firme. Uno tiene que mirar directamente a mis ojos, y a través de ellos a mi alma, para descubrir lo largo que ha sido mi viaje y hasta dónde me ha llevado.
Pero ella parecía vieja, aquel espectro de mi infancia. Su rostro estaba arrugado y lleno de profundas grietas, y creo que había huecos entre sus dientes, y su nariz era tan afilada como la hoja de un cuchillo. En medio de su correoso y apergaminado rostro gitano brillaban sus ojos, dos estrellas oscuras iluminadas por intensos y misteriosos hornos internos. Era algo brotado de los cuentos de hadas, la vieja bruja, la arpía mágica, la vieja decidora de la buenaventura gitana. Cojeando arriba y abajo por mi pequeña habitación, apoyando la garra de una de sus manos en mi pequeña muñeca. Murmurándome nombres mágicos:
—Tú eres Chavula —me susurró —. Tú eres Ilika. Tú eres Terkari.
Nombres de reyes. Grandes nombres, nombres que retumbaban y resonaban en los corredores del tiempo.
En ningún momento le tuve miedo. Era la vieja mujer sabia, la madre de las madres, la vidente. Lo que en nuestra lengua romani llamamos la phuri dai. ¿Cómo podía temer yo a la phuri dai? Y, al fin y al cabo, todavía era demasiado joven para temerle a algo.
—Tú eres el elegido —me canturreó —. Serás el grande.
¿Qué podía decir yo? ¿Qué comprendía? Nada. Nada.
—Naciste en pleno mediodía —me dijo —. Ésa es la hora de los reyes. Tú eres Terkari. Tú eres Ilika. Tú eres Chavula. Y ellos son tú. ¡Yakoub Nirano Rom, Yakoub el Rey! Tienes la magia en ti. Tienes el poder.
Me estaba cantando profecías, y yo pensé que era un juego. Estaba derramando sobre mí el destino de mi vida, tejiendo la inescapable red de mi futuro a mi alrededor, y yo me reía divertido y maravillado, sin comprender nada de las cargas que estaba arrojando sobre mis hombros. Había como un resplandor alrededor de ella, una mágica aura de electricidad. Sus pies nunca tocaban el suelo. Aquello era lo mejor de ella para mí, la forma en que flotaba. Pero por supuesto yo era muy joven. Nunca antes había visto un espectro. No comprendía nada de sus principios. Toda la magia se explica por sí misma con sólo que vivas lo suficiente como para permitir que las respuestas lleguen a ti, y más tarde lo comprendí todo. Más tarde supe que en realidad ella no me estaba profetizando nada, sino diciéndome tan sólo las cosas que ella ya había visto pasar. Eso es lo que significa tener el poder de un espectro: arrastrar el futuro, el absolutamente delimitado y completamente inalterable futuro, al pasado. Volvería a encontrarme de nuevo con la vieja, mucho más tarde. Cuando fui nombrado rey, ella se convirtió en mi consejera, mi phuri dai por derecho propio. Pero por aquel entonces yo sólo era un niño forcejeando con las perplejidades de mis cuchillos y tenedores, y ella era la mágica mujer flotante que venía a mí de día o de noche en medio de una resplandeciente aura de brillante luz y tocaba mi mano con la suya y me susurraba:
—Serás el que nos llevará de vuelta a casa.
Cuando me retiré a Mulano no estaba intentando escapar a mi destino, aunque a ustedes quizá les dé esta impresión. Creerlo o no es su elección. Yo sabía lo que estaba haciendo. ¿Cómo puedes escapar a tu destino? Es como decir que estaba intentando escapar de mi piel, que estaba intentando escapar de mi aliento, que estaba intentando escapar de mis pensamientos. En Mulano no estaba intentando escapar de nada: estaba intentando simplemente llenar ese gran esquema del destino que durante toda mi vida había sabido que debía llenar. A veces es necesario huir muy aprisa en lo que parece la dirección equivocada si esperas llegar alguna vez al lugar donde quieres ir.
Por supuesto, todo el universo envió emisarios a importunarme cuando llegué a Mulano. Nadie puede permanecer oculto mucho tiempo en una galaxia tan pequeña como ésta.
El primero que acudió fue un rom, naturalmente. Me hubiera sorprendido y probablemente me hubiera dolido enormemente si hubiera sido un gaje. Los roms siempre son más rápidos que nadie cuando se trata de seguir una huella. Ustedes ya lo saben, si son roms; o al menos deberían saberlo, y rezo a quienquiera que sea el dios que tengamos más cerca para que así sea. Y si no son ustedes roms…, si pertenecen al otro tipo, si son gaje…, entonces lean y aprendan. ¡Lean y aprendan!
Cuatro o cinco años antes, no lo sé exactamente, cuando decidí dejar los mundos del Imperio civilizado a mis espaldas y me encaminé a perderme en las nevadas extensiones de Mulano, cuidé muy mucho de dejar un rastro tras de mí. Era algo de sentido común. Incluso cuando quieres estar a solas para pensar, o para curar tus heridas, o simplemente para ocultarte durante un tiempo, deseas dejar a tus espaldas el patrin, las señales de tu paso. Si no lo haces, ¿cómo te encontrará tu familia? Y si tu familia no puede encontrarte nunca, ¿quién eres tú?
En los viejos días en la perdida Tierra las señales del patrin hablaban de cosas simples, y eran colocadas de una manera simple. Por aquel entonces éramos un pueblo mucho más sencillo. Unos cuantos signos rascados en el suelo, o algunas rayas de carbón en una pared: eso era suficiente. Cuando tu camino te llevaba lejos de los carromatos de tu kumpania, dejabas señales detrás de ti para indicar dónde habías ido y también para guiar a los tuyos si viajaban por el mismo camino. Había un signo así — O — que significaba: «Aquí hay gente muy generosa que es amiga de los gitanos», y había uno así — + — que significaba: «Aquí no te van a dar nada», y uno así — /// — que significaba: «Ya hemos robado este lugar» Y luego había signos que decían que había agua para los caballos, o que había cerdos y pollos para llevarnos, o que en esta ciudad vivía mucha gente estúpida que deseaba que se le dijera la buenaventura. Y también podías dejar pistas para ser usadas por aquellos que te seguían a la hora de adivinar el porvenir: «Esta mujer quiere un hijo», o: «Aquí codician mucho el oro», o: «El viejo morirá pronto».
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