Robert Silverberg - He aquí el camino
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- Название:He aquí el camino
- Автор:
- Издательство:Caralt
- Жанр:
- Год:1977
- Город:Barcelona
- ISBN:84-217-5129-8
- Рейтинг книги:4 / 5. Голосов: 1
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—Es algo previsto para el peaje —murmuró Corona—. Los maderos centrales no están hundidos en tierra. Acaban justamente al nivel del suelo y forman una especie de puerta con bisagras, sujeta por dos pesados cerrojos a ambos lados.
—Vi por lo menos cien Hermanos del Árbol del otro lado de la muralla —dijo Taco—. Armados con dardos. Vendrán a visitarnos dentro de un momento.
—Deberíamos armarnos también nosotros —dijo Hoja. Corona se encogió de hombros.
—No podemos luchar contra tantos. Son veinticinco contra uno y es imposible. El mejor luchador del mundo se vería desvalido ante estos renacuajos y sus dardos envenenados. Si no podemos obligarles a que nos dejen pasar, tendremos que pagar el paso de alguna manera. Pero no sé cómo. La puerta no es tan ancha que deje pasar el carromato.
Tenía razón en aquello. Se escuchó entonces el seco roce de madera contra madera —los cerrojos que eran descorridos— y la puerta quedó abierta. Una vez abierta del todo, quedó un espacio suficiente para pasar un carromato de dimensiones normales, pero insuficiente para el magnífico vehículo de Corona. Para que pasara habría que quitarse cinco o seis estacas de cada lado del portón.
Los Hermanos del Árbol se aproximaron con lentitud hacia el carromato: gente pequeña, desnuda, con miembros flacos y piel lisa de color verdiazul. Parecían estatuillas animadas de arcilla, casualmente moldeadas en forma humana: sus cabezas lampiñas eran estrechas y alargadas, de frente chata y cuello de aspecto muy frágil. Su pecho era delgado, como marco al que faltara el relleno de la carne. Todos, tanto hombres como mujeres, llevaban cerbatanas en la cintura. Mientras danzaban y merodeaban en torno al carromato, entonaron un canto irregular, agreste, desentonado y atonal, como esas canciones infantiles que los niños improvisan cuando juegan frenéticamente.
—Hemos de salir a recibirlos —dijo Corona—. Estad tranquilos, nada de movimientos bruscos. Recordad que son inferiores. Mientras nos consideremos hombres y a ellos monos, y les hagamos saber que pensamos de este modo, los mantendremos a raya.
—Son hombres —dijo Sombra con calma—. Lo mismo que nosotros. No son monos.
—Piensa que son monos —dijo Corona—. De otro modo estaremos perdidos. Andando ahora.
Salieron del vagón, primero Corona, luego Hoja, Taco, Sombra. Los Hermanos del Árbol hicieron un alto momentáneo en su deporte mientras salían los cuatro viajeros; alzaron la mirada, sonrieron, señalaron, chapurrearon, alzaron las manos, con las cabezas inmóviles. No parecían sentir temor ni reverencia. ¿Nada significaba para ellos un Pura Sangre? ¿No tenían miedo de un Lago Negro?
Ceñudo, dijo Corona a Taco:
—¿Conoces su idioma?
—Unas cuantas palabras.
—Habla con ellos. Diles que me traigan a su jefe.
Taco se colocó ante Corona, se llevó las manos a la boca y dijo algo en un idioma chillón, percutiente y cantarín. Habló con claridad exagerada y trabajosa, como hace el que se dirige a un ciego o a un extranjero. Los Hermanos del Árbol se miraron e intercambiaron pequeños grititos. Uno se adelantó bailando, colocó su cara a un palmo de la de Taco e imitó con gestos las palabras de éste, dando a su entonación un trasfondo cómico. Taco puso cara de susto y retrocedió un paso, tropezando con el pecho de Corona. Los Hermanos del Árbol soltaron un chorro de palabras y cuando acabaron repitió Taco su frase inicial con tono menos altisonante.
—¿Qué pasa? —preguntó Corona—. ¿Entiendes algo?
—Un poco. Muy poco.
—¿Van a traer al jefe?
—No lo sé. Ignoro si nos hemos referido a las mismas cosas.
—Dijiste antes que éstos pagan tributo a los Cristales Blancos.
—Pagaban —dijo Taco—. No sé si siguen rindiéndoles pleitesía. Se me ocurre que se están burlando a costa nuestra. Y que lo que dijo el que habló es insultante, pero no estoy seguro. No estoy seguro. Eso es todo.
—¡Monos de mierda!
—Cuidado, Corona —murmuró Sombra—. Acaso nosotros no hablemos su idioma, pero ellos pueden hablar el nuestro.
—Prueba de nuevo —dijo Corona—. Habla más despacio. Di al mono que hable más despacio. El jefe, Taco, queremos ver al jefe. ¿No hay otra forma de establecer comunicación?
—Puedo entrar en trance —dijo Taco—. Sombra podría ayudarme con los significados. Pero necesitaría tiempo para prepararme. Me siento con poco aplomo en este momento, demasiado tenso.
Como para ilustrar esto último ejecutó un leve bailoteo a base de saltitos que lo desplazó un tanto a la izquierda. Una nueva serie de botes y estaba de nuevo en su sitio. Los Hermanos del Árbol se deshicieron en carcajadas, palmotearon e imitaron los gestos de Taco. En aquel momento llegaron nuevos miembros de la tribu; eran unos diez o doce ya, todos apiñados junto a la entrada del vagón. Taco saltó de nuevo; era como un tic. Se puso a temblar. Sombra se le acercó y le rodeó el pecho con sus delgados brazos, como si quisiera servirle de ancla. Los Hermanos del Árbol se agitaron todavía más; a la sazón había una cualidad empecinada e intensa en su jugueteo. Parecía que de un momento a otro fuera a estallar la crisis. Hoja, que se encontraba a un costado de Corona, algo alejado, sintió una ligera contracción en los músculos de la base del estómago. Algo quería llamar su atención, algo situado a la derecha de los Hermanos del Árbol; miró en aquella dirección y vio un brillo azul, prolongado y estrecho, una especie de hombre de niebla y vapor que se desplazaba entre los hombres del bosque. ¿Era el Invisible? ¿Osólo un juego luminoso del ocaso, producido por los restos de la lluvia pasada? Aguzó la vista, pero la figura eludía su mirada, se deslizaba por entre los rayos de luz a medida que Hoja la seguía. En aquel momento oyó que Corona lanzaba una exclamación y se volvió a tiempo de ver que un escurridizo Hermano del Árbol se deslizaba bajo el codo del gigante y se lanzaba derecho al carromato.
—¡Alto! —gritó Corona—. ¡Vuelve! —Y, como si se hubiera dado una señal, siete u ocho pequeños hombres de los bosques se lanzaron al carromato.
Brilló la muerte en los ojos de Corona. Hizo una seña a Hoja y se lanzó a su vez a la entrada. Hoja lo siguió. Taco, sollozando, en pie junto a la puerta, nada hacía por detener el paso de los Hermanos del Árbol que se colaban en el vagón. Hoja los vio saltar por encima de todos los objetos, examinándolos, inspeccionándolos, haciendo comentarios. Sí, como monos. En el pasillo delantero, Corona forcejeaba con cuatro de ellos, uno en cada mano, haciendo por sacudirse a los otros dos que se habían encaramado a sus piernas armadas. Hoja se enfrentó con una mujer en miniatura, una criatura de ojos brillantes de gnomo cuyo cuerpo delgado y desnudo relampagueaba cubierto de feo sudor; mientras se acercaba a ella, la hembra echó mano, no de la cerbatana, sino de una estrecha y alargada espada que sacó del tubo que pendía de su cintura y dio un golpe a Hoja en pleno antebrazo. Brotó enseguida la sangre y al cabo de unos segundos sintió la mordedura del dolor. ¿Un cuchillo envenenado? Bueno, en ese caso, que el Alma cargue contigo, Hoja. Pero si había veneno no sintió sus efectos; de un manotazo arrebató el cuchillo de la mujer y lo tiró a la pared opuesta, cogió en volandas a la hembra y la arrojó por la escotilla abierta. Habían dejado de entrar Hermanos del Árbol. Hoja se topó con otros dos, los sacó al exterior, expulsó a un tercero y persiguió a un cuarto, en busca de los restantes. Sombra estaba junto a la escotilla y la bloqueaba con los frágiles brazos abiertos. ¿Y Corona? Ah. Ahí está. En la sala de los trofeos.
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