Robert Silverberg - He aquí el camino

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Estaban bloqueados.

Tal bloqueo en plena carretera pública resultaba in­concebible. Hoja parpadeó, carraspeó y se frotó la fren­te dolorida. Los últimos minutos de sueño incongruente le habían dejado una corteza de melancolía en el cerebro. La muralla de árboles parecía pertenecer también a al­gún sueño, un sueño malo. Hoja creyó oír en algún pun­to cercano la risa helada del Invisible. La lluvia, por lo menos, parecía haberse alejado y no había arañas por los alrededores. Pequeño consuelo, pero el mejor de que disponía.

Frustrado, Hoja se deshizo de las riendas y aguardó a que sucediera algo. Al cabo de un instante experimen­tó el rítmico traqueteo que le habló de la plúmbea apro­ximación de Corona por el pasillo que conducía a la cabina. El gigante hizo su aparición.

—¿Qué pasa? ¿Por qué no nos movemos?

—Camino muerto.

—¿De qué estás hablando?

—Míralo tú mismo —dijo Hoja con cansancio, seña­lando el ventanuco.

Corona se inclinó sobre Hoja para mirar. Contempló la escena durante momentos interminables, reaccionan­do lentamente.

—¿Qué es eso? ¿Una muralla?

—Sí, una muralla.

—¿Una muralla en medio de una autopista? Nunca oí nada parecido.

—Acaso fuera a esto a lo que se referían los Invisi­bles.

—Una muralla. Una muralla. —Corona sacudió la ca­beza con rabia perpleja—. Esto viola todas las conven­ciones. Por el Alma, Hoja, una carretera pública es...

—Sagrada e inviolable. Sí. Lo que los Dientes han ve­nido haciendo en el este viola también buena parte de las convenciones —dijo Hoja— También las convenciones particulares. Estos tiempos nada tienen que ver con la costumbre. —Se preguntó si debía decir algo del Invisi­ble que subiera al carromato. Se dijo que podía considerarlo más tarde—. Acaso sea una manera de detener a los Dientes en este país. Corona.

—Pero bloquear una carretera pública...

—Nos avisaron.

—¿Quién confía en la palabra de un Invisible?

—Pues ahí está la muralla —dijo Hoja—. Ahora sa­bemos por qué no nos encontramos con nadie más en el trayecto. Sin duda la levantaron nada más saber que los Dientes se aproximaban y la provincia entera sabe lo su­ficiente para evitar la Pista de la Araña. Toda la provin­cia salvo nosotros.

—¿Qué gente habita aquí?

—No lo sé. Taco es el único que podría saberlo.

—Sí, Taco pudiera saberlo —dijo la clara y aguda voz de Taco desde el pasillo. Metió la cabeza en la cabina. Hoja vio a Sombra detrás de él—. Ésta es la tierra de los Hermanos del Árbol —dijo Taco—. ¿Habéis oído ha­blar de ellos?

Corona negó con la cabeza.

—Yo no —dijo Hoja.

—Habitan en los bosques —dijo Taco—. Adoran a los árboles. De cabeza pequeña, cerebro lento. Peligrosos en el combate; usan dardos envenenados. En esta región creo que hay nueve tribus bajo un jefe único. En otro tiempo pagaban tributo a mi gente, pero creo que a la sazón ha terminado todo eso.

—¿Adoran a los árboles? —dijo Sombra con gracia—. ¿Ya cuántos dioses han talado entonces para hacer esta barrera?

Taco rió.

—Si hay dioses, ¿por qué no hacer que den beneficios?

Corona se quedó mirando la muralla que cruzaba la pista como en otro tiempo podía haber mirado a un opo­nente en un combate de boxeo. Agitado, dio unos pasos por la cabina.

—No podemos perder más tiempo. Los Dientes estarán aquí dentro de unos días. Tenemos que alcanzar el río antes de que les pase algo a los puentes.

—La muralla —dijo Hoja.

—Hay muchos matojos por los alrededores —dijo Ta­co—. Podríamos hacer una hoguera y quemarla.

—Es leña verde —dijo Hoja—. Imposible.

—Tenernos hachas —observó Sombra—. ¿Cuánto nos costaría talar algunos troncos? Taco suspiró.

—Necesitaríamos una semana para eso. Los Herma­nos del Árbol nos llenarían de dardos antes de que pasa­ra una hora.

—¿Se te ocurre algo? —dijo Sombra a Hoja.

—Podríamos volver hacia Theptis y buscar un camino que llevara a la Pista del Ocaso por el país de la arena. Sólo hay dos carreteras que conduzcan al río, ésta y la del Ocaso. Si volvemos a Theptis habremos perdido cin­co días, además de arriesgarnos a quedar envueltos en el caos que acaso haya caído sobre esta ciudad; aunque también podemos quedar estancados en el desierto mien­tras intentamos dar con la autopista. La otra salida que veo es abandonar el carromato y buscar algún paso, al­guna forma de atravesar a pie la muralla, pero dudo mu­cho que Corona quiera...

—Corona no quiere —dijo Corona, que había estado mordiéndose el labio en silencio tenso—. Sin embargo, veo otras posibilidades.

—Adelante.

—Una es dar con esos Hermanos del Árbol y obligar­les a que quiten esta porquería de la carretera. Con dar­dos o sin ellos, un Lago Negro y un Pura Sangre tienen que aterrorizar a veinte tribus de chorlitos forestales.

—¿Y si no podemos? —preguntó Hoja.

—Eso nos lleva a la otra posibilidad, que supone que esta muralla no está levantada expresamente para prote­gerse de los Dientes, sino para aprovecharse de la confu­sión general. En ese caso, si no podemos forzarlos a que nos abran paso, podemos encontrar la forma de conven­cerlos mediante el pago que nos pidan por ello.

—¿Es Corona quien habla? —preguntó Taco—. ¡Pagar un peaje a los inferiores del bosque! ¡Increíble!

—No me gusta la idea de pagar peaje a nadie —dijo Corona—. Pero puede ser lo más sencillo y rápido para largarnos de aquí. ¿Crees que estoy hecho sólo de orgullo, Taco?

Hoja se puso en pie.

—Si es cierto que quieren cobrar un peaje, habría al­guna puerta en la muralla. Iré allí e investigaré.

—No —dijo Corona, empujándolo para que se senta­ra de nuevo—. Sería un peligro. Esta parte de la faena me toca a mí. —Se encaminó hacia la cabina media y permaneció allí unos minutos. Cuando regresó estaba ar­mado de punta en blanco: corazas, casco, visera, grebas, todo ello convenientemente pulimentado. Eran pocos los lugares en que mostraba la piel desnuda y aun éstos pa­recían formar parte de la armadura. Corona parecía una máquina. Su maza le colgaba de la cintura y el corto mango de su espada plegable se encontraba cómodamen­te dispuesto en el interior de su muñeca derecha, listo para extenderse en toda su longitud al menor movimien­to. Corona miró a Taco y dijo—: Necesitaré tus rápidas piernas. ¿Vienes?

——Como quieras.

—Ábrenos la escotilla de la cabina media, Hoja.

Hoja manipuló un mando del tablero que había bajo la ventanilla delantera. Con un chasquido suave se abrió una puerta de goznes de la sección media del carromato y una escalera descendió hasta el suelo. Corona realizó una salida triunfal. Taco, despreciando la escalerilla, ba­jó de un salto: don especial de las gentes de Cristal Blan­co era poder desplazarse de mil maneras extraordinarias a través de distancias cortas.

Taco y Corona echaron a andar hacia la muralla. Hoja, mientras los contemplaba por la ventana, pasó el bra­zo por la cintura de Sombra y acarició su piel lisa. La lluvia había terminado; todavía se veía en el cielo una nu­be gris y el brillo de la armadura de Corona quedó miti­gado por finas gotitas de humedad. Muy cerca ya de la empalizada, Corona no hacía más que mirar atentamen­te los matorrales de los alrededores como si esperase la aparición repentina de una horda de Hermanos del Árbol. Taco, dando saltitos junto a él, semejaba una ligera bes­tia bípeda cuya cabeza apenas llegaba a la cadera de Co­rona.

Alcanzaron la empalizada. La mortecina luz del cre­púsculo ribeteaba su punto superior. De rodillas, Taco inspeccionaba la base de la muralla, tentando el suelo con los dedos. Al cabo dijo algo a Corona, que asintió y señaló hacia arriba. Taco retrocedió, emprendió una bre­ve carrera, se espoleó a sí mismo y se elevó como si estuviera dotado de alas. Su salto lo llevó por encima de la cima de la muralla con rápido vuelo. Pareció vacilar un momento en el aire mientras elegía un sitio en que aterrizar. Por fin se colocó en posición precaria e incó­moda, sujetándose en lo alto de la muralla con el cuerpo arqueado para evitar las afiladas puntas de los maderos, cogiendo con las manos dos de las estacas y con los pies otras dos. Taco permaneció en aquella ingrata posi­ción durante un buen rato, contemplando lo que hubiera del otro lado de la barricada; luego abandonó el equilibrio, saltó hacia delante y flotó hasta el suelo, alcanzan­do una distancia que era tres veces la de su propia al­tura. Aterrizó de pie, sin ningún titubeo. Hubo un breve cambio de impresiones con Corona y enseguida regre­saron al carromato.

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