Philip Carlo - El Hombre De Hielo. Confesiones de un asesino a sueldo de la mafia

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Durante más de cuarenta años, Richard Kuklinski, «el Hombre de Hielo», vivió una doble vida que superó con creces lo que se puede ver en Los Soprano. Aunque se había convertido en uno de los asesinos profesionales más temibles de la historia de los Estados Unidos, no dejaba de invitar a sus vecinos a alegres barbacoas en un barrio residencial de Nueva Jersey. Richard Kuklinski participó, bajo las órdenes de Sammy Gravano, «el Toro», en la ejecución de Paul Castellano en el restaurante Sparks. John Gotti lo contrató para que matara a un vecino suyo que había atropellado a su hijo accidentalmente. También desempeñó un papel activo en la muerte de Jimmy Hoffa. Kuklinski cobraba un suplemento cuando le encargaban que hiciera sufrir a sus víctimas. Realizaba este sádico trabajo con dedicación y con fría eficiencia, sin dejar descontentos a sus clientes jamás. Según sus propios cálculos, mató a más de doscientas personas, y se enorgullecía de su astucia y de la variedad y contundencia de las técnicas que empleaba. Además, Kuklinski viajó para matar por los Estados Unidos y en otras partes del mundo, como Europa y América del Sur. Mientras tanto, se casó y tuvo tres hijos, a los que envió a una escuela católica. Su hija padecía una enfermedad por la que tenía que estar ingresada con frecuencia en hospitales infantiles, donde el padre se ganó una buena reputación por su dedicación como padre y por el cariño y las atenciones que prestaba a los demás niños… Su familia no sospechó nada jamás. Desde prisión, Kuklinski accedió conceder una serie de entrevistas.

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Todos los periódicos de Nueva Jersey y de Nueva York publicaron en primera plana la noticia de la sentencia de Richard, con fotos suyas y resúmenes macabros de sus crímenes.

La historia triste y violenta de Richard Kuklinski había terminado de una vez… o eso parecía.

Pero el relato de la vida de Richard, de lo que le habían hecho, de lo que había hecho él, no había hecho más que comenzar.

57

No es la televisión, es la HBO

UN productor de cine ambicioso llamado George Samuels se enteró del caso extraordinario de Richard Kuklinski por medio de un amigo suyo que trabajaba en la fiscalía general de Nueva Jersey. Pensando que a la cadena de televisión por cable HBO podía interesarle un documental sobre los crímenes de Richard, Samuels se puso en contacto con el abogado de Richard, Neal Frank, quien lo escuchó y, en último extremo, lo puso en contacto con Barbara.

Barbara había llegado a apreciar a Frank y a tener confianza en él, de modo que accedió a reunirse con Samuels y a escucharlo. Samuels, un sujeto bajito, algo calvo, muy hablador, le hizo promesas de todo tipo, y Barbara accedió a dejarse entrevistar ante las cámaras, a contar parte de su vida con el ya tristemente célebre Hombre de Hielo.

El problema era que Samuels no jugaba limpio y ejercía de chivato para la fiscalía general. Las autoridades creían que Richard había cometido, en realidad, muchos más crímenes de los que le habían achacado (¡gran verdad!), y esperaban que Samuels pudiera hacer hablar a Richard de otros asesinatos de los que ellos no sabían nada. Según razonaban, Richard no tenía nada que perder, y quizá pudiera abrirse y aclarar algún homicidio pendiente de resolver.

Richard ya llevaba cuatro años en la cárcel. En términos generales, había aprendido a aceptar su suerte. No se metía en los asuntos de nadie, seguía una política de vivir y dejar vivir. La verdad es que Richard era, interior y exteriormente, duro como una piedra. Sabía que el Estado solo podría aplicarle un verdadero castigo si él consentía que su encarcelación lo hiciera sufrir; de modo que no estaba dispuesto a consentirlo.

Lo que sí que le producía mucha pesadumbre era la pérdida de su querida familia… de su Barbara; de su Lady. En general, no se permitía a sí mismo pensar en ellos; pero, cuando lo hacía, le afectaba. Sentado en el camastro de su celda, se echaba a llorar. Jamás lloraba delante de nadie. Como sabía que moriría en la cárcel, que solo saldría de allí muerto, propuso a Barbara que se divorciaran. Aquello era muy duro para él, era de las cosas más duras que había hecho en su vida; pero, según dice, quería que Barbara siguiera haciendo su vida y, con la intervención de la división de Servicios Sociales de la prisión estatal de Trenton, Richard se divorció de Barbara. Aquel fue un momento dolorosísimo para él; pero firmó con estoicismo los papeles sin consentirse a sí mismo pensar en ello, imaginarse a Barbara con otro hombre. Richard había tenido siempre la capacidad sorprendente de confinar sus emociones, y eso fue lo que hizo entonces. Pero seguía queriendo a Barbara más que nunca. Le escribía cartas todos los días. Le decía cuánto la quería, cuánto la echaba de menos; le decía una y otra vez cuánto sentía todo lo sucedido.

Barbara no solía responder a sus cartas. Había llegado a la conclusión de que era «un monstruo». Un monstruo que la había engañado, que le había mentido y que se había aprovechado de ella.

La celda de Richard en el módulo de alta seguridad de la prisión estatal de Trenton mide un metro ochenta por dos metros cuarenta; es demasiado pequeña, con mucho, para un hombre de su tamaño; pero él se ha acostumbrado, según dice. En la celda hay un retrete, un catre de metal fijo a la pared de acero y cubierto con un colchón delgado, y un lavabo;y eso es todo. Tiene un televisor pequeño y puede oír la radio con auriculares siempre que quiera. Ya no se pasea de un lado a otro de la celda ni se mira al espejo para maldecirse. Ha aceptado su suerte en la vida, su destino.

Parece, cosa rara, que a Richard le ha sentado bien la cárcel. Nunca ha tenido un aspecto mejor. Se dejó una gruesa perilla canosa, está fuerte y robusto y camina con flexibilidad de movimientos y con aire de autoridad. Todos, presos y guardias, saben quién es, y nadie se mete con él. Consiguió un destino en la biblioteca jurídica de la cárcel; se dedica a entregar libros en préstamo y a recogerlos. El horario de las prisiones estatales de todo el país es siempre el mismo. Para llevar bien una cárcel es indispensable que se siga un horario regular, para que los presos sepan que existe un plan ordenado, un régimen fijo al que tienen que ceñirse. El desayuno se sirve a las 6.30 de la mañana, el almuerzo a las 11.30, la cena a las 4.30. A los presos que tienen destinos se les permite salir de sus celdas para ir a trabajar. Al principio, Richard no quería saber nada del trabajo, pero acabó por comprender que no podía quedarse sentado en su celda, pudriéndose, y optó por sacar el mejor partido posible de la situación.

Es notorio que las cárceles son lugares peligrosos, pero casi nadie está dispuesto a tener roces con el Hombre de Hielo. A Richard ha llegado a gustarle su mote; le parece muy adecuado, pues sabe que, en efecto, él es como el hielo. Desde su adolescencia era capaz de matar a un ser humano o de torturar animales sin el menor reparo. Todavía no sabe si esta tendencia suya era innata o si la adquirió, pero sabe que es muy diferente de las demás personas, y eso le gusta. Está orgulloso de ello.

Richard sigue pensando en su padre, sigue lamentándose de no haberlo matado. Considera que si existió algún factor que contribuyera especialmente a convertirlo en el Hombre de Hielo, ese factor fue sin duda Stanley Kuklinski. No es que yo pretenda echar la culpa de nada a nadie, pero me convirtió en un hijo de perra malvado, eso se lo digo yo.

Joseph, el hermano de Richard, se hundió cada vez más en la enfermedad mental. Cuando llegó Richard a la cárcel, su hermano ya llevaba preso unos dieciocho años. Hablaba solo constantemente, solía hablar a otros presos, e incluso a los guardias, de la niña que había matado. Estaba orgulloso de aquello. Había perdido casi todos los dientes. Tenían que obligarle a la fuerza a bañarse y a ducharse. Cuando se duchaba, lo hacía con la ropa puesta. A lo largo de los años se había «casado» con varios hombres en la cárcel, y habían tenido que operarlo varias veces del recto por la frecuencia y la brutalidad con que lo habían sodomizado.

Richard no quería saber absolutamente nada de su hermano. No había olvidado nunca lo que había hecho Joseph, y todavía le guardaba el rencor. De vez en cuando se cruzaban, y Richard hacía como si su hermano fuera invisible, como si para él fuera transparente como un cristal. A Joseph tenían que tenerlo en la unidad de Atención Especial. Según explicó hace poco el guardia Silverstein, de la prisión de Trenton, solía atrapar cucarachas, las secaba, las machacaba, las mezclaba con serrín y astillas de lápiz y se las fumaba liándolas en papel higiénico.

Joseph dijo a Silverstein que estaba casado con la niña que mató, que era su esposa. Cuando un funcionario fue a hablar con Joseph de su posible libertad condicional futura, este se bajó los pantalones y se burló del funcionario. Joseph no quería salir de la prisión; quería morir en la cárcel, y lo consiguió en el invierno del 2003. Cuando Richard se enteró de que su hermano había muerto, se alegró. Seguía considerando a su hermano un violador, un asesino de niños, y no era nada para él. Ni en la vida ni en la muerte, según dijo hace poco.

Richard sigue odiando a los violadores con furor. La primera vez que tuvo problemas en la prisión estatal de Trenton fue porque otro preso de su módulo estaba condenado por violación, y Richard le dijo que lo dejara en paz, que si se acercaba a él «te romperé todos los huesos de tu puto cuerpo miserable».

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