John Tolkien - El hobbit

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El águila regresó, lo agarró por el dorso de la chaqueta, y se lanzó fuera. Esta vez el vuelo fue corto. Muy pronto Bilbo estuvo tumbado, temblando de miedo, en una amplia repisa en la ladera de la montaña. No había manera de descender hasta allí, sino volando; y no había sendero para bajar excepto saltando a un precipicio. Allí encontró a todos los otros, sentados de espaldas a la pared montañosa. El Señor de las Águilas estaba también allí y hablaba con Gandalf.

Quizá a Bilbo no se lo iban a comer, después de todo. El mago y el águila parecían conocerse de alguna manera, y aún estar en buenas relaciones. En realidad Gandalf, que había visitado a menudo las montañas, había ayudado una vez a las águilas y había curado al Señor de una herida de flecha.

Así que como veis, «prisioneros» quería decir «prisioneros rescatados de los trasgos» solamente, y no cautivos de las águilas. Cuando Bilbo escuchó la conversación de Gandalf comprendió que por fin iban a escapar real y verdaderamente de aquellas cimas espantosas. Estaba discutiendo planes con el Gran Águila para transportar lejos a los enanos, a él y a Bilbo, y dejarlos justo en el camino que cruzaba los llanos de abajo.

El Señor de las Águilas no los llevaría a ningún lugar próximo a las moradas de los hombres.

—Nos dispararían con esos grandes arcos de tejo —dijo—, pensando que vamos a robarles las ovejas. Y en otras ocasiones estarían en lo cierto. ¡No! Nos satisface burlar a los trasgos, y pagarte así nuestra deuda de gratitud, pero no nos arriesgaremos por los enanos en los llanos del sur.

—Muy bien —dijo Gandalf— ¡Llevadnos a cualquier sitio y tan lejos como queráis! Ya habéis hecho mucho por nosotros. Pero mientras tanto, estamos famélicos.

—Yo casi estoy muerto de hambre —dijo Bilbo con una débil vocecita que nadie oyó.

—Eso tal vez pueda tener remedio —dijo el Señor de las Águilas.

Más tarde podríais haber visto un brillante fuego en la repisa de piedra, y las figuras de los enanos alrededor, cocinando y envueltos en un exquisito olor a asado. Las águilas habían traído unos arbustos secos para el fuego, y conejos, liebres y una pequeña oveja.

Los enanos se encargaron de todos los preparativos.

Bilbo se sentía demasiado débil para ayudar, y de cualquier modo no era muy bueno desollando conejos o picando carne, pues estaba acostumbrado a que el carnicero se la entregase lista ya para cocinar.

Gandalf estaba echado también, luego de haberse ocupado de encender el fuego, ya que Oin y Gloin habían perdido sus yescas. (Los enanos nunca fueron aficionados a las cerillas, ni siquiera entonces.)

Así concluyeron las aventuras de las Montañas Brumosas. Pronto el estómago de Bilbo estuvo lleno y confortado de nuevo, y sintió que podía dormir sin preocupaciones, aunque en realidad le habría gustado más una hogaza con mantequilla que aquellos trozos de carne tostada en varas. Durmió hecho un ovillo en la piedra dura, más profundamente de lo que había dormido nunca en el lecho de plumas de su propio pequeño agujero. Pero soñó toda la noche con su casa, y recorrió en sueños todas las habitaciones buscando algo que no podía encontrar, y que no sabía qué era.

7

Extraños aposentos

A la mañana siguiente Bilbo despertó con el Sol temprano en los ojos. Se levantó de un salto para mirar la hora y poner la marmita al fuego... y descubrió que no estaba en casa, de ningún modo.

Así que se sentó, deseando en vano un baño y un cepillo. No los consiguió, ni té, ni tostadas, ni panceta para el desayuno, sólo cordero frío y conejo. Y enseguida tuvo que prepararse para la inminente partida.

Esta vez se le permitió montar en el lomo de un águila y sostenerse entre las alas. El aire golpeaba y Bilbo cerraba los ojos.

Los enanos gritaban despidiéndose y prometiendo devolver el favor al Señor de las Águilas si alguna vez era posible, mientras quince grandes aves partían de la ladera de la montaña.

El Sol estaba todavía cerca de los lindes orientales. La mañana era fría, y había nieblas en los valles y hondonadas, y sobre los picos y crestas de las colinas.

Bilbo abrió un ojo y vio que las aves estaban ya muy arriba y el Mundo muy lejos, y que las montañas se empequeñecían atrás. Cerró otra vez los ojos y se aferró con más fuerza.

—¡No pellizques! —le dijo el águila—. No tienes por qué asustarte como un conejo, aunque te parezcas bastante a uno. Hace una bonita mañana y el viento sopla apenas. ¿Hay acaso algo más agradable que volar?

A Bilbo le hubiese gustado decir: «Un baño caliente y después, más tarde, un desayuno sobre la hierba»; pero le pareció mejor no decir nada y aflojó un poquito las manos.

Al cabo de un buen rato, las águilas divisaron sin duda el punto al que se dirigían, aún desde aquellas alturas, pues empezaron a volar en círculos, descendiendo en amplias espirales. Bajaron así un tiempo, y al final el hobbit abrió de nuevo los ojos.

La tierra estaba mucho más cercana, y debajo había árboles que parecían olmos y robles, y amplias praderas, y un río que lo atravesaba todo.

Pero sobresaliendo del terreno, justo en el curso del río que allí serpenteaba, había una gran roca, casi una colina de piedra, como una última avanzada de las montañas distantes, o un enorme peñasco arrojado millas adentro en la llanura por algún gigante entre gigantes.

Las águilas descendían ahora con rapidez una a una sobre la cima de la roca, y dejaban allí a los pasajeros.

—¡Buen viaje! —gritaron—. ¡Dondequiera que vayáis, hasta que los nidos os reciban al final de la jornada! —una fórmula de cortesía común entre estas aves.

—Que el viento bajo las alas os sostenga allá donde el Sol navega y la Luna camina —respondió Gandalf, que conocía la respuesta correcta.

Y de este modo partieron. Y aunque el Señor de las Águilas llegó a ser Rey de Todos los Pájaros, y tuvo una corona de oro, y los quince lugartenientes llevaron collares de oro (fabricados con el oro de los enanos), Bilbo nunca volvió a verlos, excepto en la batalla de los Cinco Ejércitos, lejos y arriba. Pero como esto ocurre al final de la historia, por ahora no diremos más.

Había un espacio liso en la cima de la colina de piedra y un sendero de gastados escalones que descendían hasta el río; y un vado de piedras grandes y chatas llevaba a la pradera del otro lado. Allí había una cueva pequeña (acogedora y con suelo de guijarros), al pie de los escalones, casi al final del vado pedregoso. El grupo se reunió en la cueva y discutió lo que se iba a hacer.

—Siempre quise veros a todos a salvo (si era posible) del otro lado de las montañas —dijo el mago—, y ahora, gracias al buen gobierno y a la buena suerte, lo he conseguido. En realidad hemos avanzado hacia el este más de lo que yo deseaba, pues al fin y al cabo ésta no es mi aventura. Puedo venir a veros antes que todo concluya, pero mientras tanto he de atender otro asunto urgente.

Los enanos gemían y parecían desolados, y Bilbo lloraba. Habían empezado a creer que Gandalf los acompañaría durante todo el trayecto y estaría siempre allí para sacarlos de cualquier dificultad.

—No desapareceré en este mismo instante —dijo el mago—. Puedo daros un día o dos más. Quizá llegue a echaros una mano en este apuro, y yo también necesito una pequeña ayuda. No tenemos comida, ni equipaje, ni poneys que montar; y no sabéis dónde estáis ahora. Yo puedo decíroslo. Estáis todavía algunas millas al norte del sendero que tendríamos que haber tomado, si no hubiésemos cruzado la montaña con tanta prisa. Muy poca gente vive en estos parajes, a menos que hayan venido desde la última vez que estuve aquí abajo, hace ya varios años. Pero conozco a alguien que vive no muy lejos. Ese Alguien talló los escalones en la gran roca, la Carroca creo que la llama. No viene a menudo por aquí, desde luego no durante el día, y no vale la pena esperarlo. A decir verdad, sería muy peligroso hacerlo. Ahora tenemos que salir y encontrarlo; y si todo va bien en dicho encuentro, creo que partiré y os desearé como las águilas «buen viaje adondequiera que vayáis».

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