John Tolkien - El hobbit

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Caminaron y caminaron. El accidentado sendero desapareció. Los arbustos y las largas hierbas entre los cantos rodados, las briznas de hierba recortadas por los conejos, el tomillo, la salvia, el orégano, y los heliantemos amarillos se desvanecieron por completo, y los viajeros se encontraron en la cima de una pendiente ancha y abrupta, de piedras desprendidas, restos de un deslizamiento de tierras. Empezaron a bajar, y cada vez que apoyaban un pie en el suelo, escorias y pequeños guijarros rodaban cuesta abajo; pronto trozos más grandes de roca bajaron ruidosamente y provocaron que otras piedras de más abajo se deslizaran y rodaran también; luego se desprendieron unos peñascos que rebotaron, reventando con fragor en pedazos envueltos en polvo.

Al rato, por encima y por debajo de ellos, la pendiente entera pareció ponerse en movimiento, y el grupo descendió en montón, en medio de una confusión pavorosa de bloques y piedras que se deslizaban golpeando y rompiéndose. Fueron los árboles del fondo los que los salvaron. Se deslizaron hacia el bosque de pinos que trepaba desde el más oscuro e impenetrable de los bosques del valle hasta la falda misma de la montaña. Algunos se aferraron a los troncos y se balancearon en las ramas más bajas, otros (como el pequeño hobbit) se escondieron detrás de un árbol para evitar las embestidas furiosas de las rocas. Pronto, el peligro pasó; el deslizamiento se había detenido, y alcanzaron a oír los últimos estruendos mientras los peñascos más voluminosos rebotaban y daban vueltas entre los helechos y las raíces de pino allá abajo.

—¡Bueno! Nos ha costado un poco —dijo Gandalf—, y aún a los trasgos que nos rastreen les costará bastante descender hasta aquí en silencio.

—Quizá —gruñó Bombur—, pero no les será difícil tirarnos piedras a la cabeza —los enanos (y Bilbo) estaban lejos de sentirse contentos, y se restregaban las piernas y los pies lastimados y magullados.

—¡Tonterías! Aquí dejaremos el sendero de la pendiente. ¡Deprisa, tenemos que apresurarnos! ¡Mirad la luz!

Hacía largo rato que el Sol se había ocultado tras la montaña. Ya las sombras eran más negras alrededor, aunque allá lejos, entre los árboles y sobre las copas negras de los que crecían más abajo, podían ver todavía las luces de la tarde en las llanuras distantes. Bajaban cojeando ahora, tan rápido como podían, por la pendiente menos abrupta de un pinar, por un inclinado sendero que los conducía directamente hacia el sur. En ocasiones se abrían paso entre un mar de helechos de altas frondas que se levantaban por encima de la cabeza del hobbit; otras veces marchaban con la quietud del silencio, sobre un suelo de agujas de pino; y durante todo ese tiempo la lobreguez se iba haciendo más pesada y la calma del bosque más profunda. No había viento aquel atardecer que moviera al menos con un susurro de mar las ramas de los árboles.

—¿Tenemos que seguir todavía más? —preguntó Bilbo cuando en la oscuridad del bosque apenas alcanzaba a distinguir la barba de Thorin que ondeaba junto a él y la respiración de los enanos sonaba en el silencio como un fuerte ruido—. Tengo los dedos de los pies torcidos y magullados, me duelen las piernas, y mi estómago se balancea como una bolsa vacía

—Un poco más —dijo Gandalf

Luego de lo que pareció siglos más, salieron de pronto a un espacio abierto sin árboles. La Luna estaba alta y brillaba en el claro. De algún modo todos tuvieron la impresión de que no era precisamente un lugar agradable, aunque no se veía nada sospechoso. De súbito oyeron un aullido, lejos, colina abajo, un aullido largo y estremecedor. Le contestó otro, lejos, a la derecha, y muchos más, más cerca de ellos; luego otro, no muy lejano, a la izquierda. ¡Eran lobos que aullaban a la Luna, lobos que llamaban a la manada! No había lobos que vivieran cerca del agujero del señor Bolsón, pero conocía el sonido. Se lo habían descripto a menudo en cuentos y relatos. Uno de sus primos mayores (por la rama Tuk), que había sido un gran viajero, los imitaba a menudo para aterrorizarlo. Oírlos ahora en el bosque bajo la Luna era demasiado para Bilbo. Ni siquiera los anillos mágicos son muy útiles contra los lobos, en especial contra las manadas diabólicas que vivían a la sombra de las montañas infestadas de trasgos, más allá de los límites de las tierras salvajes, en las fronteras de lo desconocido. ¡Los lobos de esta clase tienen un olfato más fino que los trasgos! ¡Y no necesitan verte para atraparte!

—¡Qué haremos, qué haremos! —gritó—. ¡Salir de trasgos para caer en lobos! —dijo, y esto llegó a ser un proverbio, aunque ahora decimos «de la sartén al fuego» en las situaciones incómodas de este tipo.

—¡A los árboles, rápido! —gritó Gandalf; y corrieron hacia los árboles del borde del claro, buscando aquellos de ramas bajas o bastante delgados para escapar trepando por los troncos. Los encontraron con una rapidez insólita, como podéis imaginar; y subieron muy alto confiando como nunca en la firmeza de las ramas.

Habríais reído (desde una distancia segura) si hubieseis visto a los enanos sentados arriba, en los árboles, las barbas colgando, como viejos caballeros chiflados que jugaban a ser niños.

Fili y Kili habían subido a la copa de un alerce alto que parecía un enorme árbol de Navidad. Dori, Nori, Ori, Oin y Gloin estaban más cómodos en un pino elevado con ramas regulares que crecían a intervalos, como los rayos de una rueda. Bifur, Bofur, Bombur y Thorin estaban en otro pino próximo. Dwalin y Balin habían trepado con rapidez a un abeto delgado, escaso de ramas, y estaban intentando encontrar un lugar para sentarse entre el follaje de la copa. Gandalf, que era bastante más alto que el resto, había encontrado un árbol inaccesible para los otros, un pino grande que se levantaba en el mismísimo borde del claro. Estaba bastante oculto entre las ramas pero, cuando asomaba la Luna, se le podía ver el brillo de los ojos. ¿Y Bilbo? No pudo subir a ningún árbol, y corría de un tronco a otro, como un conejo que no encuentra su madriguera mientras un perro lo persigue mordiéndole los talones.

—¡Otra vez has dejado atrás al saqueador! —dijo Nori a Dori mirando abajo.

—No me puedo pasar la vida cargando saqueadores —dijo Dori—, ¡túneles abajo y árboles arriba! ¿Qué te crees que soy? ¿Un mozo de cuerda?

—Se lo comerán si no hacemos algo —dijo Thorin, pues ahora había aullidos todo alrededor, acercándose más y más—. ¡Dori! —llamó, pues Dori era el que estaba más abajo, en el árbol más fácil de escalar—. ¡Ve rápido, y dale una mano al señor Bolsón!

Dori era en realidad un buen muchacho a pesar de que protestara gruñendo. El pobre Bilbo no consiguió alcanzar la mano que le tendían aunque el enano descendió a la rama más baja y estiró el brazo todo lo que pudo. De modo que Dori bajó realmente del árbol y ayudó a que Bilbo se le trepase a la espalda.

En ese preciso momento los lobos irrumpieron aullando en el claro. De pronto hubo cientos de ojos observándolos desde las sombras. Pero Dori no soltó a Bilbo. Esperó a que trepara de los hombros a las ramas, y luego saltó. ¡Justo a tiempo! Un lobo le echó una dentellada a la capa cuando aún se columpiaba en la rama de abajo y casi lo alcanzó. Un minuto después una manada entera gruñía alrededor del árbol y saltaba hacia el tronco, los ojos encendidos y las lenguas fuera.

Pero ni siquiera los salvajes wargos (pues así se llamaban los lobos malvados de más allá del Yermo) pueden trepar a los árboles. Por el momento los expedicionarios estaban a salvo. Afortunadamente hacía calor y no había viento. Los árboles no son muy cómodos para estar sentados en ellos un largo rato, cualquiera que sea la circunstancia, pero al frío y al viento, con lobos que te esperan abajo y alrededor, pueden ser sitios harto desagradables.

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