John Tolkien - El hobbit

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—¡Y aquí está el saqueador! —dijo Bilbo adelantándose y metiéndose entre ellos, y quitándose el anillo.

¡Señor, cómo saltaron! Luego hubo gritos de sorpresa y alegría. Gandalf estaba tan atónito como cualquiera de ellos, pero quizá más complacido que los demás. Llamó a Balin y le preguntó qué pensaba de un centinela que permitía que la gente llegara así sin previo aviso. Por supuesto, la reputación de Bilbo creció mucho entre los enanos a partir de ese momento. Si, a pesar de las palabras de Gandalf, dudaban aún de que era un saqueador de primera clase, no lo dudaron más. Balin era el más desconcertado; pero todos decían que había sido un trabajo muy bien hecho. Bilbo estaba en verdad tan complacido con estos elogios, que se rió entre dientes, pero nada dijo acerca del anillo; y cuando le preguntaron cómo se las había arreglado, comentó:

—Oh, simplemente me deslicé, ya sabéis... con mucho cuidado y en silencio.

—Bien, ni siquiera un ratón se ha deslizado nunca con cuidado y en silencio bajo mis mismísimas narices sin que yo lo descubriera —dijo Balin—, y me saco el sombrero ante ti —cosa que hizo; y agregó—: Balin, a vuestro servicio.

—Vuestro servidor, el señor Bolsón —dijo Bilbo.

Luego quisieron conocer las aventuras de Bilbo desde el momento en que lo habían perdido, y él se sentó y les contó todo, excepto lo que se refería al hallazgo del anillo (no por ahora, pensó). Se interesaron en particular en la pugna de las adivinanzas y se estremecieron como correspondía cuando les describió el aspecto de Gollum.

—Y luego no se me ocurría ninguna otra pregunta con él sentado junto a mí —concluyó Bilbo—, de modo que dije: «¿Qué hay en mi bolsillo?». Y no pudo adivinarlo por tres veces. De modo que dije: «¿Qué hay de tu promesa? ¡Enséñame el camino de salida!». Pero él saltó sobre mí para matarme, y yo corrí, caí, y me perdí en la oscuridad. Luego lo seguí, pues oí que se hablaba a sí mismo. Pensaba que yo conocía realmente el camino de salida, y estaba yendo hacia él. Al fin se sentó en la entrada y yo no podía pasar. De modo que salté sobre él y escapé corriendo hacia la puerta.

—¿Qué pasó con los centinelas? —preguntaron los enanos—. ¿No había ninguno?

—¡Oh, sí! Muchísimos, pero los esquivé. Me quedé trabado en la puerta, que sólo estaba abierta una rendija, y perdí muchos botones —dijo mirándose con tristeza las ropas desgarradas—. Pero conseguí escabullirme... y aquí estoy.

Los enanos lo miraron con un respeto completamente nuevo, mientras hablaba sobre burlar centinelas, saltar sobre Gollum y abrirse paso, como si no fuese muy difícil o muy inquietante.

—¿Qué os dije? —exclamó Gandalf riendo—. El señor Bolsón esconde cosas que no alcanzabais a imaginar —le echó una mirada rara a Bilbo por debajo de las cejas pobladas mientras lo decía, y el hobbit se preguntó si el mago no estaría pensando en el episodio que él había omitido.

Tenía sus propias preguntas que hacer ahora, pues si Gandalf ya había explicado todo a los enanos, Bilbo no lo había oído aún. Quería saber cómo Gandalf había vuelto a aparecer, y qué habían convenido hasta ese momento. El mago, a decir verdad, nunca se molestaba por tener que explicar de nuevo sus habilidades, de modo que ahora le dijo a Bilbo que tanto Elrond como él estaban bien enterados de la presencia de trasgos malvados en esa parte de las montañas. Pero la entrada principal miraba antes a un desfiladero distinto, más fácil de cruzar, y a menudo apresaban a gente ignorante cerca de las puertas. Era evidente que los viajeros ya no tomaban ese camino, y los trasgos habían abierto hacía poco una nueva entrada en lo alto de la senda que habían tomado los enanos, pues hasta entonces había sido un paso seguro.

—Tendría que salir a buscar un gigante más o menos decente para que bloquee otra vez la puerta —dijo el mago—, o pronto no habrá modo de cruzar las montañas.

Tan pronto como Gandalf había oído el aullido de Bilbo, comprendió lo que había pasado. Luego del relámpago que había fulminado a los trasgos que se le echaban encima, se había metido corriendo en la grieta, justo cuando iba a cerrarse. Siguió detrás de los trasgos y prisioneros hasta el borde de la gran sala, y allí se sentó, preparando la mejor magia posible entre las sombras.

—Fue un asunto muy delicado —dijo—. Francamente difícil.

Pero Gandalf, por supuesto, había hecho un estudio especial de los encantamientos con fuego y luces (hasta el mismo hobbit, como recordaréis, no había olvidado aquellos mágicos fuegos de artificio en las fiestas del Viejo Tuk, las noches del solsticio de verano). El resto ya lo sabemos, excepto que Gandalf conocía perfectamente la puerta trasera, como los trasgos denominaban a la entrada inferior, donde Bilbo había perdido sus botones. En realidad, cualquiera que conociese aquella parte de las montañas conocía también la entrada inferior, pero había que ser un mago para no perder la cabeza en los túneles y seguir la dirección correcta.

—Construyeron esa entrada hace siglos —dijo—, en parte como una vía de escape, si necesitaban una, en parte como un camino de salida hacia las tierras de más allá, donde todavía merodean en la noche y causan gran daño. La vigilan siempre, y nadie jamás ha conseguido bloquearla. La vigilarán doblemente a partir de ahora —Gandalf se rió.

Los demás rieron con él. Al fin y al cabo, habían perdido bastantes cosas, pero habían matado al Gran Trasgo y a otros muchos, y habían escapado todos, y en verdad podía decirse que hasta ahora habían llevado la mejor parte.

Pero el mago hizo que volvieran a la realidad.

—Tenemos que marchar enseguida, ahora que hemos descansado un poco —dijo—. Saldrán a centenares detrás de nosotros cuando caiga la noche; y ya las sombras se están alargando. Pueden oler nuestras huellas horas después de que hayamos pasado por algún sitio. Tenemos que estar a muchas millas de aquí antes del anochecer. Habrá algo de Luna, si el cielo se mantiene despejado, lo que es una suerte. No es que a ellos les importe demasiado la Luna, pero un poco de luz ayudará a que no nos extraviemos.

—¡Oh, sí! —dijo en respuesta a más preguntas del hobbit—. Perdiste la noción del tiempo en los túneles de los trasgos. Hoy es jueves, y fuimos capturados la noche del lunes o la mañana del martes. Hemos recorrido millas y millas, bajamos atravesando el corazón mismo de las montañas, y ahora estamos al otro lado; todo un atajo. Mas no estamos en el punto al que nos hubiese llevado el desfiladero; estamos demasiado al norte, y tenemos por delante una región algo desagradable. Y nos encontramos aún a bastante altura. ¡De modo que en marcha!

—Estoy tan terriblemente hambriento —gimió Bilbo, quien de pronto advirtió que no había probado bocado desde la noche anterior a la noche anterior a la última noche.

¡Quién lo hubiera pensado de un hobbit! Sentía el estómago flojo y vacío, y las piernas muy inseguras, ahora que la excitación había concluido.

—No puedo remediarlo —dijo Gandalf—, a menos que quieras volver y pedir amablemente a los trasgos que te devuelvan el poney y los bultos.

—¡No, gracias! —respondió Bilbo.

—Muy bien entonces, no nos queda más que apretarnos los cinturones y marchar sin descanso... o nos convertiremos en cena, y eso sería mucho peor que no tenerla nosotros.

Mientras marchaban, Bilbo buscaba por todos lados algo para comer; pero las moras estaban todavía en flor, y por supuesto no había nueces, ni tan siquiera bayas de espino. Mordisqueó un poco de acedera, bebió de un pequeño arroyo de la montaña que cruzaba el sendero, y comió tres fresas silvestres que encontró en la orilla, pero no le sirvió de mucho.

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