Alicia Bartlett - Día de perros

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Día de perros: краткое содержание, описание и аннотация

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A la inspectora Petra Delicado y al subinspector Fermín Garzón les cae un caso aparentemente poco brillante: se ha encontrado malherido, a consecuencia de una paliza, a un individuo a todas luces marginal. El único ser que le conoce es un perro con tan poco pedigrí como su amo. El hombre muere sin recobrar la conciencia. Para la pareja de detectives comienza una búsqueda en la que la única pista es el perro. Con un capital tan menguado los dos policías se adentran en un mundo sórdido y cruel, un torrente subterráneo de sangre que sólo fluye para satisfacer las pasiones más infames.
Día de perros
Ritos de muerte
«
» Alicia Giménez Bartlett.
Las novelas de la serie “Petra Delicado” han recibido el premio «
» el año 2006.

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—¿Por sorpresa con toda esa cantidad de mordeduras?

—No sabemos si la mató a la primera y siguió mordiendo después.

Me puse en pie. El dolor de cabeza había empezado a apretarme las sienes.

—¿Eran muy amigos Garzón y ella?

—Muy amigos, sí.

—¡Joder!, ¿y cómo piensas decírselo?

—¿He de decírselo yo?

—¡Mujer, trabaja contigo!

Llamé por teléfono al subinspector. Era la única alternativa que tenía y, además, era mi deber. Al menos, en la escena del suceso había más gente y cuando llegara, yo encontraría alguien que me ayudara a disminuir la tensión.

—¿Subinspector Garzón?

—Diga, inspectora. Perdone si me he retrasado, pero ya iba para comisaría.

—Garzón, ha pasado algo malo, quiero que me escuche y que conserve la serenidad.

—Joder, inspectora, no me asuste.

—Han encontrado muerta a Valentina en su casa, Fermín. Creen que fue Morgana quien la atacó repetidas veces hasta dejarla sin vida.

No hubo más que silencio del otro lado del auricular.

—Me ha entendido, ¿verdad?

—Sí.

—¿Se encuentra bien?

—Sí.

—¿Viene para acá?

—Sí.

Llegó el forense, y llegó el juez, y por último, sin corbata y con las faldas de la americana revoloteando al viento, llegó Garzón. Evité mirarlo a la cara, evité hablar con él. Vi desde cierta distancia cómo se acercaba al lugar donde estaba el cuerpo, cómo se agachaba y levantaba una esquina de la manta que lo cubría. Sánchez le daba todo tipo de explicaciones. Escuchaba muy quieto. Entonces me acerqué, le puse la mano en el hombro. Se volvió, me miró, su cara era de palo, sus ojos estaban vacíos de expresión.

—Fermín —dije.

—Hola, inspectora —respondió con voz completamente opaca.

—El forense dice que murió a las dos de la mañana, y ha confirmado que son dentelladas de perro. Ahora se la llevarán para hacerle la autopsia —terció Sánchez.

—Su perra no la mató —afirmó muy bajo Garzón—. Inspector Sánchez, sospecho que se trata de un asesinato. ¿Puede usted ordenar un registro exhaustivo?

Sánchez lo miró con una sombra de duda, acto seguido contestó:

—Naturalmente. Ahora mismo digo que lo registren todo otra vez, que tomen huellas y muestras de tejido de alfombras y cortinas. Sacrificaremos al perro y mandaré que le inspeccionen los dientes, que busquen restos de sangre.

—No es necesario que lo sacrifiquen, yo lo sacaré de la caseta.

—Le será imposible, Fermín.

Garzón no contestó. Se dirigió hacia la caseta. Al verlo, el animal empezó a gruñir. El subinspector no se detuvo. Todos cuantos estábamos allí quedamos en suspenso, las miradas se centraron en él. Se agachó frente a la pequeña puerta, alargó una mano abierta hacia su interior y dijo quedamente:

—Ven, Morgana, ven.

La perra salió de su escondrijo casi gateando y buscó protección bajo las piernas de mi compañero. Éste empezó a acariciarla en silencio. No se movían, y nadie se atrevía a interrumpirlos. Me acerqué.

—Fermín, tienen que llevarse a la perra, van a analizarle los dientes.

—Dígales que no la sacrifiquen, buscaremos a alguien que se quede con ella.

—Está bien, no se preocupe, se lo diré.

Tomó a la perra del collar, la desató y ésta lo siguió mansamente hasta la furgoneta. El forense le inyectó un calmante y se la llevaron.

Garzón se quedó mirando cómo se alejaba el vehículo. Tenía que arrastrarlo fuera de allí aunque sólo fuera unos minutos. De ninguna manera debía presenciar el traslado del cadáver.

—Vámonos a tomar un café, subinspector.

—¿Un café? —preguntó como si hubiera olvidado el significado de la palabra.

—Sí, sólo será un ratito, vámonos.

—¿Y el registro?

—El inspector Sánchez queda al cuidado; descuide, ya ha oído que lo harán exhaustivo.

Lo empujé con suavidad pero firmemente. Entramos en un barucho lleno de estrepitosos trabajadores que desayunaban.

—¿Lo quiere con leche, Fermín?

Asintió distraído y ausente.

Bebíamos el café en silencio. Yo oía las bromas que los obreros se gastaban entre sí, la narración neutra de las noticias radiofónicas sumándose al jaleo, el sonsonete de la máquina tragaperras incitando a jugar desde un rincón. La rutina alegre de una mañana normal. Nunca he tenido dotes para lo heroico ni lo emotivo. No se me dan bien los pésames, ni los consuelos, ni las frases de ánimo. No hay nada que decir frente a la adversidad; puede que todo en la vida llegue a tener solución, pero hay algo inicuo en recordarle eso a alguien que está sufriendo. Todo lo que se me ocurrió hacer fue proponerle a Garzón:

—¿Nos tomamos una copa, subinspector?

Aceptó, y en cuanto la tuvo en la mano, se la bebió de un trago. Luego dijo:

—A Valentina la ha matado su amante.

—¿Con un perro?

—La ha matado su amante —repitió.

—¿Qué sabe usted de ese amante, Fermín?

—Nada, tiene huevos la cosa, nada. Nunca quise preguntarle, ni ella me habló. —Se quedó un segundo abstraído y añadió—: Vámonos, quiero ver cómo marcha ese registro.

Bien, el flanco profesional era un buen camino para poder afrontar la realidad. De regreso a la casa comprobé que ya se habían llevado el cadáver. Sánchez nos encaró enseguida.

—Hemos encontrado algo en la caseta del perro —dijo—. ¡Figueredo, tráigame la prueba!

—Es que ya la hemos llevado al coche, inspector.

—¿Y quién les manda... ? ¡Tráigame la prueba, cojones! —Mientras el guardia se alejaba, Sánchez se volvió hacia mí y comentó con aire conspicuo—: Cualquier día va a haber que pedirles las cosas por favor.

Cuando regresó Figueredo, llevaba una libreta en las manos. Garzón casi se la arrebató y empezó a hojearla nerviosamente. Un rictus de dolor le cruzó la cara, después me la tendió. Era la tercera libreta contable de Lucena. Sin duda alguna, su letra, sus números y, esta vez sí, una contabilidad de cifras elevadas que podían coincidir con su dinero escondido en el zulo.

—¿Dónde estaba? —pregunté.

—Dentro de una grieta profunda que hay en la pared interior de la caseta. Buen escondite, ¿verdad?, nadie hubiera tenido pelotas para meterse ahí. ¿Os dice algo esta libreta?

—Sí, Sánchez, me temo que vamos a tener que indicarle al comisario que nos hacemos cargo de esto; creo que entra dentro del caso que estamos llevando.

—Pues no sabes cuánto me alegro, este asunto pinta mal.

Garzón estaba serio como un enterrador. Cuando nos metimos en mi coche siguió un amplio intervalo de silencio. Luego, oí cómo su voz estallaba con violencia:

—¡Está bien, Petra, dígalo ya, puede decirlo cuando quiera! Valentina estaba conchabada con los asesinos de Lucena, quizás fue ella misma quien lo asesinó. Por eso congenió conmigo desde el principio, para sacarme información, para saber lo que íbamos descubriendo y pasárselo a sus cómplices. ¿Por qué no lo dice?, ¡dígalo ya!, ¡diga que soy un imbécil!

Había chillado.

—Serénese, Garzón, y no anticipe acontecimientos. Si quiere hablaremos de eso, pero con tranquilidad, cuando lleguemos a mi despacho.

—Perdóneme, pero me parece estar en una pesadilla.

—Tranquilícese, es inútil lamentarse. Investigaremos y veremos qué ha sucedido.

Una vez en comisaría ocupé mi asiento, Garzón se dejó caer pesadamente en una silla. Ojeé de nuevo la libreta. No había ninguna duda, era la tercera libreta de Lucena. Cogí el teléfono y llamé a Juan Monturiol.

—¿Juan? Tengo que pedirte un nuevo favor. No es algo agradable. Se trata de asistir a una autopsia. Hay unos mordiscos de perro que quiero que veas. Sí, quedaremos más tarde, te llamaré.

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