José Abasolo - Lejos De Aquel Instante

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`Lejos de aquel instante` obtuvo en 1996 el Premio de Novela Prensa Canaria y fue candidata al Premio Hammett de la Semana Negra de Gijón a la mejor novela policíaca en castellano, todo lo cual confirma a José Javier como uno de los autores españoles de género negro mas destacados del panorama actual, cuya proyección en otros países empieza a resultar imparable con la traducción de su obra al francés.
Una joven de una prominente familia desaparece sin decir nada ni a familiares ni amigos, un periodista recibe una visita desagradable, un antiguo exiliado que llegó a ser alto cargo en los servicios de inteligencia de los Estados Unidos decide regresar a su tierra tras haberse jubilado. Simultaneamente, un detective de complicado pasado, un inspector de policía al que sus superiores marginan y un agente de la CIA que desea prosperar en la organización, se sumergen en la investigación de cada uno de los sucesos que acabarán irremediablemente unidos, enlazando oscuros acontecimientos ocurridos en la lejana época de la Segunda Guerra Mundial con las tramas del narcotráfico que actuan impunemente hoy en día.

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– Eso es un vulgar chantaje.

– En efecto, así que tú decides. La cabeza de Marcos Ruiz o la cabeza de Antonio Alférez.

– Siempre se sale con la suya, ¿verdad?

– ¡Ojalá fuera eso cierto! Simplemente me limito a hacer mi trabajo.

Antonio Alférez no sabía dónde encontrar a Marcos Ruiz, pero sí sabía dónde encontrar a su novia -o lo que sea de él, añadió-, que vivía en Las Arenas, en un ático de la calle Santa Ana. El edificio era nuevo y los materiales con los que había sido construido, de primera. Seguramente el ático había costado un pastón. El gurú de Bakio debía de codearse con gente importante.

El ascensor hacía menos ruido al moverse que el que podía escucharse en un monasterio cartujo, y en su interior podría haberse celebrado una boda. La vivienda de la novia de Marcos Ruiz ocupaba todo el ala derecha y hacia allí encaminó sus pasos Iñaki Artetxe cuando salió de él. Desde que pulsó el timbre hasta que la puerta se abrió transcurrieron escasos segundos. En el interior de la casa, una mujer totalmente desnuda y con la mirada extraviada le agarró de la mano y, casi a la fuerza, le obligó a entrar.

Dentro, el olor a marihuana era asfixiante, superaba con creces al del incienso en los templos hindúes. Después de su primera sorpresa, Artetxe reconoció a la chica. Era la morenita de ojos verdes que le había recibido en el caserío y que luego le había rociado los ojos con aerosol. Tenía un cuerpo menudito pero apetecible, con el negro pelo cortito y unos pechos pequeños pero erectos. Además, estaba totalmente fumada. Artetxe no sabía qué hacer, si volver en otro momento o quedarse a ver cómo evolucionaban los acontecimientos. Iba a elegir lo segundo, pero no fue necesario, ya que la morenita decidió por él al empujarle contra un mullido sofá y montar encima de él, mientras le abría la bragueta.

– Héctor, mi amor, sabía que eras tú; sabía que ibas a venir, mi amor, amor, amor, amor, amor… Héctor, mi amor, dámelo todo, mi amor, amor, amor…

Si algo tenía claro en ese momento Iñaki Artetxe es que Héctor no era su segundo nombre de pila y, aunque no estaba muy seguro de ello, posiblemente tampoco lo era de Marcos Ruiz. Cuando su músculo más juguetón estaba entre las manos de la morenita dio un salto y se zafó de su suave presa. Estaba sudando pese a que no se había movido. Indudablemente este recibimiento era mejor que la despedida del otro día, pero le había entrado miedo. No estaba allí para hacer el amor con una mujer drogada, sino para averiguar los motivos últimos de la muerte de Begoña González. Además, podía ser una trampa. Sólo faltaría que le acusaran de violación. No pensaba en esto último seriamente, ya que la chica tendría que ser muy buena actriz para aparentar, sin estarlo, el grado de intoxicación que llevaba encima, pero más le valía prevenir que lamentar.

Cuando golpearon la puerta y oyó gritar «policía», el corazón le dio un vuelco. Como pudo la enfundó en una bata de seda que encontró en un armario y fue a abrir la puerta. El ver a la policía municipal le tranquilizó un poco.

– ¿Qué desean? -preguntó.

– Lamentamos molestarle -contestó uno de los dos policías, el de más rango-, pero hemos recibido una denuncia por escándalo y ruidos superiores a lo tolerable.

– Entiendo, miren, mi novia acaba de recibir una mala noticia por teléfono y se está comportando de un modo extraño. Quizá de ahí provenga la confusión.

No había acabado de pronunciar estas palabras cuando la morenita, que se había desprendido de la bata, se acercó a la puerta.

– ¿Qué ocurre, cariño? Di a esos hombres que se vayan y cógeme entre tus brazos.

– En seguida, espera un momento. Mira, hablo un poco con los señores y ahora vuelvo. Vete abriendo la cama -añadió con lo que pretendía ser un guiño erótico. Luego, dirigiéndose a los municipales-: Lamento lo que ocurre. Si lo prefieren, me traslado con ustedes a la comisaría y allí me explico mejor.

– No es mala idea, pero ¿será prudente dejar sola en casa a su novia?

– Sí, no habrá ningún problema. Como consecuencia de la noticia se ha tomado tres cubalibres seguidos, así que lo más probable es que en cuanto abra la cama se quede totalmente dormida.

– De acuerdo, entonces. Acompáñenos, por favor.

La estancia en comisaría no se prolongó demasiado. El sargento de los municipales le dijo que no era nada raro que una de las vecinas de la chica pusiera denuncias a todo el mundo y por cualquier motivo.

– Pero es tía de un concejal, así que denuncia que pone, denuncia que tenemos que atender. Lo lamento, y estése tranquilo. Si no le importa pasamos a máquina la declaración, nos la firma, la archivamos y hasta otra.

Mientras el sargento e Iñaki Artetxe esperaban a que se transcribiera la declaración, un policía irrumpió en la oficina y preguntó al primero si era él quien acababa de venir de un ático de la calle Santa Ana.

– Sí, en efecto. ¿Por qué?

– La chica que vivía allí acaba de saltar por la terraza. Ha muerto al instante.

28

Aquella mañana del mes de octubre no se presentaba muy gratificante para el inspector Rojas. Por de pronto, nada más llegar a las oficinas del Grupo, tuvo que pelearse con la máquina de escribir para redactar un aburrido informe sobre un asunto rutinario. No había acabado de redactar el escrito cuando entró, todo sonrisas, la rutilante estrella del Grupo, el protegido del comisario Manrique, el inspector Merino, en suma.

– Caramba, Manolo, qué madrugador te veo, y convertido en un auténtico chupatintas, por ende.

El «grrr» que recibió por contestación, seguido de un igualmente expresivo «brmmm», no desanimaron a Merino, imbuido totalmente del espíritu de alma de la fiesta.

– Tranquilo, chaval, que vengo a rescatarte. Levanta el culo de ese polvoriento asiento y sal a la calle, que el crimen nos espera. Se ha cometido un asesinato y tienes que hacerte cargo del caso.

– Bueno, ¿de qué se trata? -preguntó Rojas, dejando de teclear en la máquina e interesándose, muy a su pesar, por las últimas palabras de Merino.

– Una mujer que acaba de matar a su marido, la muy bestia. Como sigamos dejando que las feministas hagan lo que les sale de los ovarios no sé hasta dónde vamos a llegar, y que conste que no soy machista, ¿eh? Ha ocurrido esta mañana, en Orduña. La Guardia Civil se ha ocupado del caso, pero desde el Gobierno Civil nos han dicho que hagamos nosotros las diligencias. Últimamente se han vuelto muy formalistas, ya sabes.

– Sí, ya sé.

Claro que sabía. En vez de trabajar en aquello que era interesante y prioritario, le seguían enviando a realizar trabajos aburridos en los que lo único que podía demostrar era que hacía muy bien los recados. Pero era su trabajo y no le quedaba más remedio que hacerlo. Además, para acabar de rematar la faena, ese día había huelga en el transporte de pasajeros, por lo que la carretera estaba colapsada. Tardó tres veces más de lo habitual en llegar a su destino, con una mala leche considerable y un gasto de gasolina que intuía irrecuperable.

En el cuartelillo de los civiles estaban esperando su llegada. El sargento Arjona, su panzudo comandante de puesto, le hizo pasar al cuchitril que tenía por oficina y le hizo un breve resumen de lo ocurrido.

– Como ves -dijo para finalizar-, el asunto está claro. Una señora que se ha hartado de su marido y en lugar de divorciarse, cosa que no está bien vista por la Iglesia -añadió entre grandes risotadas-, decidió acabar con él de una santa vez. Yo casi prefiero el divorcio.

– Me gustaría ver las diligencias que habéis hecho y entrevistarme con la mujer.

– Por supuesto, lo tenía todo previsto. Aquí tienes las diligencias; en cuanto a la mujer, está aquí mismo, en nuestros calabozos. Cuando acabes la lectura te llevaremos junto a ella. Tengo que salir, así que quédate en el despacho con toda tranquilidad. No hay ninguna prisa por nuestra parte.

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