Jean-Christophe Grange - El Imperio De Los Lobos

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París, época actual. Anne Heymes, esposa de un alto funcionario francés, sufre una insólita alteración psicológica: se siente extraña a sí misma, como si su cuerpo estuviera habitado por otra persona, su marido la pone en tratamiento psicológico, que solo consigue despertar en Anne la ansiedad de reencontrar a alguien que intuye perdido en algún rincón de su mente.
De forma simultánea aparecen los cadáveres terriblemente mutilados de tres inmigrantes clandestinas turcas. Todo apunta hacia crímenes de carácter ritual, por lo que el inexperto inspector encargado del caso acude a Schiffer, un veterano policía que está en el dique seco a causa de su poco limpia trayectoria moral, pero perspicaz y buen conocedor de la comunidad turca de París.
Dos anécdotas, aparentemente inconexas, de las muchas que salpican el día a día de la ciudad. Pero estas estaban llamadas a encontrarse, a resolverse la una por la otra. De este modo, la explotación del trabajo clandestino, las rutas del tráfico de drogas, la manipulación de las mentes, la crispada política turca son otros tantos hilos conductores de una intriga dura, absorbente, cruelmente verosímil, que combina thriller científico, novela policíaca clásica, suspenso político e incluso terror, y que sin duda se encuentra en la cumbre de la novela negra de nuestros días.
A finales de 2005 se ha estrenado una película, dirigida por Chris Nahon e interpretada por Jean Reno, basada en este libro.

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Se detuvo al otro lado de la explanada del Trocadéro, entre los edificios de los dos museos, frente al cauce del Sena. Sentado en la escalinata, se dejó ganar por la belleza del espectáculo. Los jardines desplegaban sus terrazas, fuentes y estatuas en una escenografía mágica. El puente de Iéna lanzaba manchas de luz sobre el río en dirección a la Torre Eiffel, en la orilla opuesta, que parecía un enorme pisapapeles de hierro. A su alrededor, los sombríos edificios del Campo de Marte dormían envueltos en un silencio de templo. El conjunto evocaba un recóndito reino del Tíbet, un maravilloso Xanadú situado en los confines del mundo conocido.

Paul dejó afluir los recuerdos de las últimas horas.

Primero, había intentado hablar con los cirujanos por teléfono. Pero la primera llamada lo había convencido de que perdía el tiempo: le habían colgado a la primera de cambio. Además, su prioridad era enseñarles las fotografías de las víctimas y la de Anna Heymes, que Schiffer le había dejado en la comisaría de Louis-Blanc.

En consecuencia, se había presentado en casa del cirujano «sospechoso» que vivía más cerca, en la rue Clément-Marot. De origen colombiano y millonario, el médico, según Arnaud, tenía fama de haber operado a la mitad de los «padrinos» de Cali y Medellín. Su reputación de habilidad era inmensa Se aseguraba que podía operar con la mano derecha o con la izquierda indiferentemente.

A pesar de la hora, el artista no se había acostado, o al menos no dormía. Paul lo había interrumpido en pleno retozo erótico en la perfumada penumbra de su vasto loft. No le había visto el rostro con claridad, pero era evidente que las fotos no le decían nada.

La segunda dirección correspondía a una clínica situada en la rue Washington, al otro lado de los Campos Elíseos.

Paul había llegado justo cuando el cirujano se disponía a iniciar una intervención urgente sobre un gran quemado y había jugado sus cartas: carnet tricolor, unas palabras sobre el asunto y los retratos. El matasanos ni siquiera se había quitado la mascarilla quirúrgica. Había negado con la cabeza y se había vuelto hacia su achicharrado paciente. Paul recordaba el comentario de Arnaud: el colombiano cultivaba piel humana artificialmente. Se decía que, tras quemar las yemas de los dedos, podía modificar las huellas digitales para completar el cambio de identidad del criminal de turno…

Paul volvió a lanzarse a las calles.

El tercer cirujano dormía plácidamente en su piso de la avenue d'Eylau, cerca del Trocadéro. Otra celebridad, a la que se atribuían intervenciones a las mayores estrellas del mundo del espectáculo. Pero nadie sabía «quiénes» ni «qué» había operado. Se rumoreaba que también él se había cambiado la cara tras sus devaneos con la justicia de su país de origen, Sudáfrica.

Lo había recibido en actitud desafiante, con las dos manos metidas en los bolsillos del batín, como un pistolero listo para desenfundar. Tras observar las fotografías con repugnancia, su respuesta había sido categórica: «No la he visto jamás».

Paul había salido de aquellas tres visitas como de una profunda apnea. A las seis de la mañana se había sentido repentinamente falto de signos familiares, de referencias tranquilizadoras. Por eso había llamado a su única familia, o a lo que quedaba de ella. La llamada no lo había reconfortado. Reyna seguía viviendo en otro planeta. Y, en las profundidades de su sueño, Céline estaba a años luz de su propio universo. Un mundo en el que los asesinos introducían roedores vivos en el sexo de las mujeres, en el que los policías cortaban falanges para obtener confesiones…

Paul alzó la vista. El espectro de la aurora se recortaba contra el cielo como la curva de un astro lejano. Poco a poco, la ancha franja malva fue adquiriendo un tono rosado y destilando un color de azufre en lo alto de su arco, que empezaba a cubrirse de brillantes partículas blancas. La mica del día…

Se puso en pie y volvió sobre sus pasos. Cuando llegó a la place du Trocadéro, las cafeterías estaban abriendo. Vio las luces de Malakoff, la cervecería donde estaba citado con Naubrel y Matkowska, los dos tenientes de la policía judicial.

El día anterior les había ordenado que olvidaran la pista de las cámaras de alta presión y recopilaran todo lo que pudieran encontrar sobre los Lobos Grises y su historia política. Si iba a concentrarse en la Presa, quería conocer también a los cazadores.

Al llegar a la puerta de la cervecería, se detuvo y reflexionó sobre el nuevo problema que le preocupaba desde hacía horas: la desaparición de Jean-Louis Schiffer. No había dado señales de vida desde la conversación telefónica de las once de la noche. Paul había intentado hablar con él repetidas veces, pero en vano. Podía haberse temido lo peor, haberse inquietado por su vida, pero no: más bien presentía que aquel cabrón lo había dejado en la estacada. Recuperada la libertad, el Cifra debía de haber dado con una buena pista y la estaba siguiendo en solitario.

Paul procuró reprimir su cólera y mentalmente le concedió una nueva oportunidad: le daba hasta las diez de la mañana para aparecer. Cumplido el plazo, lanzaría una orden de búsqueda. No le faltaba más que eso.

Empujó la puerta de la cervecería sintiendo que su humor volvía a ensombrecerse.

58

Los dos tenientes ya lo estaban esperando en el fondo del bar. Antes de reunirse con ellos, Paul se frotó la cara y trató de alisare la parka. Quería recobrar parte de la apariencia de lo que era -su superior jerárquico- y no parecer un vagabundo surgido de la noche.

Cruzó el local, demasiado iluminado, demasiado renovado, donde todo parecía falso, desde las arañas hasta los respaldos de los bancos. Falso cinc, falsa madera y falso cuero. Un garito pretencioso, saturado de vapores de alcohol y olor a tapa, pero todavía desierto.

Paul se sentó frente a sus investigadores v contempló con placer sus risueños rostros. Como policías, Naubrel y Matkowska no serían unos linces, pero tenían el entusiasmo de su juventud. Le recordaban el camino que él nunca había sabido tomar: el de la ligereza y la despreocupación.

Empezaron abrumándolo con detalles sobre sus investigaciones nocturnas. Paul pidió un café y los atajó:

– Muy bien, chicos. Vamos al grano.

Tras cambiar una mirada de complicidad con su compañero, Naubrel abrió una gruesa carpeta llena de fotocopias.

– Los Lobos Grises son, ante todo y en primer lugar. un asunto político. por lo que hemos podido entender, en los años sesenta, las ideas de izquierda estaban en auge en Turquía. Exactamente igual que en Francia. Como reacción, la extrema derecha subió, como la espuma. Un tal Alpaslan Türkes, un coronel que había coqueteado con los nazis, formó un partido: el partido de Acción Nacionalista. Él y sus hordas se presentaron como una muralla contra la amenaza roja

– A la sombra de ese grupo oficial -dijo Matkowska tomando el relevo- empezaron a surgir centros ideológicos destinados a los jóvenes. Primero en las facultades y más tarde en el campo. Los chicos que se adherían a ellos se hacían llamar los «Idealistas» y también los «Lobos Grises». -El teniente consultó sus notas-. Bozkurt , en turco.

Aquellos datos corroboraban los que le había dado Schiffer.

– En los años setenta -siguió explicando Naubrel-, la tensión entre comunistas y fascistas llegó a su punto culminante. Los Lobos Grises tomaron las armas. En determinadas regiones de Anatolia se crearon centros de entrenamiento. En ellos, los jóvenes Idealistas recibían adoctrinamiento político, aprendían artes marciales y se iniciaban en el manejo de las armas. Campesinos analfabetos se convirtieron en asesinos armados, entrenados y fanáticos.

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