Jean-Christophe Grange - El Imperio De Los Lobos

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París, época actual. Anne Heymes, esposa de un alto funcionario francés, sufre una insólita alteración psicológica: se siente extraña a sí misma, como si su cuerpo estuviera habitado por otra persona, su marido la pone en tratamiento psicológico, que solo consigue despertar en Anne la ansiedad de reencontrar a alguien que intuye perdido en algún rincón de su mente.
De forma simultánea aparecen los cadáveres terriblemente mutilados de tres inmigrantes clandestinas turcas. Todo apunta hacia crímenes de carácter ritual, por lo que el inexperto inspector encargado del caso acude a Schiffer, un veterano policía que está en el dique seco a causa de su poco limpia trayectoria moral, pero perspicaz y buen conocedor de la comunidad turca de París.
Dos anécdotas, aparentemente inconexas, de las muchas que salpican el día a día de la ciudad. Pero estas estaban llamadas a encontrarse, a resolverse la una por la otra. De este modo, la explotación del trabajo clandestino, las rutas del tráfico de drogas, la manipulación de las mentes, la crispada política turca son otros tantos hilos conductores de una intriga dura, absorbente, cruelmente verosímil, que combina thriller científico, novela policíaca clásica, suspenso político e incluso terror, y que sin duda se encuentra en la cumbre de la novela negra de nuestros días.
A finales de 2005 se ha estrenado una película, dirigida por Chris Nahon e interpretada por Jean Reno, basada en este libro.

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Una llave con la tija perforada y un numero grabado: 4C 32.

Cien contra uno a que es una consigna, pensó.

49

– No. Una consigna, no. Ahora se utilizan códigos.

Cyril Brouillard era un cerrajero genial. Jean-Louis Schiffer había descubierto su cartera en el escenario de un robo en el que habían abierto una caja fuerte considerada inviolable con virtuosismo. Personado en el domicilio del titular de la documentación, se encontró ante un joven de hirsuto pelo rubio y miope. «Con un nombre así, deberías concentrarte más», le había advertido devolviéndole la cartera. Schiffer hizo la vista gorda a cambio ele una litografía original de Bellmer.

– ¿Entonces, qué?

– Un self-stockage .

– ¿Cómo?

– Un guardamuebles.

Desde aquella noche, Brouillard no le negaba nada. Apertura de puertas para registros sin orden judicial; forzado de cerraduras para flagrantes delitos nocturnos; efracción de cajas fuertes para obtener documentos comprometedores… El chaval era una alternativa perfecta a las autorizaciones legales.

Vivía encima de su establecimiento, situado en la rue de Lancry, el taller de cerrajero que había montado con el producto de sus excursiones nocturnas.

– ¿Puedes decirme algo más?

Brouillard inclinó la llave bajo la lámpara direccional. Era un revientacajas fuera de serie: se acercaba a la cerradura, y se producía el milagro. Una vibración, un tacto. Un misterio entraba en acción. Schiffer no se cansaba nunca de observarlo manos a la obra. Tenía la sensación de sorprender una faceta oculta de la naturaleza. La esencia misma de un don inexplicable.

– Surger -murmuró el ganzúa-. Se ven las letras en filigrana, aquí, en el canto.

– ¿Lo conoces?

– Ya lo creo. Tengo cosas allí. Accesible día y noche.

– ¿Dónde está?

– Château-Laudon. Rue Girard.

Schiffer tragó saliva. La tenía en ebullición.

– ¿Se necesita código para entrar?

– AB 756. Tu llave lleva el número 4C 32. Cuarto nivel. La planta de los miniboxes. -Cyril Brouillard alzó los ojos y se tocó la montura de las gafas-. La planta de los pequeños tesoros dijo con voz cantarina.

50

El edificio dominaba las vías de la estación del Este, imponente y solitaria como un carguero entrando en puerto. El inmueble de cuatro pisos tenía aspecto de reformado y recién pintado. Una isla de pulcritud llena de bienes en tránsito.

Schiffer franqueó la primera barrera y cruzó el aparcamiento.

A las dos de la mañana, esperaba ver surgir a un vigilante en mono negro con las siglas SURGER, blandiendo una porra eléctrica y sujetando un agresivo perrazo.

Pero no apareció nadie.

Marcó el código y abrió la puerta acristalada. Al fondo del vestíbulo, sumido en una extraña penumbra roja, había un pasillo con suelo de cemento flanqueado de persianas metálicas. Cada veinte metros, pasillos perpendiculares cruzaban el principal y sugerían un laberinto de compartimientos.

Avanzó en línea recta bajo las luces de emergencia hasta llegar al fondo, ante una escalera de estructura vista. Sus pasos producían ruidos sordos, casi inaudibles, sobre el cemento gris perla. Schiffer saboteó aquel silencio, aquella soledad, aquella tensión mezclada con el poder del intruso.

Al llegar al cuarto piso se detuvo. Ante él se abría otro pasillo con Puertas menos separadas. «La planta de los pequeños tesoros.» Schiffer buscó en el interior de un bolsillo y sacó la llave. Leyó los números de las puertas, se perdió y acabó encontrando la 4C 32.

Iba a abrir la cerradura, pero se quedó inmóvil. Casi podía sentir la presencia de la Otra, de la mujer que aún no tenía nombre, tras la hoja de la puerta.

Se arrodilló, hizo girar la llave en la cerradura y, de un tirón seco levantó la persiana metálica.

En la penumbra, apareció un cubículo de un metro de ancho por un metro de fondo. Vacío. No se desanimó. No esperaba encontrar un cuarto atestado de muebles y electrodomésticos.

Se sacó del bolsillo la linterna que le había cogido prestada a Brouillard. Acuclillado en el umbral, barrió lentamente el cubo de cemento iluminando cada rincón y cada pared, hasta descubrir una caja de cartón en la del fondo.

La Otra, cada vez más cerca.

Penetró en la oscuridad y se detuvo junto a la caja. Sujetó la linterna entre los dientes y empezó la inspección.

Vestidos, invariablemente oscuros, firmados por grandes modistos. Issey Miyake. Helmut Lang. Fendi. Prada… Sus dedos se enredaron en la ropa interior. Una claridad negra: eso fue lo que pensó. Los tejidos eran de una suavidad, de una sensualidad casi indecentes. Los visos parecían retener sus propios reflejos. Los encajes, estremecerse al contacto de sus dedos… Esta vez, no hubo deseo, ni erección: la pretensión de aquellas prendas, el orgullo socarrón que podía leer en ellas le cortaban la excitación.

Siguió buscando y encontró una llave envuelta en un pañuelo de seda.

Una llave extraña, tosca, de tija plana.

Más trabajo para el señor Brouillard.

Le faltaba la última certeza.

Siguió palpando, levantando, revolviendo…

De pronto, un broche de oro que representaba una amapola atrajo el haz de la linterna como un escarabajo mágico. Soltó la linterna cubierta de saliva, escupió y murmuró en la penumbra:

Allaha sükür! [1] Has vuelto.

NUEVE

51

Mathilde Wilcrau nunca había estado tan cerca de una cámara de positrones.

Por fuera, la máquina se parecía a un escáner convencional; un gran cilindro blanco en cuyo interior penetraba una camilla de acero inoxidable provista de instrumentos de análisis y medición; un soporte colocado al lado sostenía un gotero; sobre una mesita con ruedas se alineaban las jeringuillas envasadas al vacío y los tarros de plástico. En la penumbra de la sala, el conjunto dibujaba una estructura extraña, un grandioso jeroglífico.

Para encontrar un aparato como aquel, los fugitivos habían tenido que trasladarse al Hospital Universitario de Reims, a cien kilómetros de París. Eric Ackermann conocía al director del servicio de radiología. Lo localizaron en su domicilio; el médico había acudido de inmediato y recibió al neurólogo con efusividad, como un oficial de puesto fronterizo hubiera recibido la inesperada visita de un general de leyenda.

Ackermann llevaba seis horas atareado en torno a la máquina. Mathilde Wilcrau lo observaba trabajar desde la cabina de control. Inclinado sobre Anna, que estaba tumbada con la cabeza en el interior del aparato, ponía inyecciones, regulaba la perfusión, proyectaba imágenes sobre un espejo oblicuo situado en el interior del arco superior del cilindro y, sobre todo, hablaba.

Viéndolo agitarse como un poseso al otro lado del cristal, Mathilde no podía evitar cierta fascinación. Aquel hombretón inmaduro al que no le habría prestado el coche, había realizado con éxito, en un contexto de violencia política extrema, un experimento cerebral único. Había dado un paso de gigante en el conocimiento y el control del cerebro.

Un avance que, en otras circunstancias, habría podido impulsar el desarrollo de terapias tan revolucionarias como para inscribir su nombre en los manuales de neurología y psiquiatría. ¿Tendría el método Ackermann una segunda oportunidad?

El desgarbado pelirrojo seguía agitándose en torno a la máquina con movimientos nerviosos. Mathilde sabía leer bajo sus gestos. Independientemente de la efervescencia de la sesión, Ackermann era un drogadicto. Enganchado a las anfetaminas u otros estimulantes. Por lo demás, apenas habían llegado, había hecho una visita de «avituallamiento» a la farmacia del hospital. Las drogas de síntesis encajaban perfectamente con aquel hombre de mente insaciable, que había vivido por y para la química…

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