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Enrique Vila-Matas: La asesina ilustrada

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Enrique Vila-Matas La asesina ilustrada

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Este inquietante y misterioso libro criminal fue escrito por Enrique Vila-Matas cuando en 1975 vivía en París y leyó que a Unamuno, mientras vivía en esa misma ciudad, se le ocurrió la idea de una novela que provocara la muerte de quien la leyera. Vila-Matas sufrió un leve revés cuando, al decidir llevar a cabo el proyecto de este libro asesino, y comentárselo a Marguerite Duras, que era entonces su casera, ella le dijo que se trataba de algo irrealizable, que nunca ningún libro fue como la tumba de Tutankhamon, lo que llevó a Vila-Matas a comprender que sólo lograría el efecto mortal buscado si practicaba el crimen en el espacio estricto de la escritura. Publicado por primera vez en 1977, La asesina ilustrada significó la revelación de Vila-Matas como escritor.

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Retiraron el cadáver de Herrera, y, cuando por fin se hubieron marchado todos de la casa, me quedé sola y la recorrí habitación por habitación. Me entretuve mucho en la biblioteca, inmensa y llena de atractivos. Cuando entré de nuevo en el estudio, algo llamó mi atención: todo seguía igual que cuando encontré el cuerpo de Herrera, todo excepto la disposición de los papeles y libros que había sobre su mesa de trabajo. Había desaparecido, sin que acertara a explicármelo, aquel cuaderno de música en cuya portada yo había leído, en grandes caracteres, «La asesina ilustrada». Papeles y libros aparecían muy revueltos, pero me pareció que tan sólo aquel cuaderno era lo que había desaparecido de allí. Pensé que Elena Villena se lo había llevado y me pregunté por qué lo había hecho. Rendida de sueño, me acosté en la cama que había en el estudio. La desaparición del cuaderno hizo que durmiera intranquila. No dejaba de recordar todos los sucesos de aquel día; presentí que iba a tener un mal sueño.

Aquella noche vi que la luna brillaba a través de un anillo de niebla entre las altas ramas de los árboles que escoltan la vía del ferrocarril que une la ciudad de Barcelona con la de Sitges. Por un momento, dentro del sueño, me preguntaba por qué había vuelto tan pronto a mi país y pensaba que sin duda estaba soñando, aunque finalmente abandonaba la idea. En mi compartimento del tren, sentado a mi lado, había un viajero que se obstinaba en hablarme. Yo estaba leyendo el libro de memorias de Herrera, y la lectura me arrastraba a enamorarme de Elena Villena. Apenas prestaba atención a las palabras de aquel incordiante viajero que se empeñaba en contarme una historia. «Estaba yo mirando hacia el palo de sonda», me decía, «cuando vi que un marino abandonaba su ocupación y se tendía sobre cubierta. Su actitud me extrañó. Yo no sé si ha viajado usted alguna vez en barco…» Dejaba muy pronto de escucharle y seguía leyendo mi libro, pero al poco rato volvía a prestar cierta atención al viajero y comprobaba que éste seguía hablando, aunque había dado un giro notable a su relato: «Esto, una vez que se hizo usual», me decía, «explicaría por qué Feríeles mantuvo su posición durante mucho tiempo…» Volvía a la lectura de mi libro, pero cada vez me interesaba menos.

No podía concentrarme, y lo que es peor: no lograba prescindir de la monónota voz del viajero. «Escuche, escuche», oí que me decía, «escuche la lluvia golpear contra el techo y las ventanas del tren». No sabía qué responderle, mientras él me miraba sin expresión alguna. Por un momento pensaba en cambiar de compartimento, pero finalmente optaba por una solución más rápida: no volver a hacerle el más mínimo caso. Sin embargo, poco antes de llegar a la estación de Sitges, aquel hombre estaba ya hablándome cada vez más cerca del oído. Era obsesionante. «A él le mataron por la espalda, le dieron un susto. Esto es todo, créame», oí que me decía. Por suerte, en aquel momento, el tren se detenía en la estación de Sitges y yo descendía a toda velocidad. Caminaba hacia la playa. Iba vestida como un investigador privado: traje azul oscuro, corbata y vistoso pañuelo fuera del bolsillo, zapatos negros y calcetines de lana del mismo color, adornados con ribete azul oscuro. Iba por las calles de Sitges caminando alegre, silbando una canción, mirando los escaparates. De pronto recordaba que yo era nada más y nada menos que la detective encargada de solucionar el misterio de la muerte de Juan Herrera. Había ido a Sitges a trabajar en el caso. Caminando hacia la playa, llegaba, por un breve paseo entre matorrales de hibiscos en flor, al jardín de una gran torre.

Un hombre, de pie, inmóvil, me señalaba con el brazo una dirección, diciéndome cortésmente: «Haga el favor, es por ahí.» Muy educadamente, influida por su gentil tono de voz, le daba las gracias aun a sabiendas de que se me estaba mostrando simplemente la puerta de salida. A la larga, este incidente (una cordial intervención a no pisar terrenos que me estaban vedados) hacía mella en mi mermada moral y me devolvía al estado de mal humor del que ingenuamente creía haberme zafado. Pensaba que antaño, en mis buenos tiempos, una cosa así no me hubiera afectado para nada. Pasaba el día interrogando a imaginarios testigos de la muerte de Herrera. Al final, enloquecía y creía, por ejemplo, que todos los jardines del pueblo tenían un aire embrujado y que pequeños ojos salvajes, desde lo alto de los arbustos, me espiaban. A esto (pensaba) me había conducido tanto interrogatorio inútil y tantas indagaciones que lo único que conseguían era alejarme cada vez más de la verdad. Ya de noche, me sentaba en la terraza de un bar frente al mar e intentaba calmarme sin lograrlo. Era la viva imagen de la desesperación; bastaba con observarme unos segundos para comprobar inmediatamente que estaba perdiendo la razón. Hablaba sola, dirigiéndome a un comensal imaginario al que servía champán, a la vez que trataba de esposarlo culpabilizándole del asesinato de Herrera. A la hora de los postres, me sentía más relajada y me quedaba con una expresión muy dulce observando el alegre desfile de parejas de jóvenes enamorados que me miraban furtivamente cuando pasaban frente a mi mesa. Decidía que lo mejor que podía hacer era descansar y tomaba una habitación en un hotel frente al mar.

Tras una ducha fría, me acostaba y soñaba que soñaba que una de aquellas parejas de enamorados se me acercaba tímidamente y me entregaba un mensaje en el que podía leerse: «Si desea conocer la verdad, diríjase al 202 del Paseo Marítimo.» Precipitadamente abandonaba el hotel y me dirigía a la casa. A un timbre con eco sucedía la aparición de una joven de ojos muy negros, vestida de mayordomo, bellísima, que me invitaba a pasar a una habitación que parecía una antesala. Era un recinto que me resultaba vagamente familiar. Allí, medio cubierta por cortinajes de raso color marfil, con el pelo caído sobre la espalda a la manera de una crin de león, estaba Elena Villena, vestida con chaqueta de armiño, sujetando una copa, reposando su cabeza en un cojín de raso azul. «Así que usted está investigando», me decía ella riéndose. Yo callaba porque, entre otras cosas, ignoraba en aquel momento cuál era la respuesta más pertinente a aquellas insolentes palabras. Estaba, por otra parte, demasiado atemorizada para poder ironizar con gracia, como yo sabía hacerlo cuando copiaba el desparpajo habitual de los detectives. «Si anda buscando un culpable», me decía ella mirando hacia la puerta que se hallaba al fondo de la sala, «no espere hallarlo aquí».

Yo pensaba entonces que el culpable se hallaba en la sala. Bajo la luz de una vela, la joven mayordomo sonreía. Me daba cuenta entonces de un detalle en el que no había reparado: la joven usaba ojos de cristal. Cuando creía que, guiada por ella, me dirigía a la puerta que comunicaba con la otra sala me encontraba con la desagradable sorpresa de que la puerta daba simplemente a la calle. La joven mayordomo me invitaba a marcharme diciéndome con amabilidad: «Haga el favor, es por ahí.» Me rebelaba furiosa, quería hacer preguntas, gritaba, amenazaba, pero de nada servía. Afortunadamente me bastaban unos cuantos pasos por la calle, muy fría a aquella hora, para conseguir olvidarme de la escena anterior. Tras subir una dura rampa proseguía un camino que, en lo alto de una escollera, me conducía a un misterioso muelle. Al mirar hacia abajo me daba cuenta de que andaba demasiado cerca del borde, por el lado donde la escollera carecía de parapeto. Era muy evidente que no estaba en Sitges. Por debajo de la pared vertical se hundía mi mirada en el agua. El agua subía y bajaba contra la piedra. Las sombras del malecón la coloreaban de un verde oscuro, y ésta era la primera imagen realmente bella del sueño.

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