– Quiero saber tu opinión sobre lo sucedido. No me ocultes nada. Eres mi empleado, pero ahora quiero que te sientas como un amigo. Abre tu corazón.
Silencio.
– Pues… Se me ocurren muchos motivos por los que una chica de quince años perdería un colgante, don Julián…
– ¿Pero?
– La cadenilla está rota.
– Ya.
Silencio.
– Yo ya estoy preparado para todo, Quirós, incluso para que el teléfono suene y alguien me pida dinero. Para todo, también para lo peor. «Si me buscas, me hallarás muerta», recuerda su nota… Pero no, me corrijo, no para todo: no estoy preparado para decírselo a nadie. Ahora, tu pregunta. -Quirós solo quería saber si podía dejar aquel trabajo. Estaba deseando regresar a Madrid. Pero escuchó la negativa casi antes que las palabras-. Ni lo sueñes. Eres más imprescindible que nunca. Debes seguir con la profesora. No te contraté solo para que buscaras a mi hija, ¿recuerdas? También para que impidieras que esa mujer le diga a otros lo que no debe. Si te largas, se pondrá nerviosa y hará cosas por su cuenta.
– Es una persona discreta. El que me preocupa es el marido…
– Pues es de quien menos debes preocuparte. Tengo a unos cuantos hombres muy pendientes de él. Si se le ocurre publicar algo, lo eliminaré. Mi padre afirmaba que hasta el ángel de la misericordia es despiadado con los que provocan escándalos. En cuanto a ella… ¿Qué le has dicho?
– Que fui a denunciar la desaparición a la Guardia Civil.
– Pues asegúrale que la policía está trabajando y pídele que sea discreta.
– Es discreta, don Julián. Ella…
– Procura que continúe siéndolo.
Cuando colgó, la terraza seguía vacía. Entró en el hostal. El chaval del acné le entregó un papel. Acababan de dárselo dos chicos, dijo. No hubiese necesitado leerlo: era más de lo mismo. A Quirós las amenazas no le importaban, porque se había ganado la vida a costa de venderla muy barata. Puestos a ser sinceros, lo que de verdad le importaba era que la mujer no se enterase de aquel segundo anónimo. Así era Quirós. Hizo trizas el papel y salió a la calle. Todavía era pronto para llamar a Pilar. Todavía era pronto para que la mujer bajara. Sin embargo, aunque gris y sucio como un viejo pobre, no era pronto para el mar. El mar sí estaba. Decidió caminar un rato a su lado.
El paseo se hallaba vacío. En la playa, hombres en traje de faena escamondaban la arena con aspiradoras. A lo lejos flotaba un barco. Esta vez no era un velero sino un barco, Quirós podía distinguir sus amuras. Había carteles colgados de las farolas que anunciaban que aquel sería el día de la fiesta. Quirós seguía deprimido. La grisura de la mañana le traía recuerdos de su infancia. Y, sin embargo, habían sido tiempos felices, o no demasiado infelices: ayudaba a su padre con las tuberías y cisternas, jugaba a la pelota con los niños de su barrio, fumaba a escondidas en su cuarto; su prima, que era asturiana y mayor que él, le dijo un día que podía tocarla si deseaba. Y vaya si la tocó.
Sobre el muro del paseo, entre palillos planos de helados, vio un cubo de plástico y una pala. Se detuvo a mirar aquellos objetos porque recordó haber visto otros muy similares en la habitación de dos niños a los que había asesinado. Eran los hijos de un juez, un tal Conrado, o Currado. Había absuelto a quien no debía y condenado a quien menos debía aún. A Quirós le dijeron que no podía hacer excepciones con su esposa y sus hijos. Entró una noche en casa del juez y se aseguró de que el matrimonio dormía. Luego echó un vistazo en el cuarto de los niños. Eran pequeños, no más de ocho años el mayor. El mayor dormía abrazado a un oso y su hermano a una pistola. Ambos tenían las piernas muy abiertas, el mayor a lo largo de la cama y su hermano de través. Cerca de la cama del menor había un cubo y una pala. Quirós lo recordaba porque se le antojó curioso descubrir tales objetos en un lugar que no daba a ninguna costa sino a una urbanización del nordeste de Madrid. Los niños dormían profundamente. Quirós cerró la puerta en silencio, cogió la lata de gasolina y terminó de vaciarla en los escalones del portal. Aguardó a dos calles de distancia para asegurarse de que nadie saldría con vida. Salieron llamas, pero los bomberos lograron matarlas cuatro horas después. El humo sobrevivió algo más.
Quirós cogió el cubo y la pala y miró a su alrededor sin ver al posible propietario. Volvió a dejarlos sobre el muro y siguió caminando. El viento le tiraba de la chaqueta como un perro bondadoso. Sus piernas zanqueaban un poco, y, pese a que no hacía calor, empezó a sudar. También sentía cierto ahogo que le obligaba a respirar con la boca abierta, como si tuviera una humareda en el pecho. Coleccionó todas aquellas sensaciones y decidió que eran morirse. Uno no se muere cuando se muere, sino que se va muriendo desde antes. La muerte completa, para Quirós, aguardaba en lo alto y él tenía que hacer pausas durante la subida porque hasta morir le costaba esfuerzo. Le hubiese gustado tener compañía durante la ascensión, pero ¿quién? Por Pilar solo experimentaba un tibio afecto y hacía tiempo que había olvidado a otras mujeres. En cuanto a Marta…
No. En Marta no quería pensar. Menos aún junto al mar.
Dio media vuelta. En el cielo, desangelado, el sol no se decidía a salir.
Al regresar comprobó que la mujer aún no había bajado. La esperó mientras miraba la televisión. Era una telenovela, a Pilar le gustaban. El argumento de esta lo ignoraba. Además, ya había empezado. Aparecía un hombre moreno y todavía joven, en traje de baño, conducido a la fuerza por un chico y una chica hasta una piscina. Allí le enseñaban algo que había en el fondo -un cuerpo de mujer- y se reían del dolor que el hombre mostraba. La música consistía en golpes de tambor.
– Dime, Carlos Escorial -le decía la chica-. Qué te parece tu secretaria…
Luego había una fiesta con invitados en la misma casa: copas de champán, camareros, una muchacha de largo pelo trigueño. En un momento dado Carlos Escorial se acercaba a la cámara. Aparecía empapado, como si lo hubiesen arrojado también a la piscina.
– Quiero decirles -afirmaba temblando-, si están viendo esto, que es real, que está sucediendo ahora… y que yo, Carlos Escorial… soy de carne y hueso y no un personaje, y, aunque ustedes piensen que esto que digo son palabras escritas, la verdad es…
En ese punto la camarera morena cambió de canal. Quirós se lo agradeció. El barbudo, sentado en otra mesa, sin las pelirrojas, empezó a protestar. La camarera se disculpó y volvió a poner la tele novela, pero ya había terminado. En su lugar, había un resumen deportivo.
La mujer no apareció en toda la mañana, tampoco por la tarde. Al fin, cuando bajó a cenar, la descubrió en una mesa de la terraza bebiendo un líquido transparente. Vestía un fino traje chaqueta negro de manga corta y una blusa blanca, estaba elegante y bonita. Cuando inclinaba el vaso el limón le golpeaba los labios. A Quirós le encantó verla, pero no se lo dijo. Tampoco manifestó mayor alegría que otras veces, ni siquiera sonrió al sentarse frente a ella. La mujer, en cambio, parecía feliz, aunque también nerviosa. Jugaba con la alianza haciéndola deslizarse por la carne delgada y blanca; a ratos lanzaba miradas furtivas hacia su teléfono móvil, que había colocado sobre la mesa.
– Cuénteme solo lo bueno -le pidió ella. Su aliento despedía alcohol.
– La Guardia Civil está investigando. Ya sabe, han… Vamos, están en el lugar donde apareció el colgante. Dicen que lo más probable es que se le cayera. Van a venir expertos y técnicos.
– Expertos y técnicos.
– Sí, de Madrid. El asunto está en buenas manos, descuide… Claro, nos piden que seamos… En fin, mucha discreción… Todavía no quieren dar la noticia, porque en este momento lo mismo puede ser una cosa que otra, comprenda usted…
Читать дальше