– De Manuel Guerín. De lo que usted le contó a Soledad.
– Somos muertos hablando de otros muertos.
Tras aquella frase, el padre Sebastián Toro se sumió en un largo silencio. De repente, con un crujido de exhumación, el armario se abrió solo. No fue nada: a los muebles viejos les da, a veces, por tales sustos. Pero Nieves Aguilar, que tenía los nervios de punta, tuvo que reprimirse para no saltar.
– Hay un mal -dijo armónicamente el padre Toro con voz tan dulce que ella creyó no haberle entendido-. Hay muchos, pero sobre todo uno, y es peor de lo que podríamos imaginar. Está aquí, en este pueblo, escondido dentro de la complejidad de las cosas, aparentemente diminuto, casi invisible…
– ¿Qué es, padre? -preguntó, casi sin aliento, Nieves Aguilar.
– Dios lo sabrá. O el diablo. Yo no lo sé. Solo sé que cada vez que lo noto, cada vez que lo venteo, me pone la carne de gallina como si tuviese fiebre… -Dentro del armario se veían vestiduras sacerdotales. El ventilador las animaba. Se movían colgadas de sus ganchos, ondulaban. De pronto algo perdió fuerzas y finalizó. Nieves Aguilar contempló el ventilador quieto-. La luz -dijo el padre Toro-. Ha vuelto a irse. Es la fiesta de mañana, que se lo come todo. ¿Eres realmente madrileña, hija? Tienes la piel tan blanca… Pareces nórdica. Aquí vienen muchos escandinavos…
– Soy de Madrid. -La ausencia del consuelo monótono del ventilador había situado a Nieves Aguilar, de alguna forma, en un estado próximo a la desesperación-. Padre, ¿le dijo algo más a Soledad que…?
– Le presté libros.
– ¿Qué libros?
– Supongo que los que le faltaban de Manolo. Ella estuvo mirando en la caja de cartón, donde don Francisco guardaba todos los libros que Guerín le había dejado. Me dio pena la chiquilla y le dije que se llevara los que quisiera, pero que tendría que devolverlos… No sé por qué pensé que era una niña muy rica. Por eso quise prestarle algo, porque a mí todos los ricos me parecen pobres.
– ¿Podría ver esa caja, padre?
– Ahora está vacía. Se los llevó casi todos, y los que quedaron los puse en las estanterías. No me gusta la literatura, solo leo cosas sobre la naturaleza: las flores, en particular… A mí la naturaleza me interesa por encima de todo. El hombre es como el plástico, un invento moderno… Pero… -El padre Sebastián Toro se levantó, salió de la habitación, entró con un libro, se lo entregó-. He encontrado uno. Son poemas. Si te lo vas a llevar, déjame apuntarlo. Siempre anoto la fecha de las cosas que presto.
Nieves Aguilar se lo agradeció, y mientras lo guardaba en el bolso se le ocurrió hacer una pregunta que consideraba obvia.
– Por supuesto que la apunté también. -El padre Toro salió de nuevo, regresó hojeando un cuaderno, leyó una fecha en voz alta. Soledad lo visitó cuatro días antes de llamarme, calculó ella.
– Si se acordara usted -murmuró, trémula- del título de los libros que le prestó…
– Eran cuentos, creo… Ediciones del ayuntamiento, o de esas que uno mismo hace imprimir… Guerín no publicó gran cosa. Pero lo miraré más despacio. Si puedo, el lunes hablaré con un concejal para que te consigan ejemplares… ¿Y dices que un detective está investigando su desaparición?
De repente Nieves Aguilar se entregó al llanto.
Le pareció que lloraba mucho tiempo sin que nadie la consolara, la cabeza inclinada hacia delante, las manos aferradas al bolso.
Sueño había aparecido en lo alto de una colina, cimero, luminoso. Quirós trepaba a toda prisa mientras el perro lo contemplaba con ojos conmiserativos y azules. Era una mirada extraña que, a no dudar, quería decir algo: Nunca me atraparás. O más extraño aún: Es mejor para ti que nunca me atrapes. Despertó apretando un burujo de sábanas. Era sábado. Su reloj se había parado pero, a juzgar por la luz, no debían de ser aún las ocho. La ventana seguía trabada. Encajó el picaporte, forcejeó. Luego lo dejó estar. Se sentía deprimido, quizá tenía la tensión baja.
En la terraza, el chico acababa de instalar tres o cuatro mesas entre bostezos. Quirós desayunó a solas, abrevando los pulmones de aire de mar. Luego sacó el teléfono y pulsó un número. Le habían dicho cuándo podía llamar para recibir respuesta.
– Tras la muerte de su madre tuvo una época de pesadillas -dijo don Julián-. Sus gritos me despertaban, y al entrar en la habitación la encontraba de cara a la pared, como si la pared pudiera protegerla mejor que yo. La abrazaba y su corazón me golpeaba el pecho: bum, bum… Me parecía tener dos corazones. Entonces me contaba que todo le daba miedo: la lámpara en forma de cisne, su ropa doblada sobre la silla, su muñeca… Creía que los muebles crujían por una especie de mecanismo de poleas. Yo la abrazaba hasta que volvía a dormirse, pero, sobre todo, a callarse. Ahora me he puesto a recordar esos momentos. Dice mi hijo el físico que la luz de ciertas estrellas nos llega cuando ya han desaparecido. Hazte idea, Quirós: una luz del pasado. A mí ahora me visita esa luz. Y me pregunto si mi luz llegará a ella algún día. Mi hermano, el obispo, afirma que el amor de Dios es un espejo que se refleja en otro. ¿Sigues ahí, Quirós?
– Sí, señor -dijo Quirós.
– Recuerdo hasta el nombre de la doctora que le hizo pruebas psicológicas: la doctora Reuben, de Valdelosa. Me dijo que era inteligentísima pero demasiado imaginativa. Y Cevallos, su guía, lo mismo. También le encontraron una deficiencia de magnesio, como a su madre. Es un problema hereditario: a su madre le daban calambres y se quedaba inmóvil. Nadie lo sabía salvo yo. Con ella no nos pasó, por fortuna. Pero siempre fue una niña difícil. Todo esto te lo cuento porque a alguien tengo que decírselo, y sé que a ti puedo decirte cualquier cosa, Quirós.
– Sí, don Julián.
Las interferencias eran humo: a veces Quirós no veía bien las palabras de don Julián; otras, las perdía por completo.
– Por otra parte… Estoy a la espera de que Correa me llame. Creo que hemos encontrado al hombre ideal para que se encargue de todo. Es inspector de la brigada de desaparecidos, un tipo de fiar. En el ministerio me han dicho que trabaja con discreción, que es lo que importa. Tienes aún el colgante, ¿verdad?
– Sí, señor.
– Pues se lo entregarás a él, y solo a él. Ya te avisaré cuando llegue al pueblo. -Quirós sentía frío en la cabeza. Se puso el sombrero durante la pausa-. Ahora dime, Quirós. No te quedes con nada por dentro. Dime.
Quirós no tenía nada por dentro. Contemplaba el escaparate de una pequeña tienda para turistas enfrente del hostal, en la cuesta que llevaba a la playa La cinta del sujetador de un bikini se había desprendido de la percha y le daban ganas de romper el cristal y colocarla en su sitio.
– Si le soy totalmente honesto, don Julián…
– Ni hablar de cauces oficiales, si eso es lo que me vas a decir -tembló la voz del auricular-. No pienso dejar este asunto en manos de los patanes de la Guardia Civil de un pueblo. No quiero ver el rostro de mi hija colgado por todas partes y a los pueblerinos apuntándose como voluntarios para buscarla. No quiero que los periódicos, revistas y reality shows hagan su agosto con mi hija. Nadie debe enterarse de esto, y menos que nadie la policía. Por eso he hablado con la policía. -A Quirós no le sorprendía la contradicción: era propia del mundo de los ricos-. Conozco, incluso, a un productor que haría una película sobre el tema… -Zumbidos, palabras evaporadas-… ha sido degradada.
– Le oigo mal, don Julián.
– ¿Y ahora?
– Mejor.
– Tengo que hacerte una pregunta, Quirós.
– Y yo otra a usted. Pero pregunte usted primero.
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