Pablo Tusset - Lo mejor que le puede pasar a un cruasán

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Lo mejor que le puede pasar a un cruasán: краткое содержание, описание и аннотация

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Una de las mayores satisfacciones de la labor de editor es poder contemplar cómo los autores a los que publicaste en tu nivel de amateur se acaban abriendo paso por el mundo de la literatura profesional. Sin duda, los lectores más veteranos de las publicaciones de Artifex Ediciones (editora de esta página que tenéis en vuestras pantallas) recordarán con agrado el nombre de Pablo Tusset como el firmante de la novela corta La Residencia, primer número de la colección Artifex Serie Minor. Se trataba de una obra filosófica, abstracta, que desde un cierto despojamiento estilístico y narrativo buceaba en las cuestiones básicas de la existencia con una sencillez, una claridad y una naturalidad que a buen seguro se ganaron a muchos lectores. Desde luego, le proporcionaron un cúmulo de buenas críticas en las publicaciones del fandom, algo verdaderamente inusitado para un autor que venía de fuera del mundillo.
Lo mejor que le puede pasar a un cruasán, la novela con la que Tusset ha entrado por la puerta grande de la literatura (no hay más que leer el fajín que acompaña a la segunda edición, con unas ditirámbicas palabras de Manuel Vázquez Montalbán), no tiene absolutamente nada que ver con aquella obra primeriza, y sin embargo, como ella, es una gran novela. Juntas, demuestran que Tusset es un escritor madurísimo, versátil y del que podemos esperar obras de gran calado. Ojalá que a rebufo del éxito de Lo mejor… alguna editorial profesional se decida a reeditar La Residencia, con lo que un ámbito mayor de lectores, más allá del mundillo de los aficionados a la ciencia-ficción, podría percatarse de la variedad de palos que Tusset es capaz de tocar.
En esta novela, Pablo Tusset nos presenta a Pablo Miralles, un individuo mutifacetado que resulta al mismo tiempo carismático y repugnante, para entendernos, es una especie de cruce entre Ignatius Reilly (influencia explícitamente reconocida) y José Luis Torrente, un personaje picaresco que recorre la Barcelona de ayer mismo malviviendo y dedicado a sus vicios, a pesar de sus obvias cualidades intelectuales (eso sí, tirando a subversivas) y del colchón que le ofrece su pertenencia a una familia muy adinerada. La trama se articula en torno a una historia detectivesca: el hermano mayor de Miralles, modelo de hijo, marido y empresario, desaparece tras haberle hecho un misterioso encargo. La búsqueda del hermano perdido es la excusa para que Tusset nos presente el mundo de Miralles, una personalidad híbrida que lo mismo acude a una casa de putas que cena en un restaurante exclusivo o se liga, contra su voluntad y empujado por sus respetabilísimos padres, a una pacata niña casadera que resulta ser, ¡albricias!, ninfómana.
A lo largo de la novela se suceden las situaciones cómicas y los apuntes certerísimos que Tusset pone en boca de Miralles sobre todos los tipos humanos, ambientes y costumbres de la Barcelona contemporánea que se cruzan en su camino, con cierto aprecio en particular por la sátira de la burguesía acomodada. Son estos permanentes destellos de ingenio, que se siguen inagotablemente hasta la última página, los que hacen que Lo mejor que le puede pasar a un cruasán sea una lectura muy recomendable.
Por lo demás, si tuviera que señalar algún defecto, me detendría en los dos puntos flacos de la novela: el primero y más grave, un final apresurado y fuera de tono con el resto de la obra (defecto difícilmente soslayable cuando Lo mejor… se ha articulado como una historia policiaca, cosa que, en realidad, no es) que hace que las últimas cincuenta páginas empañen un poco el buen sabor de boca que se llevaba hasta entonces. Y el segundo, que probablemente casi nadie considerará un defecto, es la abierta intención de Tusset de gratificar al lector ofreciendo claves de novela contemporánea: sexo gratuito, cochazos rutilantes, drogas por un tubo, moderneces variadas como el uso de Internet (aunque, eso sí, hay una interesante aportación al respecto justo en la última página), etcétera. Probablemente son elementos que han resultado imprescindibles para que el autor haya pasado del circuito marginal a la profesionalidad, pero no puedo evitar pensar, al leer las páginas rebosantes de ingenio de Lo mejor que le puede pasar a un cruasán, que Tusset no los necesitaba para escribir una buena novela.

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Desalojé de allí inmediatamente, sin siquiera despedirme de SM y la Beba puesto que se suponía había de volver en un par de horas.

Tomé otro taxi de vuelta a casa. En el último momento le pedí al conductor que me dejara en Travesera, a la altura de los jardines privados. Ni López ni el Antoñito se esperaban la parada, me di cuenta de que el Kadett pasaba de largo y se detenía una manzana más allá al darse cuenta de que me apeaba del taxi. Caminé hacia atrás hasta el túnel que atraviesa el edificio y da a los jardines interiores. Costó un poco identificar al Nico entre el grupito que ocupaba uno de los bancos más recónditos.

Todo el mundo escondió las manos y puso cara de buen chico hasta que el Nico dio señales de conocerme y cada cual volvió a consumir su droga favorita.

– Qué quieres, picha.

– Un poco de farlopita, si tienes.

– Chachi, ¿cuánto quieres?

– ¿Cuánto tienes?

– Hombre…, no sé… Si me acompañas abajo te puedo pasar lo que quieras. Tengo cuatro gramitos.

– Vale, me llevo los cuatro.

Al Nico debió parecerle una venta demasiado fácil y se sintió obligado a especificar el precio:

– Son cuarenta napos, precio especial…

– No problemo. Y pásame también diez taleguitos de costo, así redondeamos cincuenta papeles.

– Joder, nen, vas fuerte… ¿Has atracao un banco?

– He ganado un concurso de belleza.

– Ya ves, nunca se sabe cómo va a ganarse uno la vida… Vente conmigo, tengo el material en el parquin.

Nos fuimos por el camino hacia las escaleras que parecían hundirse hacia el subsuelo del parque. Ante la puerta metálica que apareció al final retiró un cartoncito doblado que impedía actuar a la cerradura y accedimos a una caja de escaleras interior. Después bajamos medio piso más, atravesamos otra puerta intervenida, y desembocamos en un parquin enorme. Llegados ante un Corsa amarillento de los de la primera época, el Nico buscó a tientas en una repisa que formaba el muro y sacó cuatro paquetitos blancos. Me los dio con un gesto discreto que no tenía mucho sentido allí abajo.

– Está de puta madre: sin cortar.

– No te esfuerces, me conformaré con que la mezcla no sea letal. ¿Y el chocolate?

Buscó un par de metros más allá en la misma repisa y sacó una piedra en forma de tacón de zapato.

– Na más tengo cinco.

Saqué el fajo de billetes y le di cinco de diez. Él hizo gesto de ir a devolverme las cinco mil de cambio, pero lo detuve:

– Bote: pa que te portes bien cuando me lleguen las vacas flacas.

Si llego a saber que quizá era la última vez que veía al Nico le hubiera dado toda la billetada, pero no lo sabía.

Me encaminé a casa saliendo por la puerta del parquin que daba a la parte baja de los jardines, se podía abrir desde dentro y me evitó el rodeo por el parque.

Apenas me había metido una primera raya sonó el teléfono. Era John. No se molestó en saludar, se fue directo a la impertinencia.

Traduzco:

– ¿Se puede saber en qué antro te has estado metiendo, pedazo de cabrón? Acabo de hablar por teléfono con Günter y me ha dicho que están reformateando todos los discos duros del local.

– ¿Y…?

– Cómo que «y»: que los de la dirección que les diste les han endiñao un virus del copón.

– ¿QUé?

– Un virus, joder, ¿no sabes lo que es un virus o estás idiota? Han tratado de conectar vía FTP para colar un sniffer en el servidor y resulta que se les ha vuelto loco y les ha llegado devuelto en forma de no sé qué cosa agresiva que a poco se les come el culo. Un Scheusal, dice Günter: un ogro, lo han bautizado así. Se ha extendido por todos los equipos que estaban funcionando en red local: están reformateándolo todo.

– ¿Pero se supone que los expertos en virus son ellos, no?

– Pues están alucinando, colega. Se ve que las impresoras han empezado a funcionar todas a la vez, ¿sabes?, clong-clong, ffffff: un folio tras otro con una especie de maldición escrita en grande. Y sonaba también por los altavoces a toda leche: una voz que retumbaba… Dice Günter que se han acojonado tanto que han cortado la corriente eléctrica. Y lo bueno es que al reinicializarse los equipos todo ha vuelto a funcionar normalmente: no han encontrado rastros en los discos ni alteraciones en los archivos. Nada. Pero no se fían, igual la cosa esa resucita y les lía la tangana otra vez.

Hasta el propio John parecía excitado con el relato de una escena que no había presenciado.

– ¿Te ha dicho Günter qué maldición era esa que se imprimía?

– Sí, me la ha enviado por mail. Te la leo: «Pobre del que se aproxime con intenciones impuras. Aunque jamás llegará al corazón de Worm, será perseguido».

– Me la conozco…

– ¿Que te la conoces?, pues podías haber avisado…

– Oye, dile a Günter que lo siento mucho, no pensaba que pudiera pasarles nada malo.

– No, si él está encantado. Van a conservar al ogro en uno de los ordenadores y tratarán de estudiarlo. Están como si hubieran atrapado al genio en su lámpara, ¿sabes? Dice que tiene no sé qué cosa que lo hace diferente a los demás virus conocidos.

No hay mal que por bien no venga, pensé. Pero la noticia me había dejado sin ganas de inventar más historias para John. Tuve incluso que fingir que llamaban a la puerta para poder dejar un momento el teléfono y volver al auricular diciendo que tenía que colgar inmediatamente porque el vecino de arriba tenía un escape de agua. «A ver si ha sido el ogro», dijo.

Lo único razonable era meterse un par de rayas más y liar una cebolleta. Un Scheusal, menuda ocurrencia. Me imaginé a mi Estupendo Hermano atrapado en una jaula colgada del techo ante las botazas gigantescas de un energúmeno sentado con los pies sobre la mesa. Creo que en ese momento, bajo la ducha, me di cuenta de lo que estaba a punto de hacer. Lunes 22 de junio a medianoche: ésa era la fecha que aparecía junto a la dirección de Guillamet rodeado por un circulito a lápiz. Y tarde o temprano hay que meterse en la Estrella de la Muerte.

El cuarto de hora siguiente pasó como un relámpago, quizá la mezcla de cocaína, hachís, el cuarto de la botella de Cardhu de la Fina que apuré y varios días de no dormir bien tuviera algo que ver. Estaba completamente despierto, atento, pero la vida era sueño. Me llegué a Jaume Guillamet y me aposté tras un camión aparcado, frente a la puerta del jardincillo. A partir de las doce (supuse que eran las doce) empezó la procesión. Llegaba un tío (o una tía, gente de distinta apariencia y edad, pero siempre solos), tomaba el trapito rojo del poste de teléfono, llamaba al timbre, se abría la puerta, el tipo entraba, a los diez segundos el calvorota de la bata marrón salía brevemente a dejar de nuevo el trapito rojo atado al poste; así cuatro o cinco veces, a intervalos de cinco minutos.

Estaba alucinando tanto que no reparé en dos tipos que salían de un coche aparcado cerrándome la salida hacia la calzada, entre el camión que me servía de parapeto y la furgoneta inmediata. El coche no era un Ibiza rojo sino un Peugeot azul marino, pero la mirada de los tipos era inequívoca: jaleo seguro. Fue el de la derecha el que me cerró la huida más directa por la acera hacia Travesera, paraíso de luz y tráfico, así que me erguí todo lo que pude y me encaré a él metiendo una mano en el bolsillo:

– Tú, milhombres: me vas a dejar pasar por las buenas o te voy a tener que soltar un par de hostias.

En un principio creí que el movimiento que inició era para apartarse y pensé, en una fracción de segundo, en la desventaja que me daba pasar junto a él y ofrecerle la espalda. Pero no hubo problema porque el movimiento que inició no era para apartarse: fue un paso atrás para convertir su pierna derecha en una catapulta de siete muelles y dispararme al careto un mocasín del 45, con su pie correspondiente dándole cuerpo.

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