– Tenemos los cabellos que aparecieron en el coche del concejal, en su día. Y entre ellos, os recuerdo, uno que no se consiguió identificar.
Debo reconocer que me había olvidado de aquel detalle.
– Joder, Morcillo -exclamé-. Pues ya sabes lo que hay que hacer. Dame una bolsita y un bolígrafo, por favor.
Me arranqué dos, o tres, o yo que sé cuántos cabellos. No fue difícil, porque ya no se sujetaban a mi cráneo con la contumacia de los veinte años. Los metí en la bolsita y la identifiqué con mi nombre. Luego se la tendí.
– Defiende esas muestras con tu vida -le pedí-, hasta que las mandemos al laboratorio. A lo mejor no sirve para nada, pero hay que probar.
En eso, se acercó la juez.
– Bueno, señores, y señoras -dijo, con cierta ironía-. Creo que ya no esperamos más, si no tienen inconveniente.
– No, señoría -me sometí-. Disculpe.
No quise estar en primera línea cuando levantaron el cadáver. Primero, Morcillo se hizo cargo de la pistola, que guardó en la bolsa correspondiente. Luego, los dos empleados de la empresa de ambulancias, bajo la supervisión de la forense, la sacaron del coche. No pude mirar cómo su cabeza y su cabellera caían hacia atrás. Pronto estuvo otra vez oculta, y entonces supe que nunca más se ofrecería nada de ella a mis ojos. Sentí el latido en falso, la debilidad en las piernas. Respiré hondo. A veces estar vivo también es eso, notar el golpe, sentirse fallar, apretar los dientes. Y soportarlo.
Se fue la ambulancia, se fue la forense, la secretaria judicial, la juez. Los idiotas de los guardias, salvo los que escoltaban a la ambulancia, nos quedamos todavía allí un rato, abatidos y recorriendo hasta el último milímetro de la escena del crimen. Es una tarea que a nadie le gusta, fastidiosa y en algunos casos exasperante, pero que alguien tiene que hacer, y que luego agradeces tanto haber cumplido como lamentas su omisión, cuando falta. Todo crimen tiene una filosofía y una mecánica. A veces la filosofía es imposible de desentrañar o de entender; hay crímenes muy intrincados, otros casuales y no pocos absurdos. La mecánica, sin embargo, está ahí indefectiblemente. Y tiene una lógica, porque las cosas concretas, a diferencia de las abstractas, siempre la tienen. Por eso es crucial tomar todas las precauciones para no dejarse ninguna pieza, ningún rastro que pueda ayudar a reconstruir esa lógica. Muchas veces, más de las que se piensa, de ahí viene la solución.
Aquella mañana, por ejemplo, nuestra obstinación acabó dando resultado. El que lo vio fue Azuara. Las ventajas de tener unos ojos sin maltratar por la edad. Sin apartarse del coche, para no perderlo, le pidió a Morcillo.
– ¿Me alcanzas el cianocrilato?
Cualquiera ha usado alguna vez el cianocrilato, aunque no lo sepa. Cualquiera que haya reparado en casa alguna pieza de porcelana con un pegamento ultrarrápido. Eso son tales pegamentos, cianocrilato. Y los vapores que despide la sustancia en cuestión, inmejorables para revelar huellas dactilares en superficies de las que es difícil levantarlas por otros medios.
– No me digas que… -dudó Morcillo.
– No estoy seguro, pero me ha parecido. No entera, pero…
Azuara aplicó el instrumento, una barra que calentaba el cianocrilato para favorecer su disipación, a la moldura de la puerta del conductor del Opel Corsa. Al cabo de unos segundos, una sonrisa asomó a su rostro.
– La tengo -anunció-. Algo más de media. Va a valer, creo.
– Apúntate una, Azuara -dijo Guzmán-. Y cuídate la vista, tío.
Dentro del desastre, parecía que la suerte nos sonreía. Por mi parte, después de la conmoción, notaba que mi cerebro empezaba a recobrar su funcionamiento normal. Organizaba ya los siguientes pasos, trataba de fijarse el mejor itinerario, y ardía en deseos de lanzarse a recorrerlo.
– Si te parece, mi teniente -le sugerí a Guzmán- creo que habría que comprobar esa huella a toda velocidad. No quiero ser tan optimista como para pensar que nos lo va a resolver, pero no lo descartemos.
– No, no lo descartemos. Azuara, cuando termines de recogerla, te vas a Tenerife cagando leches para cruzarla con la base de datos. Y llévate también los cabellos y encárgate de enviarlos al laboratorio en Madrid. Que te lo hagan tan deprisa como puedan. Si hace falta, les dices para qué es.
– Por otra parte -añadí-, me gustaría sentarme en algún momento contigo para tratar de ordenar lo que tenemos y decidir cómo seguimos.
Guzmán miró su reloj.
– Lo charlamos más adelante, si quieres. Yo tengo que estar ahora pendiente de otra cosa. Los padres de Ruth vienen de camino. Me gustaría recibirlos cuando aterricen en Tenerife. Y me temo que voy a tener que irme en el mismo barco que Azuara, si quiero llegar con tiempo suficiente.
– Ah, ya.
– Organiza tú el trabajo hoy. Morcillo se queda contigo. Hasta que haga falta. ¿Me oíste, Morcillo? Te encomiendo al sargento. Cuídalo.
– Lo haré, mi teniente -repuso Morcillo, con su flema habitual.
– Sugiero que estéis atentos a la autopsia -agregó Guzmán-. La forense me ha dicho antes que pensaba hacerla en seguida. Tiene no sé qué luego.
Me representé lo que sería la autopsia, y comprendí que deseaba estar tan lejos de ella como fuera posible. Pero tenía un deber que cumplir.
– Gracias por la información, mi teniente. Me temo que sí, que eso es lo primero. Ya pensaremos en otras cosas después.
En ese punto nos separamos, Azuara y Guzmán camino del puerto, Nava y Valbuena rumbo a la casa-cuartel, y Siso, Morcillo, Chamorro y yo, al depósito municipal, donde iba a practicarse la autopsia. Mientras nos llevaba hacia allí, Siso no pudo reprimir por más tiempo la emoción.
– Me cago en la puta, no hay derecho, mi sargento -sollozó.
– Tranquilo -le puse una mano en el hombro-. Tenemos que aguantar.
– Me acuerdo de todas las horas que he pasado con ella -dijo-. Siempre estaba de coña, no recuerdo haber ido nunca de patrulla con alguien más cachondo, ni más inteligente, ni que tuviera tantas cosas dentro.
– Sin conocerla mucho, sé que era así -dije.
– Y ahora ya no es nada.
– Bueno, no sabemos. Algo es, si tú la recuerdas.
– Que si me voy a acordar de ella. Era una tía de puta madre, mi sargento. Este mundo es una mierda, cuando ella está muerta y tantos hijos de puta se pasean por ahí y se hacen viejos sin que nadie los moleste.
– Qué le vamos a hacer, compañero.
– No hace falta que se lo diga. Si lo coge, al que lo haya hecho, no me deje estar cerca en ningún momento. Porque le muerdo los sesos. Y me importa tres cojones que me manden a la cárcel veinte años.
– Cálmate. Lo vamos a coger. Y no vas a hacer nada de eso. Los veinte años se los va a comer él, y le darán para lamentarlo.
– No sé cómo puede verlo así de frío, mi sargento. Yo…
– No lo veo así de frío, Siso. Me estoy conteniendo para no pegarle un cabezazo a la ventanilla. Pero perdería tiempo limpiándome luego la sangre. Así que mejor centrarse y ponernos a lo que nos tenemos que poner.
Morcillo y Chamorro, en el asiento trasero, guardaban silencio. A partir de ese momento, Siso y yo dimos en imitarlas. Ninguno de los cuatro despegó los labios hasta que llegamos ante la fachada del depósito.
Fue triste incluso eso, el lugar donde se lo hicieron. Ya sé que la idea de una sala de autopsias, y cualquier género de alegría, vienen a ser extremos incompatibles. Y también conocía unas pocas de las instalaciones de esas características que salpican la geografía nacional, algunas de una desnudez y precariedad bastante acongojante. Pero ninguna me había producido la siniestra desazón que apenas me acerqué al umbral me produjo aquélla. La forense, ya vestida para faenar, nos saludó y no dejó de invitarnos:
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