Lorenzo Silva - La niebla y la doncella

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La niebla y la doncella: краткое содержание, описание и аннотация

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No siempre las cosas son como parecen y a menudo, lo obvio no resulta ser lo real. Al sargento Bevilaqua le encomiendan la tarea de investigar la muerte de un joven alocado en la Gomera. Todo apuntaba a Juan Luis Gómez Padilla, político de renombre en la isla, al que un tribunal popular absolvió a pesar de la aparente contundencia de las primeras pesquisas. El sargento y su inseparable cabo Chamorro intentarán esclarecer este embrollado caso, con presiones políticas y con la dificultad añadida de intentar no levantar suspicacias al reabrir un caso que sus compañeros daban por cerrado.

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– Supongo que es un mal rollo, así que no temas, no voy a cotillear.

– No, los niños son unos benditos -dije-. Por lo menos a la edad que tiene el mío. El mal rollo lo ponemos los padres.

– ¿Hace mucho que no vives con él?

– Dijiste que no ibas a cotillear.

– Perdona.

– Casi seis años. Ya está asumido. Dentro de lo que cabe.

No dijo más, ni yo hice por alargar la conversación. No era, en cualquier caso, la que más me apetecía mantener, ni con ella ni con nadie. Mientras ella conducía, inusualmente despacio, traté de distraerme con la ruta.

Tras atravesar el túnel, nos internamos en los dominios del parque nacional. Aquel día las nubes eran muy poco densas y el bosque se veía resplandeciente: tenía un color verde esmeralda, salpicado de destellos allí donde el agua reflejaba la luz del sol. Era un escenario por completo diferente del que había conocido de noche. Lo que entonces me había parecido hostil y un punto escalofriante, ahora resultaba gratificante y acogedor.

También era muy distinto, a la luz de aquel día, el lugar donde había aparecido el cadáver. Sin el estorbo de la niebla y de la oscuridad, el camino que había que hacer desde la carretera resultaba mucho más liviano.

– Algo que no te pregunté la otra vez -le dije a Anglada, una vez allí-, es si el cuerpo estaba oculto, o semienterrado de alguna forma.

– No -repuso, meneando la cabeza-. Según cayó. Creyó que era suficiente con traerlo hasta aquí, o que se pudriría rápido, en este entorno tan favorable. Y un poco podrido sí que estaba, de eso te puedo dar fe.

Me quedé pensando, mientras observaba el suelo y los troncos de los árboles, todos empapados de aquella humedad que daba la vida, entre otros, a los pequeños organismos que habían corrompido el cadáver de Iván.

– O quizá -propuse, sobre la marcha-, lo que quería el que lo dejó aquí era que lo encontraran. Para que el marrón cayera sobre el concejal.

– Si todo fuera un montaje, eso encajaría -aceptó Anglada.

– ¿Había mucha sangre?

– No que yo viera.

– Tal y como lo mataron, tuvo que sangrar en abundancia -inferí.

– Ten en cuenta que lo descubrimos tres semanas después.

– Eso es verdad. Pero desde el principio me ha llamado la atención, la poca sangre. Vi las fotos de los asientos del BMW. Apenas unas cuantas manchas. Si lo hubieran degollado dentro del coche, debería haber más. Y si lo hicieron fuera, ¿cómo llegó la sangre hasta el asiento?

– A lo mejor el asesino se manchó durante la operación, y luego, por descuido, fue él mismo el que manchó el asiento -sugirió Ruth.

– Que fuera él, parece probable. Que fuera por descuido…

Me entretuve a sopesar aquella idea durante unos instantes, con el rostro vuelto hacia arriba. A través de los resquicios que dejaban las ramas de los árboles se vislumbraba el fulgor del cielo matinal. Algunos rayos de sol se colaban hasta el suelo formando oblicuas barras de luz.

– Bien, esto está visto -concluí-. Ahora, vamos a distraernos un poco. Llévame a algún sitio que creas que me gustará conocer.

Anglada me observó, como tratando de adivinar mis preferencias.

– Podemos hacer primero un pequeño recorrido -sugirió-. Y luego subir al Garajonay, eso me imagino que te gustará.

– ¿Garajonay no es el nombre del parque?

– Sí. Y también el del monte más alto de la isla. No te asustes, se puede ir andando. Intuyo que eres de los que les gusta eso. Llegar arriba del todo.

– Tienes buena intuición -admití.

– Qué te creías.

Anglada me mostró algunos rincones del parque nacional: un par de miradores, unos roques, un arroyo. Luego aparcó el coche en una cuneta y me condujo por un sendero. El terreno era bastante practicable, aunque quizá no el más indicado para el calzado que ella llevaba. Tampoco, una vez que empezó a subir de veras, para ir con falda, por la cantidad de matorrales. Anglada, sin embargo, asumió todos aquellos inconvenientes sin arredrarse ni aflojar el paso. Al cabo de una buena caminata, llegamos, sudorosos y acalorados, al mirador de la cumbre del Garajonay. Había allí varios turistas y un guarda, contemplando o fotografiando las vistas. Se divisaba Tenerife, con el Teide casi entero, e incluso la parte alta de Hierro y La Palma.

– ¿Qué?-preguntó.

– Pues hombre, no es gratis llegar, pero al menos te dan algo.

También se podía ver la propia isla, con sus abruptos contrastes entre el bosque y el desierto. Nos sentamos allí un rato, recobrando el aliento y admirando el panorama. Los turistas acabaron yéndose, y el guarda les siguió poco después. Nos quedamos solos, Anglada y yo. Lo más solos que habíamos estado hasta entonces, a casi mil quinientos metros de altura.

– Estamos sudando como pollos -dijo, riéndose.

– Me temo que hemos subido demasiado rápido.

Convino conmigo, sin palabras. Se enjugó el sudor de la frente con el antebrazo, el del cuello con la mano. Sus ojos oscuros me miraron fijamente.

– Ahora mismo me iría a la playa, a refrescarme.

– Nos pilla lejos, ¿no?

– Qué va. En menos de una hora te planto allí, si quieres.

– No tengo el bañador -objeté.

Lo temí. Supe que iba a decirlo. Sus ojos lo anunciaron.

– ¿Y qué? Ni yo. Te llevo a una playa donde no hace falta.

Aquél, ahora lo veo con claridad, fue el instante decisivo. No sé si lo había preparado, si le salió así, o si yo mismo no la había invitado, inconsciente pero sostenidamente, a propiciarlo. También sé, porque no soy tan estúpido como para escudarme en esa clase de disculpas, que aquélla no era una trampa de la que no pudiera salir. Que si caí en ella fue, me enorgullezca ahora o no, porque tenía ganas de caer y a conciencia quise.

– ¿Te da vergüenza? No lo has hecho nunca -dedujo, ante mi silencio.

– Lo he hecho. Aunque sí, me da vergüenza.

– ¿No te atreves, entonces?

– No he dicho eso.

Ruth dejó que la sonrisa se le abriera despacio, hasta que un par de hoyuelos se le clavaron bien dentro de las mejillas.

– ¿Vamos allá, mi sargento?

Respiré hondo. Estaba hecho, había roto el precinto; y sólo hay una manera de seguir, cuando uno ha consentido en empezar: a muerte.

– Vamos -dije-. Pero hasta nueva orden, no me llames mi sargento.

Desde ese momento, no sólo estaba saltándome a la torera algunas de mis convicciones respecto de la separación entre trabajo y vida privada, prescindiendo de cualquier atisbo de sentido práctico y posiblemente faltando a mi deber de suboficial. También, y quizá por encima de lo anterior, estaba lanzándome a una clase de aventura, y una clase de mujer, que no podía sino recordarme algunos episodios que mi memoria guardaba en su doble fondo. Allí donde uno arroja los jirones del alma arrancados por el fracaso y la renuncia. Allí donde se archiva la huella amarga de la destrucción.

Tal vez por eso fue tan dulce el sabor, tan rico e intenso el placer. No voy a contarlo como si lo lamentara, aunque en cierto modo he de lamentarlo. No diré que cuando llegamos a la playa, y la vi desvestirse de corrido, arreglándoselas para dar a todos los demás bañistas la impresión de que estaba haciendo algo rutinario, mientras a mí me regalaba, llena de intención y lubricidad, cada centímetro de su piel que exponía a la luz, me sentí en absoluto desdichado por habitar dentro de mi pellejo. Ni siquiera me pesó cuando yo mismo adopté la uniformidad reglamentaria en aquel sitio, aunque tenía razones para experimentar (y experimenté, todo es compatible) algún sonrojo a lo largo de la maniobra. La veía a ella, esperándome, acariciándose despacio los brazos, irguiendo el tronco y arqueándolo hasta hacer asomar sus costillas, tan libre, bella y salvaje como el mar que la aguardaba, y todo lo demás perdía cualquier importancia. Aquí acaso deba aclarar, para los que influidos por la publicidad y la iconografía de las revistas femeninas puedan malinterpretar mis palabras, que al decir que Ruth era bella no quiero decir que se ajustara al canon de perfección anatómica imperante. Sus caderas eran quizá un poco anchas, los músculos del vientre no se dibujaban sobre su piel ni sus muslos estaban trazados con tiralíneas. Por eso, entre otras cosas, poseía Ruth aquel poder tan feroz de seducción. Porque su cuerpo sabía mostrarse así, abandonado, impúdico hasta el extremo, mientras pedía ser besado, abrazado, mordido, conocido de todos los modos posibles.

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