Lorenzo Silva - La niebla y la doncella

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No siempre las cosas son como parecen y a menudo, lo obvio no resulta ser lo real. Al sargento Bevilaqua le encomiendan la tarea de investigar la muerte de un joven alocado en la Gomera. Todo apuntaba a Juan Luis Gómez Padilla, político de renombre en la isla, al que un tribunal popular absolvió a pesar de la aparente contundencia de las primeras pesquisas. El sargento y su inseparable cabo Chamorro intentarán esclarecer este embrollado caso, con presiones políticas y con la dificultad añadida de intentar no levantar suspicacias al reabrir un caso que sus compañeros daban por cerrado.

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Cada uno enfrenta como puede sus fantasmas. Yo hago soldados de plomo de ejércitos derrotados. Me relaja, porque exige atención y destreza manual, lo que ayuda a desconectar las zonas nocivas del cerebro. Además, es una forma de encontrarme con los míos. He caído derrotado a menudo.

Aquella noche, también caí. Cuando al fin apoyé la cabeza sobre la almohada y cerré los ojos, ya no pude impedirlo. Soñé con ella.

Capítulo 13 UNA MALA IDEA

Por un día, me permití el lujo de dormir hasta que mi cuerpo quiso. Pero no pude prolongar el descanso más allá de las nueve y media, y a las diez ya estaba aseado y observando en la pantalla del teléfono móvil el número que acababa de marcar, que no era otro que el de la cabo Ruth Anglada.

No apreté la tecla de llamada; no quería hablar con ella aún. Preferí desayunar antes, y no me di ninguna prisa. Durante la media hora larga que invertí en ello estuve temiendo, o quizá esperando, que Anglada entrara en el comedor. Pero no lo hizo, y a eso de las once menos veinte volvía a contemplar su número en la pantalla de mi teléfono. Esta vez sí llamé.

– ¿Sí? -dijo, con un fondo de viento rugiendo en el micrófono.

– Ruth, soy yo.

– Ah, hola. ¿Has dormido bien?

– Sí. ¿Dónde estás?

– Dando una vuelta por la playa. Llevo un par de horas en pie. Pero no te preocupes, en cinco minutos estoy ahí. ¿Me llamas desde el hotel?

– Sí.

– ¿Quedamos en la recepción?

– Bueno.

– Cinco minutos, no tardo más.

Puede que fueran seis, pero no llegaron a siete. Desde la butaca en la que me había acomodado, vi entrar a Anglada en la recepción. Impetuosa, con las gafas de sol en la mano. Llevaba una falda un poco por encima de la rodilla y una camiseta de tirantes, ambas de color celeste. Encima, una blusa blanca desabrochada y remangada. Elegante aunque informal, juzgué mentalmente, antes de recordar que no estaba allí para valorar su aspecto.

– A tus órdenes, mi sargento -me saludó-. ¿Qué tal esa resaca?

– Peor que cuando tenía veinte años. Pero se puede llevar.

– Yo he dormido como un bebé. Sólo me faltaba chuparme el dedo.

– Me alegro.

– ¿Y bien? ¿Cuál es el programa?

A ella le bastaba con preguntarlo. Yo tenía que pensarlo, creer que podría llevarlo adelante y exponérselo. La resaca me pesaba menos de lo que le había dado a entender, pero otros obstáculos me entorpecían.

– Pues mira, no vamos a ser muy ambiciosos -resolví-. Primero bajamos al puerto, a ver si vemos a Stammler y me lo presentas. Luego nos vamos al parque, para examinar el terreno a la luz del día y también para hacer un poco de turismo, que no creo que nos fusilen por eso. Comemos algo donde sea y esta tarde nos damos un garbeo por aquí, viendo qué podemos averiguar de la gente que nos interesa. Tampoco me importaría, si hay ocasión, charlar un rato con los compañeros de partido de Gómez Padilla que respaldaron su coartada. Que no se diga que no hacemos los deberes.

– Empezaba a parecerme que lo habías descartado, al concejal.

– Te confieso que preferiría que no fuera él -reconocí-. Primero, porque no me cayó mal, y segundo, porque sería lo más difícil para nosotros. Tendríamos que atarlo mucho, para poder irle con la película al juez.

– Soy consciente.

– Pero oye, lo que haya de ser será.

– En cuanto a esos dos -dijo Anglada-, no es difícil que nos los encontremos paseando por el centro, esta tarde. Y si no, vamos a hacerles una visita a sus casas. No tienes más que darme la orden y te llevo.

– Es sábado -recordé-. Vamos a tomarlo con calma.

Udo Stammler no estaba en el puerto, cuando fuimos a buscarlo. Tenía la oficina cerrada y tardamos en encontrar a alguien a quien preguntarle.

– No viene todos los sábados -nos informó un vigilante, al fin-. Por la hora que es, a mí me da que ya no va a venir, pero no se lo digo seguro.

Anglada me miró, interrogadora.

– Éste debe de tener tarjeta de residente -dedujo-. Si nos pasamos por el puesto y consultamos el ordenador sacamos la dirección de su casa en cinco minutos. Y como es alemán, seguro que la tiene actualizada.

– Sería más fácil -dije-. Bastaría con llamar a Margarethe y preguntárselo.

– ¿Entonces?

– No sé si tiene sentido forzar el asunto. No acabo de creer que de aquí saquemos algo. Vamos a dejarlo para el lunes, que me imagino que andará por aquí.

– Te noto hoy un poco flojo, mi sargento, si puedo decirlo.

Me volví hacia ella. Era cierto que me flaqueaba la voluntad. Y que no me apetecía excesivamente sobreponerme a mi desfallecimiento.

– Pues sí, Anglada, es posible -concedí-. Y hay días en los que puede que no merezca la pena empeñarse en sacar mucho de uno mismo. Porque sólo consigues cansarte y al final te da igual. Así que vámonos al parque.

– No voy a discutir -dijo, risueña-. Tú eres el suboficial al mando.

Subimos al coche y Anglada condujo sin prisa por las calles. Camino de la carretera que llevaba al parque nacional, pasamos junto a la peculiar torre del siglo XV que los folletos turísticos anunciaban como uno de los edificios que pudieron ver Cristóbal Colón y sus expedicionarios. Pensé en lo diferente que debía de ser la vida allí entonces, cuando los españoles eran unos conquistadores apenas recién llegados y la Península quedaba a muchos días de navegación, en lugar de estar sólo a un par de horas de vuelo. La torre, ahora una extravagancia rodeada por el urbanismo moderno de la Villa (así llamaban los lugareños a su capital), sobrevivía como un vestigio entre insolente y absurdo, aislada en medio de un parque algo desangelado.

Había bastante tráfico en la carretera; más, desde luego, que la noche que Anglada nos había llevado por primera vez por allí. Comenzaba a habituarme al paisaje de la parte seca de la isla, a sus montes y desfiladeros de aspereza africana. Porque aquella isla acaso fuera en cierto modo ninguna parte, sólo idéntica a sí misma; pero si había que vincularla a algún continente, estábamos en África. Y aunque el hombre se esforzara por cubrir la tierra con los signos de su manera de organizar el mundo (las casas, las carreteras, las explotaciones agrícolas) la tierra siempre asomaba debajo.

Andaba en estos y otros pensamientos ociosos, a los que podía entregarme sin tasa gracias a que Anglada permanecía callada y atenta a la ruta, cuando me acordé de alguien con quien se suponía que yo habría debido pasar aquel día, antes de que mis superiores decidieran encomendarme esclarecer el homicidio del infortunado Iván López. Temí olvidarlo luego si no lo hacía en aquel momento, así que saqué el teléfono y marqué su número.

– Sí -respondió la decidida voz femenina que bien conocía.

– Hola -dije.

– Ah, eres tú. Espera. Te lo paso.

Correcta, lejana, como de costumbre. Hacía mucho tiempo que había dejado de reprochárselo. Podía ser, nada más, su mecanismo de autodefensa. Todos los tenemos, y no se nos puede condenar por usarlos.

– ¿Todo bien? -preguntó, al cabo de unos segundos.

– Sí.

– Bueno, aquí está. Hasta luego.

Mi hijo, como solía, y como quizá resulta corriente entre los niños de nueve años, estén o no separados sus padres, dejó que la conversación transcurriera al ritmo de mis preguntas. Sólo tomó la iniciativa para contarme una película que había visto y preguntarme si ya había cogido al asesino. Decirle a qué me dedicaba en concreto había sido una idea de su madre, que no siempre, en mi modesta y desautorizada opinión, acertaba al educarlo.

Cuando colgué, Anglada hizo la observación evidente:

– Tu hijo.

Asentí.

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