Joseph Conrad - Situación Límite

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La aventura y la angustia de la encrucijada de un destino.
Hay momentos en que todo lo que ha sido un hombre, todo lo que ha hecho, todas las experiencias, relaciones e intereses de su vida, pueden conden¬sarse en un solo instante dramático: es entonces la situación límite, la aventura o la catástrofe, el desenlace o la reiniciación. Los testigos de uno de esos momentos excepcionales pueden no enten¬der, el novelista sí entiende. Es la historia de una de esas situaciones límite la que narra Conrad, en una obra maestra hasta ahora desconocida para los lectores de lengua castellana.

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El tono enfático y reflexivo hizo que Mr. Van Wick levantase la cabeza para mirarle con firmeza. El capitán Whalley tenía la mirada clavada a lo lejos, con expresión absorta, como si hubiese visto escrito en la pared, el decreto favorable de su Creador. Estuvo totalmente inmóvil unos segundos, y luego puso en pie su gran mole con tanto ímpetu que Mr. Van Wick quedó sorprendido.

Se dio un fuerte puñetazo en el hinchado pecho; y extendiendo firme en el aire horizontalmente, un gran brazo que no temblaba, como rama de árbol en día sin viento…

– No me duele nada. ¿Distingue usted el menor temblor?

Hablaba quedamente, en contraste grave y confiado con el énfasis abierto de sus movimientos. Se sentó bruscamente.

– No es para envanecerme, ya sabe. Yo no soy nada -dijo sin ningún esfuerzo con aquella voz fuerte, que parecía fluir tan naturalmente como un río. Recogió el trozo de cigarro que había dejado, y añadió tranquilamente, con un leve movimiento afirmativo de la cabeza.

– Lo que ocurre es que mi vida es necesaria; no es mía, de ningún modo… Dios lo sabe.

No habló ya mucho el resto de la noche, pero en varios momentos Mr. Van Wick detectó una lánguida sonrisa de seguridad aleteando bajo el gran mostacho.

Más adelante, el capitán Whalley consentiría alguna que otra vez en cenar «en la casa». Incluso se dejaba arrastrar a beber un vaso de vino.

– No piense que me da miedo, señor mío -explicaba-. Tuve mis buenos motivos para dejarlo.

En otra ocasión, echándose para atrás cómodamente, señaló:

– Mi querido Mr. Van Wick, usted me trató desde el principio con la mayor… con la mayor humanidad.

– Admitirá usted que tuvo cierto mérito- insinuó Mr. Van Wick, irónico .

– Un socio de ese excelente Massy… Bien, bien, mi querido capitán, no voy a decir ni media palabra contra él.

– De nada serviría que hablase usted contra él -afirmó el capitán Whalley un tanto sombrío-. Como le dije alguna vez, mi vida… mi trabajo, es necesario, no sólo para mí. No tengo opción…

Se detuvo, dio vueltas al vaso que tenía delante…

– Tengo una hija única.

El amplio movimiento con que bajó el brazo hasta la mesa parecía sugerir una niña pequeña, muy lejos.

– Espero verla otra vez antes de morir. Entretanto, me basta con saber que me tiene sano y firme, gracias a Dios. No puede usted comprender lo que siente uno. Huesos de mis huesos, carne de mi carne; la imagen viva de mi pobre esposa. Bien, ella…

Se detuvo de nuevo, y luego pronunció estoicamente las palabras:

– Ella tiene que luchar muy duro.

Y le cayó la cabeza sobre el pecho, con las cejas entrelazadas en un esfuerzo de meditación. Pero, por lo general, su mente parecía asumida en la serenidad de una confianza sin límites en un poder más alto. Mr. Van Wick se preguntaba a veces en qué medida se debía eso a la espléndida vitalidad de aquel hombre, al vigor corporal que parece impartir parte de su fuerza al alma. El caso es que había llegado a apreciarle muchísimo.

13

Por este motivo, el mensaje confidencial de Mr. Sterne, transmitido apresuradamente en la orilla, junto al obscuro y silencioso barco, había turbado su ecuanimidad. Era lo más incomprensible e inesperado que podía suceder; y quedó tan alterado que, olvidando totalmente la correspondencia, subió rápidamente la escalera del puente.

Un par de muchachos con coleta estaban poniendo la mesa portátil para la cena a la izquierda del timón, discutiendo uno con otro sobre el trabajo, como de costumbre, mientras otro chino muy amarillo, triste, grandote que se parecía a Mr. Massy, aguardaba apático con el mantel sobre el brazo y un montón de gruesos platos apretados contra el pecho. Una lámpara normal de camarote, sin el globo, traída de abajo, estaba colgada del armazón de madera del toldo; habían bajado todas las cortinas laterales. El capitán Whalley, llenando las profundidades de la butaca de mimbre, parecía un hombre insensible en mitad de una tienda de lona iluminada con estridencia, y utilizada para almacenar efectos náuticos; una desvencijada rueda de timón, una bitácora de latón gastada en un armario recio de caoba, dos salvavidas viejos, una vieja defensa de corcho en el rincón, unos cajones de cubierta con asas de alambre de cinc en lugar de las originales.

Se sacudió el aspecto de embotamiento para devolver el saludo inusualmente vivaz de Mr. Van Wick, pero inmediatamente volvió a quedar ausente. Aceptar una insistente invitación a cenar «arriba en la casa» le llevó otro visible esfuerzo físico. Mr. Van Wick, perplejo, cruzó los brazos, y le examinó atentamente apoyando la espalda en la barandilla y echando hacia adelante los pies pequeños, negros, brillantes.

– Me han dicho que últimamente no parece usted el mismo viejo amigo. Pronunció con tono muy afectuoso las dos últimas palabras. Nunca se había expresado tan vividamente la auténtica intimidad que les unía.

– ¡Qué va, qué va!

El sillón de mimbre crujió pesadamente.

– Irritable -comentó Mr. Van Wick para sí, y añadió en voz alta:

– Entonces, le espero dentro de media hora -dijo despreocupadamente, yéndose.

– Dentro de media hora -repitió a sus espaldas la rígida cabeza plateada del capitán Whalley, como saliendo de su embebimiento.

Hacia mitad del barco, junto a la sala de máquinas, podían oírse dos voces, discutían, una irritada y lenta, la otra alerta.

– Le digo que el bestia se ha encerrado para emborracharse.

– No tiene remedio ya, Mr. Massy. Al fin y al cabo, uno tiene derecho a encerrarse en el camarote durante el tiempo libre.

– Pero no para emborracharse.

– Le oí jurar que los apuros que le daban las calderas eran como para hacer emborracharse a cualquiera -dijo Sterne malicioso.

Massy susurró algo sobre echar la puerta abajo. Mr. Van Wick, para esquivarles, cruzó a obscuras por el otro lado de la desierta cubierta. Las tablas del embarcadero crujieron levemente bajo sus apresurados pasos.

– ¡Mr. Van Wick! ¡Mr. Van Wick!

Siguió andando; alguien corría por el sendero.

– Olvidó usted la correspondencia.

Sterne le alcanzó, con un fajo de papeles en la mano.

– ¡Ah! Gracias.

Pero como el otro seguía andando a su lado, Mr. Van Wick se detuvo en seco. Las hojas que pendían delante de la iluminada fachada del bungalow proyectaban su negra y recta sombra hacia la gran extensión de noche de aquella parte. Todo estaba en calma. Se oía el tintineo de copas y vajilla. Los criados de Mr. Van Wick estaban poniendo la mesa para dos en la galería.

– Me temo que no dé crédito usted a mis buenas intenciones en este caso.

– Lo único que sucede es que no le entiendo.

– El capitán Whalley es un hombre muy audaz, pero va a comprender que se acabó la partida. Es lo único que tiene que salir de mis labios. Créame, siento la mayor consideración, pero el deber es el deber. No quiero armar un escándalo. Todo lo que le pido a usted, como amigo de él, es que le diga de mi parte que se acabó la partida. Con esto bastará.

Mr. Van Wick se estremeció apesadumbrado ante ese extraño privilegio de la amistad. No iba a rebajarse pidiendo la menor explicación; tampoco creía prudente despedir al otro con cajas destempladas… al menos por el momento. Tanta seguridad le hacía dudar. A saber lo que podía haber en el fondo de aquello, pensaba. Su aprecio por el capitán Whalley tenía la tenacidad de un sentimiento desinteresado, y el instinto práctico le ayudó a ocultar el desprecio.

– De lo que me dice deduzco que se trata de algo grave.

– Sumamente grave -asintió Sterne, solemnemente, encantado de haber producido efecto al cabo. Se disponía a añadir algunas efusivas protestas de pesar alegando la «ineludible necesidad» en que se había visto, pero Mr. Van Wick le cortó tajante, aunque educado.

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