Joseph Conrad - Situación Límite

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La aventura y la angustia de la encrucijada de un destino.
Hay momentos en que todo lo que ha sido un hombre, todo lo que ha hecho, todas las experiencias, relaciones e intereses de su vida, pueden conden¬sarse en un solo instante dramático: es entonces la situación límite, la aventura o la catástrofe, el desenlace o la reiniciación. Los testigos de uno de esos momentos excepcionales pueden no enten¬der, el novelista sí entiende. Es la historia de una de esas situaciones límite la que narra Conrad, en una obra maestra hasta ahora desconocida para los lectores de lengua castellana.

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Mr. Van Wick afirmó que, a veces, tenía más compañía de la deseada. Mencionó sonriendo algunas peculiaridades de la relación que mantenía con «mi sultán». Le visitaba con un alarde de fuerzas. Aquella gente estropeaban el parterre de hierba que tenía delante de la casa (no era nada fácil conseguir en los trópicos algo que se pareciese al césped), y el otro día habían roto algunas raras plantas que había puesto allí. El capitán Whalley recordó inmediatamente que en el 47, el sultán de entonces, «abuelo del de ahora», había sido famoso como gran protector de las flotas piratas de praos de más hacia el Este. Encontraban refugio seguro en el río de Batu Beru. En particular, había financiado a un jefe balinini llamado Haji Daman. El capitán Whalley arqueó expresivamente sus pobladas cejas blancas; sabía bastante de todo aquello. El mundo había progresado desde aquella época.

Mr. Van Wick objetó a esto con acritud inesperada. ¿Progresado, en qué?, preguntaba.

Pues, en conocimiento de la verdad, en decencia, en justicia, en orden… y también en honradez, pues si los hombres se hacían daño unos a otros era, fundamentalmente, por ignorancia. El capitán Whalley concluyó confiado que la vida era más agradable en ese mundo de ahora.

Mr. Van Wick se negó impulsivamente a admitir que Mr. Massy, por ejemplo, fuese más agradable que los piratas balinini.

Aquel río no había ganado mucho con el cambio. A su modo, los piratas no eran menos honrados. Sin duda, Massy era menos feroz que Haji Daman, pero…

– ¿Y qué me dice de usted, señor mío? – se rió el capitán Whalley con sonora y profunda risa-. Usted, sin duda, es una mejora.

Siguió en el mismo tono jovial. Un buen cigarro era mejor que un golpe en la cabeza… que era el tipo de recibimiento que habría encontrado en aquel río cuarenta o cincuenta años antes. Entonces, inclinándose levemente hacia adelante, se puso tremendamente serio. Parecía como si aparte de sus propias tribus de gitanos del mar, aquellos corsos parecían odiar a toda la humanidad con un encono incomprensible y sangriento. La nueva generación amaba el orden, era pacífica, vivía en aldeas prósperas. Podía decirlo por experiencia propia. E incluso los supervivientes de aquel tiempo, que ya eran ancianos, habían cambiado tanto que hubiera sido de mal gusto reprocharles que en sus tiempos habían andado cortando pescuezos. Tenía presente en particular a uno de ellos: un digno y venerable jefe de cierto gran poblado de la costa, a unas sesenta millas al sudoeste de Tampasuk. Le animaba a uno verle, oír cómo hablaba aquel hombre. Podía haber sido, en otro tiempo, un salvaje feroz. Lo que los hombres necesitan es verse confrontados a una inteligencia superior, a un conocimiento superior, y también a una fuerza superior… Sí, una fuerza dada por Dios y santificada por el uso de ella en conformidad con la voluntad expresada por Él. El capitán Whalley creía que en todo hombre había una disposición al bien, aunque en su conjunto el mundo no fuese un lugar muy feliz. En lo que no confiaba tanto era en la sabiduría de los hombres.

Admitía que aquella disposición necesitaba a veces algunas ayudas un tanto enérgicas. Los hombres podían ser torpes, desgraciados, tener mala cabeza; pero, naturalmente malos, no. Al menos en el fondo, eran completamente inofensivos.

– ¿Cree usted? -saltó amargo Mr. Van Wick.

El capitán Whalley se rió de la interpelación, con el buen humor de una certidumbre amplia y tolerante. Había visto medio siglo, dijo. El humo respiraba plácidamente por entre los pelos blancos que ocultaban sus agradables labios.

– De todos modos -siguió tras una pausa-, me alegro de que no hayan tenido aún tiempo para hacerle a usted mucho daño.

La alusión a su relativa juventud no ofendió a Mr. Van Wick, que se puso en pie y encogió los hombros con una media sonrisa enigmática. Caminaron amigablemente por la noche estrellada hasta la orilla del río. Sus pasos resonaban desiguales en el sendero oscuro. En el lado de tierra de la pasarela, el farol, colgado de la barandilla a baja altura, proyectaba una luz vivida sobre las piernas blancas y los grandes pies negros de Mr. Massy, que aguardaba allí ansioso, de cintura para arriba quedaba sumergido en la oscuridad, salvo una hilera de botones que brillaban hasta el vago contorno de su mentón.

– Puede estarle usted agradecido al capitán Whalley -dijo Mr. Van Wick secamente antes de darse media vuelta.

Las lámparas de la galería proyectaban por entre los pilares, hierba abajo, tres anchas fajas de luz. Un murciélago aleteó errante delante de su rostro como mota giratoria de negrura aterciopelada. A lo largo del seto vivo de jazmín el aire de la noche parecía grávido con la caída de una humedad perfumada; el sendero estaba bordeado por parterres; los arbustos recortados se erguían como obscuras y redondas moles esparcidas delante de la casa; el denso follaje de las enredaderas filtraba el halo de la luz de la lámpara del interior con un suave resplandor a todo lo largo de la fachada; y todo, cerca y lejos, estaba sumido en una gran inmovilidad, en una gran suavidad.

Mr. Van Wick (que unos años antes había tenido ocasión de pensar que a nadie había tratado tan mal como a él una mujer) sentía por las opiniones optimistas del capitán Whalley el desdén de quien ha sido también crédulo en otro tiempo. Su disgusto con el mundo (aquella mujer había llenado antes todo el mundo) tomó la forma de actividad retirada, porque, aunque capaz de una gran profundidad de sentimiento, era hombre enérgico y esencialmente práctico. Pero aquel marinero tan poco común que había dado en pasar por junto a su ocupada soledad tenía un algo que fascinaba a su escepticismo. Su misma simplicidad (bastante divertida) era como delicado refinamiento de un carácter recto. La chocante dignidad de los modales no podía ser en un hombre reducido a posición tan humilde, más que expresión de la nobleza esencial noble de su carácter. Aun con toda su confianza en la humanidad, no era un loco; la serenidad de su temperamento al cabo de tantos años, ya que, evidentemente, no era fruto del éxito, tenía aires de sabiduría profunda. A Mr. Van Wick le divertía a veces. Incluso los rasgos físicos del veterano capitán del Sofala, su poderosa complexión, su aspecto reposado, su rostro inteligente y agradable, las grandes piernas, la cortesía benigna, el toque de áspera severidad de aquellas cejas espesas, le convertían en una personalidad seductora. Mr. Van Wick despreciaba la pequeñez de toda especie, pero en aquel hombre nada era pequeño, y a lo largo de la ejemplar regularidad de muchos viajes se desarrolló entre ellos cierta intimidad, un sentimiento de cálido afecto en el fondo, bajo unas formas de afable solemnidad, muy agradable a su gusto exigente.

Ambos mantenían sus respectivas opiniones sobre todos los temas del mundo. Sus propias convicciones. El capitán Whalley nunca se entrometía. La diferencia de edades era otro salto entre ambos. En cierta ocasión al serle reprochado lo poco caritativo que era siendo joven. Mr. Van Wick, recorriendo con la mirada las vastas proporciones de su interlocutor, replicó con amigable dureza.

– ¡Ah! Pues ya llegará usted a convencerse de que tengo razón. Tiene aún mucho tiempo por delante. No se las dé de viejo; su aspecto promete que va a llegar a centenario.

No pudo evitar una viveza algo crispada, y aun moderándola con una sonrisa casi afectuosa añadió:

– Y para entonces probablemente consentirá usted en morir de simple asco.

El capitán Whalley, sonriendo también, meneó la cabeza.

– ¡Dios no lo quiera!

Pensaba que, tal vez, en definitiva, mereciese algo mejor que morir con tales sentimientos. Naturalmente, ese momento tendría que llegar, y confiaba en que su Creador proveería una forma de ida de la que no tuviese que avergonzarse. Por lo demás, esperaba que si tenía que ser así viviría hasta los cien; en otros casos había sucedido; no sería ningún milagro. El no esperaba milagros.

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