Manuel Montalbán - El laberinto griego

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Pepe Carvalho, investigador privado, recibe de una extraña pareja francesa, Claire y Lebrun, el encargo de hallar el paradero de Alekos, el marido griego de Claire. Mientras recorren los antiguos barrios industriales de la Barcelona preolímpica en busca del oscuro personaje, el corazón de Carvalho sucumbirá ante la belleza inalcanzable de Claire.

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– ¡Alekos!

Volvió a repetir Claire y no hubo respuesta, ni esta vez siquiera la impresión de sombra de ruido de vida. Carvalho lanzó su cuerpo contra la puerta y el ruido de la madera al desgajarse y del palo atrancador al troncharse llenaron de escándalo y amenaza los silencios sedimentados en la gran nave. Cuando se evaporaron los últimos ecos y ellos recompusieron el gesto, más allá del rectángulo abierto vieron un pasillo y del fondo les llegó un murmullo sofocado por el miedo o la prudencia.

La claridad abierta por la linterna de Carvalho fue ocupada por la figura rotunda de Claire que quiso ser la primera en llegar al final de la aventura y Carvalho tuvo que bajar la linterna para iluminarle el camino desde detrás. El pasillo desembocaba en un cruce de caminos, pero los ruidos sofocados se adivinaban a la derecha y hacia allí fue Claire penetrando en una habitación final en la que una alta ventana metía claridades de luna de pronto vencedora de las nubes. Y a aquella claridad ya se percibían los dos bultos acurrucados contra la pared y luego la linterna les acosó durante el tiempo necesario para describirlos, sorprenderse, aterrarse, apiadarse. Allí estaba el hombre de la fotografía, lo que quedaba de él, y a su lado un muchacho maltratado por causas que no tuvieron tiempo de explicarse.

Alekos era un esqueleto vestido y de su rostro calavera emergían dos ojos agrandados por la pequeñez de su restante biología destruida y sus labios musitaban el nombre de Claire y Georges, les preguntaba si eran ellos, como si pudieran ser otros. En cambio, a su lado, el muchacho sonreía y parecía impaciente, como si hubiera aguardado durante mucho tiempo aquel encuentro que podía ser una liberación.

– Alekos.

Dijo Claire.

– Mitia.

Dijo Lebrun.

Y entonces Carvalho comprendió que la muchacha y Lebrun no buscaban lo mismo. Pero no era su misión ahora comprender, sino facilitar el encuentro manteniendo la luz de la linterna sobre los hallazgos. Claire avanzó y tapó con su cuerpo el de Alekos semiincorporado desde el suelo. La luz de la linterna paladeaba la silueta de la mujer, hasta que se inclinó para oír sólo ella lo que decían los labios de Alekos. Mitia, Lebrun, Carvalho se habían convertido en convidados de piedra y durante minutos prosiguió aquella sofocada confesión, secundada por una mano de Claire que acariciaba, como descubriéndola, la cara del hombre caído. Nadie se atrevía a meterse en aquel territorio sentimental prohibido, e incluso en un momento dado, ella se volvió airada contra la cruda luz de la linterna y Carvalho la apagó mascullando una disculpa que sólo él oyó, y tal vez Lebrun que asistía a su lado a la escena, dominado por un repentino y total abatimiento. Y así estuvieron minutos y minutos, sin hablar, sin moverse, respetando la campana del tiempo y silencio que protegía la conversación entre Claire y el hombre de su vida. Por fin Claire recuperó la estatura y permaneció unos segundos ensimismada, luego volvió a acariciar el rostro de Alekos y dio media vuelta para reencontrar a Lebrun y Carvalho.

Apartó a Lebrun y lo sumergió en un ángulo oscuro donde dialogaron en voz baja. Dialogaron casi tanto como callaron y a veces incluso llegaron al borde de una discusión, pero entonces era ella la que abrazaba a Lebrun, le pedía algo que podía ser comprensión y de nuevo reencontraban el camino de la confidencia. Por fin terminaron de parlamentar y regresaron junto a Carvalho. Fue Claire quien tomó la iniciativa.

– Nosotros nos quedamos.

– Puedo esperarles fuera, el tiempo que haga falta.

– No, usted se va y nosotros nos quedamos.

Era una orden y algo crispada.

Lebrun tomó por un brazo a Carvalho y le invitó a que le acompañara fuera de la habitación.

Cuando llegaron al cruce de pasillos, el francés dijo:

– Discúlpela, está muy conmocionada y realmente todo lo que usted podía hacer ya lo ha hecho y muy bien, muy rápido, asombrosamente rápido.

– Ha sido relativamente sencillo. Para encontrar vagabundos hay que recurrir a vagabundos.

– No queremos molestarle, pero usted ya ha terminado. Ahora es cosa nuestra.

– Comprendo.

– Le acompañaré hasta la salida.

– Puedo encontrarla solo.

Pero adivinó que el otro necesitaba comprobar su marcha y se dejó acompañar con el pretexto de que después le dejaría la linterna para cuando decidieran abandonar el lugar. Lebrun le siguió hasta que salió de aquel ámbito, una vez desatrancada la puerta principal de un madero cruzado que impedía el acceso desde fuera.

– Tenga la linterna. Van a necesitarla cuando salgan de aquí.

Me la devuelven cuando vengan a arreglar las cuentas.

– Incluiré el precio de la linterna en la minuta. Le mandaré un cheque. Probablemente no volvamos a vernos.

Carvalho estaba desconcertado y algo le dolía en el pecho. No era quedarse a oscuras sobre el final de la historia, sino saber que ya no volvería a ver a Claire.

– Tal vez sería necesario…

– No tendrá queja del cheque.

Adiós, señor Carvalho.

Y le tendía una mano que le expulsaba. La aceptó Carvalho y cuando recuperó la soledad se hizo reproches a sí mismo por la muestra de dependencia que había dado en el último momento, como si hubiera sido un niño indígena encariñado con los dos turistas franceses y bruscamente apeado de la estatura de guía de los hombres blancos, de guía de la mujer blanca. Hay rincones de adolescencia sensible que permanecen escondidos en el espíritu y emergen cuando menos te los esperas, se dijo Carvalho, necesitado de un buen trago de reserva de Knockando y del tacto propicio de sus sábanas, precisamente de sus sábanas, tan sabias de los vencimientos y necesidades de su cuerpo.

Apretó el paso para recuperar la zona domesticada de Pueblo Nuevo y cuando encontró un taxi dudó en pedirle que le acompañara a donde tenía el coche aparcado o que le llevara directamente a su casa, a Vallvidrera. Tenía urgencia de sábanas, sueño y whisky y optó por la segunda solución y cuando llegó a su casa llenó la bañera de agua caliente y se sumergió en un baño limpiador de todas las oscuridades, telarañas y premoniciones de muerte de aquella noche. Muerte. La palabra se descompuso en todas sus letras y la M le bailó por la cabeza sumergida en el agua jabonosa, hasta que la sacó y le pareció acceder a la limpieza absoluta, por dentro y por fuera. En lugar de la poderosa M estaba la poderosa cabeza sonriente de Claire, aquellos labios carnales e irónicos, aquel tono de piel de fruta, la melena melosa y una vez más se dijo que la excepción confirmaba la regla de su vida, sus trabajos y sus días, su Biscuter y su Charo y el pobre Bromuro, tan muerto.

Controlaba los puntos cardinales de su casa y se le desvaían los límites del mundo de ruinas que había recorrido aquella noche.

Pero no podía olvidar del todo aquella selección espontánea que Claire y Lebrun habían evidenciado cuando se encontraron con los dos hombres.

– Alekos.

Dijo ella.

– Mitia.

Dijo Lebrun.

¿Por qué? ¿Para qué? ¿Qué estarían haciendo ahora entre tinieblas? ¿Qué historia se contarían?

¿Qué historia construirían entre aquellas paredes de ruina para hacer posible el futuro? Necesitó tres whiskys para sentirse relajado y envuelto por la propuesta del sueño. Sus sábanas le ayudaron.

Estaban recién cambiadas y al día siguiente estarían hechas a la medida de su sueño profundo pero agitado.

Cuando se despertó lo hizo con el propósito de llamar a Charo y demostrarle que le era necesaria, como cualquier marido redescubre a la esposa cuando fracasa en aventuras reales o imaginarias. Era la prolongación de un sueño que reproducía la búsqueda de la noche anterior, en el que Charo aparecía como cuarto miembro de la expedición, aunque tanto Claire como él la ignoraban, Claire con una ceguera total hacia su presencia, en cambio él desde la mala conciencia de quien no quiere admitir al peor de los intrusos. Pero Charo trataba de imponer su presencia, incluso de ser útil, de dar opiniones sobre la mejor manera de encontrar a Alekos, como si conociera la historia y se sumara con el mejor de los propósitos constructivos.

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