Manuel Montalbán - El laberinto griego

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Pepe Carvalho, investigador privado, recibe de una extraña pareja francesa, Claire y Lebrun, el encargo de hallar el paradero de Alekos, el marido griego de Claire. Mientras recorren los antiguos barrios industriales de la Barcelona preolímpica en busca del oscuro personaje, el corazón de Carvalho sucumbirá ante la belleza inalcanzable de Claire.

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De vez en cuando Lebrun le daba conversación y Charo, aunque alegre por la deferencia, no tenía ojos para él, sino para que Carvalho asumiera su presencia. Obstinadamente, se pasó todo el sueño no aceptando que Charo iba con ellos. Contestando sus observaciones como si las hiciera Claire, Lebrun, él mismo. Pero cuando regresaba de la aventura, por un paisaje de escombros estilizados, era Charo la que iba junto a él y hablaba, hablaba, hablaba haciendo un balance no memorizable de todo lo sucedido. Era el tono de un balance, pero ¿qué decía realmente Charo en el sueño? Algo de dinero, porque de pronto empezó a preocuparse por el cheque. O tal vez sobre la visibilidad, porque Charo y el cheque fueron sustituidos por la linterna. Le molestaba desprenderse de sus objetos hasta el punto de almacenarlos cuando eran inservibles. ¿Igual hacía con las personas? Aquella linterna había vivido excelentes momentos en el fondo de los bolsillos de sus chaquetas. Cientos y cientos de veces había muerto con las pilas agotadas y cientos y otras cientos la había hecho revivir cambiándole las pilas, probándola como fuente de luz, emitiéndole ella la señal de su resurrección con la satisfacción de todo objeto que funciona. Se la imaginó abandonada en aquel paisaje en ruinas, a la espera de la piqueta o de la excavadora que abría las carnes de la vieja Barcelona para dar a luz una nueva ciudad que sepultaba buena parte de su mejor y su peor memoria. Probablemente Claire y Lebrun la habrían arrojado sobre un montón de escombros en un panorama en el que no escasean. Y ni siquiera habrían elegido unos restos dignos para el penúltimo reposo de su linterna.

¿Qué era aquella barra de nada para ellos? En cambio, en las palmas de las manos de Carvalho la linterna había dejado su textura, el volumen de su doble vida. Desde su abandono, el objeto habría contemplado la marcha de aquella extraña comitiva, esperando que Carvalho regresara para salvarla, para devolverle su sentido. La linterna no se merecía aquel final y se indignó consigo mismo por haberla dejado tan implacablemente, desde el egoísmo del amante que quiere dejar cerca de Claire algo que le pertenece, que ella va a tocar necesariamente, que prolongaba su presencia en el aquelarre.

Entre llamar a Charo y hacer cualquier cosa, optó por hacer cualquier cosa. Remoloneó por la casa, por el jardín tratando de aliviar desastres de ausencias y olvidos, sin coche y sin ganas de bajar a Barcelona y afrontar o la realidad del final del caso del griego perdido o la urgencia de la ninfómana señorita Brando, su padre, su hermano, la madre que la parió. Llamó por teléfono. Biscuter le informó que sobre la mesa del despacho le esperaba un sobre con el remite del Avenida Palace y unas letras de mosca al servicio de un escueto subremitente: Georges Lebrun.

– Ábrelo.

Un cheque de doscientas cincuenta mil pesetas. Por dos días de trabajo. Tuvo que admitir que aun quedaba generosidad en el mundo o quizá, simplemente, la eficacia de la mala conciencia de Lebrun.

¿Sólo de Lebrun? Doscientas cincuenta mil pesetas por dos días de trabajo, sin otro saldo negativo que la piel de las manos algo maltratadas, agujetas en los sobacos y un dolor liviano en el corazón cada vez que recordaba a Claire. Invitaría a Charo a almorzar y al cine. A lo que ella quisiera. Él eligiría restaurante y ella la película. Pasada la tormenta inicial Charo no sería muy exigente, ni pediría demasiadas explicaciones por días y días de olvido, ni siquiera paliados por una llamada telefónica. Ella intuiría tal vez el cruce de una sombra probablemente femenina, por los ojos de Carvalho, una sombra más en su ya de por sí sombrío, residual afecto, pero gozaría de la comida, del cine, de la recuperada compañía, fingiendo excesivos temores y alegrías por encima de una tristeza y un temor concreto, para abrazarse a Carvalho en cuanto tuviera ocasión y pedirle una protección imaginaria. O no tan imaginaria. Pero el mal oscuro proseguía su trabajo y Carvalho volvió a esconderse en la soledad de su casa, allá en las alturas, con el cerebro lleno de imágenes rotas de una ciudad, de aquella ciudad, de su ciudad y de tan extraños visitantes. Y el griego. Los griegos.

– Alekos.

Dijo ella.

– Mitia.

Dijo Lebrun.

Los dos al final de un laberinto o de lo que parecía el final de un laberinto descubierto con la colaboración de su pobre linterna.

No. De momento no llamaría a Charo, pero necesitaba hablar con alguien y telefoneó a su vecino, el gestor Fuster, por si aún estaba en casa. No estaba. Pero sí en su despacho de abogado, tan sorprendido como Charo por el repentino recuerdo de Carvalho.

– ¿Estás enfermo?

– El cuerpo me pide guisar, comer lo que he guisado con alguien que sepa apreciarlo.

– Para eso estoy yo.

– Cenar. Dame todo el día para hacer algo difícil, planearlo, buscar lo que me falta, probarme a mí mismo.

– He de elegir entre la Orquesta Ciudad de Barcelona dirigida por nuestro común vecino Blanqueras o lo que tú guises.

– No quiero ser instrumento de la barbarie. Te esperaré. ¿Qué tal como entrante una base de pirámide de berenjena frita y sobre ella una espesa salsa de tomate y anchoas y un huevo escalfado y salsa holandesa y una cucharada de caviar? La pregunta se la hizo a sí mismo cuando vio que en la nevera aún le quedaba una lata de caviar de cincuenta gramos, los suficientes para repartir dos copiosas y generosas cucharadas sobre los huevos falsamente marmorizados.

Tenía mantequilla para una salsa holandesa para dos y unas gambas congeladas con las que tramar un caldo espeso de marisco con el que diluir y aromatizar la salsa holandesa. ¿Y de segundo? Revolvió los ahorros congelados de su nevera y lanzó un eureka cuando descubrió que aún le quedaban restos de telilla de hígado con los que poder envolver cualquier farsa. Ni siquiera necesitaba salir de casa, era casi autosuficiente y fue inmensamente feliz cuando lo descubrió. En las dos horas que le faltaban hasta el mediodía, hizo el caldo corto de marisco con las cabezas de las gambas, zanahorias, restos de un apio macilento, ajos, un puerro que ya casi parecía una cebolleta momificada. Trituró toda la cocción, la pasó por el chino, le subió el tono con un vaso de vino blanco, la redujo a fuego lento hasta conseguir casi una crema.

Paralelamente iba haciendo el relleno, una pechuga de pollo, un pie de cerdo previamente cocido y deshuesado, la carne de unas costillas de cerdo que había guardado para hacerse unos fideos a la cazuela, cebolla, tomate, una cabeza de ajos, un ramillete de hierbas aromáticas que tenía por el jardín, la salvia la mejor conservada, la mejorana patéticamente abandonada por cualquier riego, el laurel con las hojas secas propicias al pie de su propia exuberancia verde. Las hojas amarillas, muertas del laurel le devolvieron el recuerdo de la linterna. Bien regado con coñac el guiso y luego flambeado, esperó a que se enfriara para retirar las carnes, picarlas, añadirle miga de pan con huevo y trufa y reservó el fondo para la salsa final. Enfriado el picadillo, extendió la telilla sobre el mármol de la cocina y obtuvo cuatro retales rectangulares, en cuyo centro colocó un montón de farsa. Consiguió cuatro paquetitos de delicias futuras, los enharinó y los frió lentamente en un aceite no demasiado caliente para que no se rompiera la telilla.

Poco a poco los hatillos iban adquiriendo color y forma de falsos pies de cerdo deshuesados. Mezcló grasas y fondos resultantes con los que había reservado de guisar las carnes ya metamorfoseadas en su final feliz de farsa y sobre ese fondo sofrió verduras, añadió caldo de carne, más vino blanco y coñac para pasar por el chino tanto trabajo y obtener una salsa espesa destinada a ser la charca oscura donde los cuatro envoltorios se instalaron con la precisión de un cuarteto agradecido. Ya estaba el segundo plato al completo. Fritas una vez enharinadas las berenjenas base de la pirámide, obtenida la salsa de tomate, el caviar en su lata, pendiente el huevo escalfado y la salsa holandesa marisquizada al momento de la llegada del gestor melómano y eran las siete, casi las siete en punto de la tarde. ¿Por qué no un postre? Sobre todo teniendo en cuenta las críticas de Fuster por su desdén hacia los postres, fruto de una mala educación sentimental gastronómica, llena de platos hondos y únicos o de añoranzas de proteínas inasequibles. Recordó la simplicidad de los postres populares de origen italiano, frente a la obviedad de la repostería equivalente española, en la que con harina, almendra y huevo se resuelve el expediente de cinco mil variedades de dulcería.

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