Manuel Montalbán - El laberinto griego

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Pepe Carvalho, investigador privado, recibe de una extraña pareja francesa, Claire y Lebrun, el encargo de hallar el paradero de Alekos, el marido griego de Claire. Mientras recorren los antiguos barrios industriales de la Barcelona preolímpica en busca del oscuro personaje, el corazón de Carvalho sucumbirá ante la belleza inalcanzable de Claire.

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– Esta cerrada y bien cerrada.

– ¿Desde dentro?

– Es imposible saberlo.

Ya se disponía la muchacha a empezar a gritar el nombre de Alekos mientras sus pies daban impacientes patadas a la puerta, cuando Lebrun la retuvo por un brazo.

– Calma. Tal vez no quieran ser encontrados. Igual es todo mucho más sencillo. Lo importante es saber cómo se entra aquí.

Nuestros amigos los modelos deben saberlo. Volvamos atrás, se lo consultamos y volvemos.

– Id vosotros, yo me quedo aquí.

– No es conveniente que usted se quede sola aquí

– Sé cuidar de mí misma.

– Es cuestión de diez minutos.

Volvamos atrás y regresaremos en seguida, si es que encontramos una solución o una respuesta.

– Está dentro, presiento que está dentro, presiento que se ha encerrado desde dentro.

Pero les siguió para encontrarse otra vez ante todas las posibilidades de un laberinto de avenidas con rieles entre vegetaciones, a la sombra lunar de naves fabriles tenuamente iluminadas por secretas actividades interiores. Vagonetas oxidadas y varadas, cables colgantes desde donde no podía adivinarse, muebles de oficina rotos o desguazados bajo cobertizos de uralita, un Citro6n pato Stromberg sin ruedas y sin motor, cajas de cartón amontonadas según un orden arquitectónico, ablandadas por el tiempo y convertidas en una montaña blanda y blanquecina y una música lejana de concierto rock en sordina prometía un fin de fiesta después de un recorrido por aquellas cajas cerradas a las que conducían los raíles momificados y ennoblecidos por los jaramagos. Abría camino Carvalho y se introdujo en una de las naves tras vencer la resistencia chirriante de una portezuela de zinc. A la luz de los reflectores complementarios que colgaban de los cielos y abrían sus bocazas de luz desde el suelo de cemento, un grupo de muchachas ensayaba un ballet evidentemente moderno, porque se movían como si se estuvieran burlando de su propio esqueleto y la música sonaba a serrucho sobre cable de teleférico. Dirigía sus movimientos una mujer pequeñita y gorda, pero dotada de una elasticidad de chicle, a la vista de cómo se retorcía y plegaba sobre sí misma cuando corregía los movimientos de los bailarines. Ni rastro de los modelos de spot, ni ocasión de preguntar por ellos hasta que la directora se cansó de masticarse a sí misma y dio cinco minutos de descanso. Reparó entonces en ellos y dijo que no con las manos antes de ponérselas sobre el rostro.

– ¡Ya he avisado que nada de fotografías! Todo está demasiado verde.

– No venimos a hacer fotografías. Buscamos a un grupo de modelos.

Advirtió Carvalho.

– ¡Un grupo de modelos! Y luego te sacan las fotografías donde menos te lo esperas.

– Insisto en que buscamos un grupo de modelos. O tal vez no sea necesario encontrarlos. En realidad buscamos a un griego.

– Los modelos ya se han convertido en un griego.

– Admiro su trabajo pero no soy un fotógrafo. Insisto, buscamos a unos modelos que saben cómo llegar hasta un griego. Unos metros más abajo hay otra fábrica abandonada, parecida a ésta y dentro puede estar nuestro amigo, pero la puerta está cerrada, quizá por dentro; tal vez usted sepa cómo entrar, si hay alguna puerta lateral o si se comunica con otra finca.

– Yo no salgo de estas cuatro paredes. Ni conozco a ningún griego. Por ahí andan los modelos de los que habla. Pero ni me interesan ni me… ¡oiga! ¿Qué está usted haciendo?

Una secreta lógica había inducido a Claire a sacarse una pequeña máquina de fotografiar del bolso y destruir el precario equilibrio psicológico de la coreógrafa con un flash que sonó como una provocación. Lebrun reía sin contención y Claire dedicaba a la indignada mujer una de sus sonrisas más encantadoras.

– ¡He dicho que no quería fotografías!

Trató de convocar la solidaridad de sus bailarines, pero éstos asistían a la escena con un cansancio de madrugada.

– No puede bajar la guardia ni un momento ¡Fuera de aquí!

Claire parecía relajada, como si su foto prohibida la hubiera liberado de la ansiedad de toda la noche y Lebrun prosiguió en su ataque de hilaridad hasta que salieron de la nave a recuperar los senderos del laberinto.

– Ha sido genial. ¿Por qué lo has hecho?

Era ella ahora la que reía hasta las lágrimas y Carvalho asistió cómplice pero distante a aquel concierto de carcajadas interrumpido de vez en cuando por Lebrun que recordaba en voz alta la prohibición expresa de hacer fotografías.

– ¡Nada de fotografías y va Claire y… click…!

Alekos parecía momentáneamente olvidado y la pareja se adentró en el laberinto con la curiosidad renovada, a la espera de otro monstruo nocturno tan estimulante como el que acababan de superar.

– ¡En busca del santo Graal, graves fueron las peripecias por las que tuvo que pasar el caballero Perceval!

Declamó Lebrun sobre sus pasos repentinamente agilizados que se iban hacia el rectángulo de luz ofrecido por una puerta abierta.

– Esta ciudad no duerme. Me fascina porque parece dormir pero no duerme. Es fantástico. ¿Quién podía imaginar unos caserones como éstos y llenos de magos? ¿No le parece fascinante, Carvalho?

¿Conocía usted este rincón maravilloso?

– Vagabundos. Toda esta gente son vagabundos, en una ciudad a punto de destrucción.

– ¿Los modelos también?

– También, vagabundos.

– Es posible que tenga usted razón y todos seamos vagabundos.

La sociedad se dividiría entre yuppis y vagabundos.

– A estas horas de la noche no tengo ganas de discursos. Encontremos al griego cuanto antes.

– El griego.

La puerta abierta conducía a un sistema de estancias pequeñas de techos altísimos que desembocaban en una gran nave final en la que crecía una gigantesca escultura que a Carvalho le pareció una alcachofa, aunque se negó a admitir que pudiera ser una alcachofa. Junta a tan extraña fruta se alzaba un andamiaje metálico y encaramado en lo más alto un hombre joven se dedicaba más a examinarles a ellos que a tan extraña criatura.

– ¿Es una alcachofa?

Preguntó Carvalho.

– En efecto. Es una alcachofa.

A pesar de la distancia le pareció haber visto aquella cara en alguna parte. Aquella cara pertenecía a alguien famoso. Lebrun daba vueltas a la alcachofa y Claire había vuelto a sacar la máquina de fotografiar. Se la enseñó al hombre encaramado.

– Fotografía, tía, fotografía.

Enróllate si te gusta. Al fin y al cabo será una escultura pública.

– ¿Esto será una escultura pública?

– Yo la he hecho, que la pongan o no la pongan eso ya no es cosa mía.

Inició el descenso el escultor y al llegar al suelo se confirmó la presunción de Carvalho de que era uno de los artistas de moda de la ciudad, aunque no podía recordar su apellido. Marcial o Marisco, o algo parecido.

– ¿Para las Olimpiadas?

– No. Me la ha pedido el Colegio de Humanidades para un congreso. Querían un monumento a la Verdad relativa.

– La alcachofa.

– La alcachofa.

Ratificó el artista, que pellizcaba su propia obra con los ojos parpadeantes por la luz cenital o por el sueño.

– La alcachofa es una hortaliza guapa. Le vas quitando hojas y la tía aguanta hasta que se queda en nada. Me hubiera gustado ser Dios para diseñar cosas así. ¿De qué tribu sois vosotros? Tú pareces una chica de "Vogue" de hace veinte años y estos dos son de cine.

Claire reía y al artista le gustaba cómo reía Claire.

– Buscamos a un griego que se llama Alekos.

– Tú tienes pinta de "madero".

¿Eres un "madero"?

– No. Soy el primo Anselmo, un amigo de la familia.

– Yo tengo un amigo pintor, muy buen pintor, que es un fanático de la poesía y se sabe un poema sobre un tal primo Anselmo.

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